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La humanidad se encuentra en una encrucijada ya que están en crisis los valores, los derechos humanos y las propias bases materiales, espirituales y convivenciales que sostienen la vida, amenazadas por la forma de organización económica, social y política que han desarrollado e impuesto las sociedades occidentales.
De acuerdo al último informe de Oxfam Intermont (Enero2015), en el año 2016 el 1% más rico del planeta acumulará la riqueza del 99% restante. Las 84 personas más ricas del mundo poseen igual riqueza que 3500 millones de personas. Las estimaciones realizadas, en 2010, por el PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), muestran que una de cada 5 personas (1200 millones) se encuentra bajo el umbral de la pobreza extrema (menos de 1,25 dólares al día), de ellas, 900 millones padecen hambruna. Y según Joao Stédile, menos de 500 empresas controlan más del 60% de toda la producción mundial, pero sólo dan empleo para el 8% de los trabajadores.
?Las tendencias de la renta y la riqueza dejan algo muy claro: la brecha entre ricos y pobres es hoy más grande que nunca antes, y continua aumentando, mientras que el poder está, cada vez más, en manos de un pequeña élite?? (Oxfam, Iguales, p.33). Nadie duda de la sincera intención de erradicar la pobreza por parte de las Naciones Unidas, pero la voluntad y formas de legislar de los países desarrollados muestran todo lo contario. Y ellos saben muy bien que existe extrema pobreza, porque sus leyes posibilitan la extrema riqueza.
El crecimiento de la desigualdad viene desde aquellas fatídicas décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado, cuando las potencias mundiales impusieron las tesis económicas de Thatcher y Reagan, estrangulando las economías de los países en desarrollo con el alza de los tipos de interés sobre su deuda externa, exigiéndoles la reducción de los gastos sociales en sanidad y educación, la precarización del empleo, la reducción del Estado, la represión de la protesta obrera (las mismas formulas empleadas en el desmantelamiento del estado del bienestar en Europa) y el ahogamiento de las revoluciones populares en América Latina, incluso con la bendición de la central vaticana del momento en aquellas décadas y la descalificación de la teología de la liberación, de sus teólogos, de sus obispos, de la Iglesia de los pobres.
Ha significado toda una revolución, sin armas, orquestadas desde el poder político y económico, por unas estructuras implantadas al servicio del mercado y con un sistema financiero concebido y sometido al servicio mismo de la acumulación del dinero.
?La desigualdad es la raíz de todos los males sociales??, dice el Papa Francisco. La pirámide de la desigualdad, basada en la concentración de la riqueza, se estrecha cada vez más, condenando a gran parte de la humanidad a la exclusión y la pobreza. Así también surge, como otro síntoma de esta escandalosa desigualdad, la inmensa multitud de ?los sin patria?? que deambulan por los caminos del planeta. Millones y millones de emigrantes, refugiados, prófugos y sin techo, gente simultáneamente en fuga y búsqueda. En fuga de países a los que les hemos llevado las guerras y la miseria. En búsqueda de suelo que les de techo, pan, trabajo y que puedan llamar patria.
Existe un paro estructural y la economía se muestra incapaz de crear empleo bajo las mismas lógicas productivas con las que se creó en los momentos de bonanza. Se ha producido un proceso de fragilización del derecho al trabajo; muchas personas empleadas son trabajadores pobres. La pérdida masiva de empleo y su precarización, se ha visto acompañada de un progresivo desmantelamiento de los servicios públicos. Esta situación provoca, además, una desigualdad añadida entre hombres y mujeres, ya que al dedicar los recursos, que se destinaban a los sistemas de protección social, al servicio de las tasas de ganancia del capital, todo aquello que se protegía, pasa a desatenderse y son las familias quienes se hacen cargo de resolver la precariedad vital. Siendo las mujeres las que, en mayor medida, acometen las tareas que se dejan de cubrir por los servicios públicos.
La desigualdad social es inevitable si la sociedad se organiza en torno a la competitividad y además considera la propiedad privada como un derecho absoluto. En la sociedad capitalista los que nacen con menos capacidad de competir, tienen una enfermedad o un accidente grave quedan relegados a la marginación social y a la pobreza. Sus hijos, aunque sean inteligentes y sanos, nacen marginados y pobres. El privilegio social que confiere la riqueza en nuestra sociedad compensa la desventaja competitiva de la desigualdad natural, siendo el resultado final un mundo donde la brecha entre ricos y pobres aumenta escandalosamente.
Lamentablemente, hoy no gobierna el sentido común, la razón, la fraternidad universal y el amor, sino una élite ciega de ambición y ansiosa por acumular bienes materiales. Si tenemos un planeta con recursos limitados, que además están parcialmente degradados y son decrecientes, la única posibilidad de justicia es la distribución de la riqueza. Luchar contra la pobreza es lo mismo que luchar contra la acumulación de la riqueza. Fracasaron los planes de erradicación de la pobreza, también los del ?milenio ?y fallaran los actuales del 2015 al 2030, porque no se atajan las raíces del problema. Todos estos programas continuaran significando un canto de sirena y un entretenimiento para muchas Oenegés mientras no se desacralice y cuestione la legitimidad de una propiedad ligada a la acumulación que impida una vida digna y decente para muchas personas.
Decía el filósofo John Holloway, ?Dignidad y capital son incompatibles. Cuanto más avanza la dignidad, más huye el capital??. Documentos cristianos antiguos decían: ?Si tenemos en común los bienes celestes y la eucaristía, ¿cómo no podríamos tener en común los bienes de la tierra???. En el siglo IV, Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, enseñaba: ?Mío y tuyo son sólo palabras. No ayudar a los pobres es robar??. La verdadera idolatría no es sólo religiosa, es cultural y se expresa, actualmente, en ese sistema inicuo que impide la igualdad social.
Cada día mueren como consecuencia de las hambrunas más de 70.000 personas, según Jean Ziegler, alto funcionario de la ONU, triste realidad tapada bajo la vergüenza mundial de la desigualdad. Hoy, 1200 millones de personas suplican perentoriamente nuestra ayuda. Pero una vez más la postergaremos para cuando los poderosos, a través de sus altavoces navideños, vuelvan a callar nuestras conciencias e indignidad con una sentimentaloide dádiva que a nada conduce, sólo a domesticar nuestra fraternidad humana. Menos mal que la historia nos regala luces, como Jesús, que indica claramente cuál es el camino, la verdad, la vida y la solución.