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El programa ético de las bienaventuranzas -- Antonio Gil de Zúñiga

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En una tarde de otoño charlando distendidamente con el profesor José Luis L. Aranguren, con quien me unía cierta amistad, y después de hablar de los aspectos académicos de mi tesina y posterior tesis doctoral, me dijo en medio de un diálogo abierto que “las bienaventuranzas son el referente ético del cristianismo, la morada (etimología de la palabra ética) de unos valores sin los cuales el cristianismo no sería reconocible”.

Por otro lado, tenemos la sentencia corta y clara de otra persona estimada y amiga, Adolfo Chércoles en su libro Las Bienaventuranzas, corazón del evangelio: las bienaventuranzas “no son una moral (una ética) ni una filosofía; nada de eso”. Tal vez A. Chércoles tome aquí el término “moral” en el aspecto tradicional de la teología moral que se centra más en la casuística que en las propuestas vitales y de conducta del creyente.

Probablemente las bienaventuranzas no se puedan circunscribir sólo al campo de la ética, pero, como dice A. Chércoles, si “expresan sencillamente la experiencia de Jesús, la experiencia de Jesús como hombre”, entonces se pueden considerar como un programa ético vital de conducta no sólo para el creyente, sino para todo ser humano. Implican, por tanto, una toma de posición de la búsqueda del bien dentro de la existencia individual y comunitaria y configuran a hombres y mujeres que las ponen en práctica con unas señas de identidad propias, donde la praxis del bien se considera algo incuestionable e irrenunciable.

De las ocho bienaventuranzas (Mt 5,3-10) me voy a fijar en cuatro de ellas, que, a mi modo de ver, se relacionan entre sí y que de algún modo son más llamativas en estos momentos históricos.
1. Dichosos los pobres. Quizás habría que aclarar que la pobreza, la pobreza material, no es un valor en sí; por el contrario es un mal que hay que erradicar, que habría que declarar ilegal en todo el mundo. Cualquier ser humano tiene derecho a vivir dignamente, donde no le falte los bienes necesarios para una vida acorde con sus derechos existenciales. Y la pregunta aquí es inmediata: ¿se puede considerar en nuestro primer mundo la pobreza, el vivir con austeridad, un ethos, un valor desde donde dar sentido a la vida?

Las tendencias vitales de nuestra sociedad capitalista son otras muy diferentes. Cuantas más riquezas se poseen, más seguridad se tiene y, sobre todo, más poder social. “Poderoso caballero es don dinero”, nos dice Quevedo, siguiendo al arcipreste de Hita, que tal vez vaya más lejos: “Cuanto más rico es uno, más grande es su valor/ quien no tiene dinero no es de sí señor/. Y si tienes dinero tendrás consolación,/ placeres y alegrías y del Papa ración,/ comprarás Paraíso, ganarás la salvación/”. El análisis del arcipreste de Hita no puede ser más esclarecedor. La riqueza no puede considerarse un valor ético, una morada desde donde se busque y se lleve a cabo el bien comunitario, el encuentro y preocupación por el otro y la correspondiente solidaridad.

Mi madre lo tenía bien claro en aquellos años de la posguerra española y mientras vivió; apenas había alguna peseta y algunas “perras gordas” en la casa, pero el pobre que se acercaba a nuestra puerta no se iba de vacío; siempre había un trozo de pan, o un pedazo de chorizo o incluso algunas alpargatas. Es el comportamiento de aquella viuda, y que alaba Jesús de Nazaret, la cual desde su pobreza contribuye con dos ochavos a las ofrendas en el gazofilacio (Lc 21,1-4). El rico mira para sí, pero no mira a su alrededor, como se pone de manifiesto en la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31). El pobre, desde la austeridad, sabe lo que es eso del bien ético de compartir, de mirar a su alrededor.
 
2. Dichosos los misericordiosos. Es cierto que la misericordia, la compasión, no está bien vista a lo largo de la historia y también en nuestro tiempo, pues vienen a considerarse de “perdedores”, como en las películas americanas, o de débiles y enfermizos, como lo hace Aristóteles y F. Nietzsche. Para el primero el compasivo es una persona enfermiza, depresiva, a quien hay que administrar algún purgante como terapia. El segundo, si cabe va más allá, el compasivo, el misericordioso (etimológicamente, el que pasa sus debilidades y las ajenas por el corazón) es un ser humano cobarde que no pretende superarse en las dificultades. Para el filósofo alemán cuando Zaratustra pregunta al Papa, jubilado, cómo ha muerto Dios, éste le responde: “Un día se asfixió con su excesiva compasión”.

Pero estas posiciones, no ajenas en lo más profundo del ser humano, contrasta con la praxis de Jesús de Nazaret, para quien la compasión, la misericordia, es un valor ético, considerado como leitmotiv de su predicación, de sus enseñanzas y de su vida cotidiana, como se pone de manifiesto en la parábola del samaritano, donde un samaritano, un “extranjero”, actúa desde “la compasión” (Lc 101,30-37), desde la proximidad, curando las heridas del hombre abandonado en la cuneta del camino; comportamiento muy diferente al del levita y al del sacerdote, que miraron para otro lado, cuando vieron al herido en la cuneta. Sin duda, en este relato, y en otros muchos, Jesús de Nazaret innova el campo de la ética hasta límites insospechados en una sociedad en la que dominaba el “ojo por ojo y diente por diente” o la atención a las necesidades del clan familiar.

