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Es la hora de la insumisión activa para la Iglesia -- Xabier Pikaza

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El blog de X. Pikaza

El tren de la insumisión del que estoy tratando estos días debe ponerse ya, sin esperar más, culminando así la ruptura del pacto constantiniano, que había vinculado a la iglesia con los poderes políticos y militares (en el imperio romano ambos eran inseparables). En otro tiempo podía resultar más difícil, pues sólo algunos profetas como Francisco de Asís veían la necesidad evangélica de superar toda política armada. Hoy empezamos a ver que es algo necesario, sin necesidad de ser profetas especiales, sino sólo cristianos. Por eso podemos pedir a las iglesias, y ante todo a la nuestra, a la Católica Romana, que abandone su pacto con las armas, desde los aspectos más folclóricos (la Guardia Suiza) hasta los más profundos (sus vinculaciones con el capitalismo mundial y los estados).

La insumisión, una ayuda a los estados

Esa insumisión no se puede tomar como un “insulto” a los estados (que, por ahora, seguirán utilizando las armas), sino como el mayor de los favores que los cristianos pueden ofrecerles, pidiéndoles que no sean absolutos, abriendo ante ellos, ante todos los hombres, una experiencia distinta de paz, como signo y principio de la mutación cristiana que propone Ef 2, 15. No se trata de construir una paz particular, en pequeños círculos de iniciados, fuera del mundo, como los monjes antiguos y como algunos cristianos actuales (¿Amish?), sino de abrir unos espacios de paz universal, en medio del mundo. Ésta es la penúltima estación del Tren de la Paz, en el que están invitados a montar todos los cristianos, con los pobres y los niños, sin cerrar las puertas a nadie.

Sólo así, desde el tren de segunda, comprenderemos la pequeñez de otros problemas de la Iglesia, como pueden ser ciertas disputas clericales, que sólo se superan subiendo de nivel, dando un salto hacia la paz. Lo que importa no es teorizar discutiendo si la paz es posible, en largas jornadas de estudio, sino seguir la marcha y subirse al tren de la paz, como hizo Jesús, cuando para entrar desarmado a la Ciudad donde le esperaban entonces (como ahora) todas las disputas políticas y religiosas. Jesús subió a Jerusalén sin armas, y sin armas deben subir los cristianos, empezando por los más pequeños, anunciando y preparando la llegada del Reino de Dios, en gesto fuerte de “insumisión militar”, sin privilegios ni honores especiales.

Insumisión activa, ésta es la ortodoxia

Ésta es la fe cristiana, ésta la ortodoxia: Creer que llega el Reino de Dios y comprometerse a recibirlo, aquí, en el centro del mundo, iniciando de manera fuerte y amorosa unos caminos de paz. No se trata de una actitud puramente testimonial y ciega, un gesto voluntarista sin ningún apoyo en la realidad. Al contrario, éste ha de ser ya, en la actualidad, un gesto realista al servicio de la vida, avanzando en el camino de la paz, ante los ojos de todos. Asé debemos asumir la mutación de Jesús y abrirla, en forma de Iglesia, para que otros muchos descubran su gracia (la paz de Jesús) y sus implicaciones, de manera que podamos situarnos en un nivel más alto, pasando de la violencia anti-humana (representada por el signo del chivo al que matan y divinizan los violentos) a la humanidad, representada por el hombre Jesús que regala su vida por la llegada del Reino, de tal forma que podemos decir que “él es nuestra paz” (cf. Ef 2, 14), abierta a todos los hombres “de buena voluntad” (es decir, amados por Dios: cf. Lc 2, 14).

La Iglesia debe convertirse al Dios de la paz de Jesús y al Jesús del Reino,

subiendo sin armas a Jerusalén. A Jesús le mataron en aquel intento, pero la Iglesia está comprometida a seguirle, retomando su marcha de evangelio, presentando su Tren de Paz en los lugares donde se decide la guerra del mundo
Ciertamente, la Iglesia puede ofrecer una aportación de fondo en el campo de la teoría política (como han hecho y siguen haciendo sus mejores documentos). Pero su tarea específica comienza por abajo, desde las mismas comunidades creyentes, entendidas como grupos de paz real, eficaz, en este mundo. La Iglesia ha pactado en otro tiempo con los poderes violentos. Pero ha llegado el momento de romper ese pacto, para abrirse a una alianza universal de la paz. La aportación de los documentos de la Iglesia, en este campo, ha sido políticamente luminosa, desde Juan XXIII (Pacem in Terris) y el Vaticano II (Gaudium et Spes) hasta Benedicto XVI (Caritas in Veritate). Pero más que la doctrina importa la vida misma de la Iglesia. Jesús no fue a Jerusalén para entregar a Pilatos y a Caifás un documento sobre la paz mesiánica, sino para llevar hasta allí su movimiento de paz, desde los pobres y marginados y no desde los representantes del poder.

Lógicamente, la Iglesia debe renunciar a la protección especial que le han concedido los estados,

en plano económico, social y militar, renunciando incluso (y sobre todo) a la defensa que pueden ofrecerle los ejércitos. No se puede ser pacifista (rechazar la guerra…), para pedir luego que otros hagan el trabajo sucio por nosotros (defendiéndonos con armas).
Este gesto de renuncia a la defensa armada ha de ser profético y universalista y sólo tiene sentido en una perspectiva misionera, es decir, de diálogo con todos. La Iglesia renuncia a su defensa armada porque cree en Jesús, pero también porque sabe que otros pueden hacerlo también y que lo harán con ella. Para ha de ser pobre, en la línea de Jesús: una iglesia rica tendrá que defender sus bienes, con la ayuda de la policía y del ejército; una Iglesia que acumula para sí no puede ser pacificadora, pues suscita inmediatamente el deseo de los “ladrones” (cf. Mt 6, 19) y necesita “guardianes” para defender sus propiedades. Por eso, si quiere ser fiel a Jesús, ella ha de poner todo lo que tiene (aquello que le van ofreciendo sus fieles) al servicio de los pobres (¡no de ella misma!) como sabe Mc 10, 21. He desarrollado con cierta detención el tema en el último capítulo de Sistema, libertad, Iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001.

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