Fin de año: «tempus fugit» -- José Maria Castillo, teólogo

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Una de las muchas cosas buenas, que las religiones ofrecen a sus creyentes, es la esperanza de trascender el tiempo. Para el «hombre religioso», que se aferra a sus creencias, la muerte no es el «final», sino el «paso» a otra forma de existencia, que, al estar fuera del tiempo, más allá del tiempo, no es ya una existencia «temporal», sino «eterna».

Pero no sólo «eterna», sino sobre todo indeciblemente «feliz». Sin duda alguna, las dos grandes religiones, que más han desarrollado esta forma de esperanza, la esperanza en la «felicidad sin fin», han sido el cristianismo y el islam. El cristianismo con sus enseñanzas sobre la resurrección y el cielo (1 Cor 15; Mc 2, 18-27; Mt 22, 23-33; Lc 20, 27-40). El islam con sus insistentes explicaciones sobre el paraíso que entraña una alegría inimaginable (Sura 32, 17), en jardines que proporcionan todas las satisfacciones (Sura 2, 82; 3, 15; 4, 13. 122-124….).

Seguramente no imginamos la paz y la alegría gratificante, que estas promesas de felicidad sin límites, proporcionan a millones de creyentes, que así se sieten reforzados en sus códigos de moralidad y en la fortaleza necesaria para superar las dificultades de esta vida. La experiencia de muchas personas que, motivadas así, superan situaciones inimaginables, es elocuente.

Pero nada de esto es capaz de suprimir o aminorar la fuerza con que los motales nos aferramos, no sólo a nuestras creencias, sino mucho más que a nuestras creencias y esperanzas, al tiempo que pasa, que corre, que se nos va. El «tempus fugit», de Virgilio, es una evidencia aplastante: «el tiempo vuela». Este sentimiento es el que está en la base de los festejos y celebraciones, que en casi todo el mundo, se organizan en la noche del 31 de Diciembre al 1 de Enero. Es como una especie de necesidad compulsiva de «fuga hacia delate», con sus originalidades y sus excesos, con los cuales mucha gente pretende olvidar que las sombras del tiempo pasan sin que nada ni nadie pueda detenerlas.

Y más allá (o más en el fondo) de esta fuerza que nos atrae y nos ata al tiempo, está el hecho de que la «esperanza» de trascender el tiempo puede convertirse (diabólicamente) en un peligro aterrador. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que hombres que esperan, después de la muerte, cielos y paraísos de felicidad infinita, si son hombres fanáticos en sus creencias, tales hombres pueden convertirse en una amenaza que nada ni nadie puede detener.

Los cruzados medievales y los talibanes de hoy en día (que no son ni compartables en tantas cosas) son la prueba más clara de lo que estoy diciendo. Cuando en el s. XII, san Bernardo exhortaba a los «milites templi» a matar al infiel sarraceno, sin duda estaba motivado por una esperanza que le cegaba para ver la realidad «histórica», que, en aras de una esperanza «meta-histórica», le llevaba a proponer la muerte para alcanzar la vida. Y algo semejante hay que decir de los actuales terroristas que se auto-inmolan, es decir, que se matan matando. Porque así esperan alcanzar una felicidad sin fin.

La esperanza religiosa es una de las creencias que más nos puden motivar para dar sentido a la vida. Y para reforzar nuestras mejores convicciones éticas. El peligro, en este caso (como en tantos otros) está en degradar la sublimidad del martirio en la degradación del crimen.

Por lo demás, nunca deberíamos olvidar que el acto religioso, «químicamente puro», no existe. Lo mismo a los cruzados medievales que a los talibanes de hoy les movieron y les mueven motivos de orden político, económico, nacionalista… que poco o nada tienen que ver con la religión. De ahí la importancia decisiva de que nuestras creencias religiosas siempre estén orientadas a contagiar felicidad, paz, tolerancia, comprensión y prosperidad para todos