El Papa no ha tenido más remedio que relevar al arzobispo de Varsovia precisamente el día de su investidura. Algo muy desagradable para los dos. Al nuevo arzobispo se le habían descubierto algunas cosas viejas, largamente ocultadas. Decía Wilde que todo santo tiene un pasado y todo pecador un porvenir, pero en este caso ha sido a la inversa.
El virtuoso clérigo Stanislaw Wielgus tenía un pecaminoso pasado, pero se proponía alcanzar la santidad en el futuro. Al haberlo acusado de colaborar con los comunistas y de mentir a los fieles se ha truncado su carrera. La Iglesia polaca capitaneó la lucha anticomunista y este pastor era la oveja negra. Los trapos sucios han sustituido a la púrpura, pero pesan más.
Es sólo una anécdota y nadie se acordará de ella cuando pasen unos meses. De colaborar con el comunismo o con el nazismo se salvaron pocos. Había sólo dos opciones: la sumisión o el exilio. Muchos obispos, como muchos sacristanes, se vieron obligados a escoger en el caso de que no tuvieran una vocación muy definida por alcanzar la categoría de mártires y prefirieron adaptarse a engrosar las páginas, ya bastante nutridas, del santoral. Pero ya digo que este episodio es anecdótico. Otros problemas, de padre y muy señor mío, tiene la Santa Madre Iglesia.
El cardenal brasileño Claudio Hummes ha puesto sobre el tapete, que no siempre sirve de palio, la cuestión del celibato. A su juicio, «no es ningún dogma» y ha dejado entrever que tiene mucha culpa de la falta de vocaciones, por un lado, y del clamoroso aumento de la pederastia, por otro. Mucho cura cacorro. La mujer es «la mitad del cielo», según algunas culturas, y debe ser compatible con la promesa del cielo entero, que es lo que prometen otras. La soltería sacerdotal se debatirá pronto. No hay prisa. La Iglesia tiene los siglos contados.
(El Correo)