La riqueza, como hemos visto, hace que el ser humano se aísle en su búnker, en su narcisismo, perdiendo todo contacto con el mundo que le rodea; el pobre, por el contrario, desde su sensibilidad de compartir se compadece del otro en sus necesidades vitales y en sus sufrimientos. Está, pues, atento a lo que acontece a su alrededor y busca el bien para el otro, saliendo de su búnker y de su narcisismo asfixiante. Su ética no se circunscribe a la búsqueda del bien propio, cuya máxima se puede resumir con F. Savater, gran defensor de la misma: “Yo hago cosas con otros, pero nunca por otros”. Va más lejos, como lo hizo Jesús de Nazaret, cambiando dicha máxima en esta otra: “Yo hago cosas con otros y por otros”. ¿Qué hubiera sido (y es) de la pandemia sin la compasión de personas individuales y de grupos, tanto eclesiales como civiles? Sin duda, en estas circunstancias del coronavirus, aquella máxima de J. P. Sartre: “El infierno es los otros” con esta ética de la compasión, de la misericordia, ha sido tocada, aunque no hundida.

3. Dichosos los pacíficos. Por más que diga K. Marx que la “violencia es la partera de la historia”, no se puede considerar la violencia, el conflicto, como un bien ni social ni individual. Es cierto que el ser humano vive su existencia en una dialéctica atroz entre el anhelo de paz y el conflicto. El camino de la paz es, pues, pedregoso y nada fácil. El dicho aquel de “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre) está inscrito en la ADN humano, hasta el punto de que viene avalado por este otro: “si vis pacem, para bellum” (si quieres la paz, prepara la guerra). Jesús de Nazaret con sus bienaventuranzas y “el amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian (Lc 6,27-28) nos está proponiendo unos valores éticos diferentes, como si nos dijera: “si quieres la paz, prepara la paz”.

No son suficientes los símbolos de la paloma o una rama de olivo, ni siquiera la ausencia notable de conflictos. La paz va más allá; implica entendimiento con el otro, con el adversario, y se cimenta en la misericordia y en la justicia. El poeta bíblico lo tiene bien claro: “La justicia y la paz se besan” (Salm 84,11). Es evidente que mientras la justicia no sea el territorio de las relaciones humanas y de los pueblos, la paz se alejará cada vez más. Habría que añadir a esta ausencia de la justicia como base del conflicto social, la defensa a ultranza de la verdad, de “mi verdad”, que desemboca en los fundamentalismos tanto religiosos como políticos e ideológicos. Con acierto escribe E. Schillebeeckx que “ninguna verdad por muy vinculante que sea puede estar en la base de la tiranía y la contienda humanas”. Con permiso de J. Ratzinger (papa emérito Benedicto XVI) habría que pasar de vez en cuando por la ducha del relativismo, como nos recomienda A. Machado: “¿Tu verdad? No la Verdad/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya guárdatela”. En ese encuentro es imprescindible el diálogo, pilar sólido y fundamental de la paz. A este respecto recuerdo aquella canción que mi nieta de seis años me enseñó y que cantaban con voces infantiles en su colegio público Gandhi: “Ser amigo es mejor/ que andar peleando/ sin razón./ Si hay motivo para pelear,/ manos al bolsillo,/ hay que hablar”.

4. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia. Probablemente tenga razón S. Freud cuando dice “el primer y único deseo que tuvimos al nacer fue el hambre y la sed”, pero al menos el adulto ha de tener otras preocupaciones como es que “florezca la justicia” (Salm 71,7) a su alrededor. Y esta preocupación por la justicia nos debe honrar y hacernos dichosos, porque preocuparse por la justicia es conseguir que los hombres y mujeres seamos iguales en derechos y obligaciones para llevar una vida de acuerdo con los parámetros del ser humano. La lucha por la justicia ha de ser una tarea diaria e inaplazable para conseguir unas sociedades justas y equitativas. ¿Qué hubiera sido de nuestro mundo sin la lucha ininterrumpida de hombres y mujeres y de grupos? No habría derechos laborables, educativos, sanitarios, de salarios mínimos, de ingreso mínimo vital, etc. Es cierto que aún queda mucho camino por recorrer, sobre todo en los países del llamado tercer mundo, ahí debe estar la tarea de cada ser humano por implantar la justicia. Una tarea de gran valor ético que Jesús de Nazaret nos dice que proporciona felicidad y sacia abundantemente nuestra hambre y sed.

La justicia es el núcleo de las bienaventuranzas anteriores. Sin la justicia no es posible vivir la pobreza en su integridad, porque uno ha de poseer unos bienes equitativos y justos para la existencia humana. Y es la justicia la que se encarga de erradicar, primero, la pobreza material indigna del ser humano y proporcionar después los bienes adecuados para una vida humana digna. Sin la justicia no habría misericordia, ya que la compasión implica la igualdad humana entre el que acoge y el que sufre. Si la misericordia se hace desde arriba sería una filantropía sin entrañas, robotizada. Sin la justicia, finalmente, no es posible la paz, porque, para que se realice el encuentro de la paz, compartiendo un mismo camino de esperanza y un reconocimiento mutuo entre el yo y el otro, es imprescindible compartir el mismo pan y sin hambre ni sed de por medio. Desde estos valores éticos se hace realidad que “la justicia y la paz se besen” (Salm 84,11).
Tema: Bienaventuranzas, Ética, Jesús de Nazaret, Mateo

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