Cuando hablamos de ?trono?? nos queremos referir al poder político. Cuando hablamos de ?altar?? nos referimos al poder religioso. La lucha de estos dos poderes ha estado presente en nuestra historia fundamentalmente a partir del siglo IV. Y si tratamos de trasladarnos con nuestra mente a los tiempos de Jesús, observaremos que en aquel Israel dominado por el Imperio Romano estaban presentes estos dos poderes, y que Jesús, que siente un gran respeto por el poder político, y que nunca quiso aprovecharse de ninguno de ellos, en ocasiones se enfrenta con el poder religioso tan cercano a la hipocresía.
Reconoce la autonomía del poder civil y con San Pablo pide acatamiento y respeto (Rom. 13, 1 ss.) Jesús respeta y obedece a ambos poderes. Paga el tributo al templo, (Mat. 17,27) Recomienda al leproso curado que pague su ofrenda (Mat. 8,4) (Mc. 1,44) (Lc. 12,14). Pero Jesús no ejerció ningún poder, ni se sirvió de ninguno en su propio beneficio. No son los poderes lo que a Jesús le interesa, sino el impulso, la fuerza de un amor necesario para la constitución de su reino.
Firmada la paz de Constantino, siglo IV, comienza a manifestarse el poder de estas dos fuerzas, dos autoridades: civil y religiosa.
Somos muchos los que pensamos que el Edicto de Milán (311) fue el principio de una decadencia de la Iglesia de Jesucristo. Lo que se nos ha enseñado como su gran triunfo, pudo ser su gran derrota. Comienza el poder temporal de la cruz, manifestado principalmente en los papas y obispos, y se desvirtúa el Reino de Cristo. Ha comenzado un camino de contrapartidas. El poder civil concede privilegios a la Iglesia, y ésta, a cambio, concede privilegios al poder civil.
Donde esto se hace más visible es en el poder que adquieren las más altas jerarquías a lo largo de las edades media y moderna. Los papas coronan emperadores, tienen ejército, surgen los Estados Pontificios, pactan con unos reyes que se presentan como defensores de la fe, y luchan contra otros a quienes se consideran como enemigos de la humanidad.
Y siempre tratando de dominar a la sociedad con la fuerza que le dan sus poderes espirituales, por cuyo poder, dentro de la misma Iglesia, hay fuertes rivalidades. Juan XXIII, en la apertura del Vaticano II ya anunció que la defensa de la Iglesia por parte de los príncipes constituye un perjuicio espiritual y un peligro.
No es el caso de traer algunos de los muchos testimonios que jalonan nuestra historia. Pero sí haré referencia a uno reciente. D. Rafael González Moralejo, Obispo de Huelva (1969-1993) en su libro ?EL VATICANO EN TAQUIGRAFÍA. LA HISTORIA DE LA GAUDIUM ET SPES?? (B.A.C. 2000, pag 163) nos habla de un telegrama del Gobierno Español que recibe el Papa Pablo VI y que entrega al Cardenal Ottaviani para que sea leído en la Comisión Mixta Plenaria reunida en Concilio.
El telegrama venía del Subsecretario de Justicia por encargo del Jefe del Estado. Rogaba al Santo Padre que el Concilio eliminara en el Esquema XIII una expresión relativa a la libre sindicalización de los trabajadores y que, de publicarse tal como estaba, ponía en evidencia esa falta de libertad vigente en nuestra Nación. La petición no fue aceptada. No hay duda de que esta intromisión era una caso de galicanismo o cesaropapismo según otros.
También tenemos el caso contrario. Cuando la Iglesia anima con su influencia a la sociedad civil enfrentándola con resoluciones de los poderes democrática y legítimamente constituidos porque estos no legislan en conformidad con la doctrina y maneras que a los altos representantes de la jerarquía eclesiástica española gustaría. Es la lucha de la cruz por imponerse en una sociedad cuando Pablo VI quiere una Iglesia más de reformas que de castigos, de exhortaciones que de anatemas.
Publicado en ODIEL INFORMACI?N el 18 de agosto de 2010