Cientos de lectores siguen a diario la conferencia de Juan María Uriarte, obispo de Donostia, en Barcelona, desde tabira digital. Gracias a todos por su lectura y seguimos pidiendo corrección en los comentarios.
V. PROMOVER LA RECONCILIACI?N INTERPERSONAL Y SOCIAL
1. Las resistencias a la reconciliación
La Iglesia del País Vasco sostiene que la reconciliación es el alma de la paz entendida en su más amplia y rigurosa acepción. Pero no todos entre nosotros tienen una visión tan positiva de la reconciliación.
Algunos estiman que contraviene a la «justicia». Es una injusticia social porque no repara el orden moral violado y no cierra el camino a la repetición de actos violentos. Es una injusticia personal contra las víctimas cuya memoria no queda reconocida. Otros consideran que aunque
tenga un valor religioso o sea válida para las relaciones privadas, no tiene «sentido» en la vida social.
Lo importante es que queden claras y firmes unas reglas de futura convivencia que eviten la resolución violenta de los conflictos y garanticen los derechos humanos de todos. No son excepcionalmente escasos quienes creen que la reconciliación entre nosotros es «imposible» porque reconciliarse significa ir a la raíz y en esa raíz se alzan concepciones ideológicas antagónicas e irreconciliables de las que ningún grupo se apeará ni tiene por qué apearse. A bastantes que están marcados por la pérdida de familiares muy cercanos en la confrontación, les parece que la reconciliación es una «infidelidad» para con los suyos.
Tampoco faltan, en fin, quienes la conciben como una «imposición» que les fuerza a otorgar el perdón a sus agresores (es el caso de algunas víctimas) o les obliga vengativamente a pasar por pedir perdón poco menos que en la plaza pública (es el caso de algunos agresores).
2. El concepto de reconciliación y su relación con la verdad, la justicia y el perdón
La reflexión teórica y práctica de la resolución pacífica de los conflictos ha elaborado un concepto de reconciliación purificado de estas deformaciones. Reconciliarse no equivale a anudar una amistad. No es amnesia respecto del pasado sino memoria crítica sobre él. No es una obligación exigible a las víctimas. No es vehículo de ningún espíritu vengativo.
Vista en positivo, la reconciliación es el proceso en el que las partes enfrentadas deponen una forma de relación destructiva y sin salida y asumen una forma constructiva de reparar el pasado, edificar el presente y preparar el futuro.
Expliquemos algunas expresiones clave. Una relación es tanto más destructiva cuanto más absolutiza la causa humana que persigue. Reparar el pasado no es olvidarlo sino recordarlo de otra manera. Tal significa reconocer que existe también el sufrimiento del adversario, su punto de vista contrario, su historia personal condicionante y, a veces, casi determinante. Esto supone autocrítica para conmigo y empatía para con «el otro». Edificar el presente significa llegar a la convicción de que nunca más debemos volver a incurrir (ni por acción ni por omisión) en una confrontación destructiva. Preparar el futuro es arbitrar los medios y las actitudes que impidan el retorno perverso del pasado.
Reconciliarnos es aceptarnos como iguales, como diferentes, como dotados de una dignidad humana intangible.
La reconciliación está íntimamente entrelazada con la verdad, con la justicia y con el perdón, aunque no se identifica plenamente con ellas, sino que las desborda.
«Lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige. El mal infligido debe ser conocido y en lo posible reparado» (Juan Pablo II). El olvido no debe convertirse en memoria reprimida, fuente de malestar y resentimiento. Si queremos sanar la realidad que engendra violencia, habremos de desmontar las ideas que la justifican, los ambientes que la propician, las estructuras que la perpetúan, las conductas que la encarnan. Pero es preciso ir desarmando y purificando el recuerdo para que no sea ni un fantasma obsesivo, ni un arma arrojadiza vengativa, ni un sedimento de odio.
La auténtica reconciliación es incompatible con la injusticia. Las víctimas, todas las víctimas, tienen derecho a que se les haga justicia. La impunidad desacredita el orden moral e invita a nuevas transgresiones. Al mismo tiempo, la reconciliación ayuda a la justicia a no ser excesivamente estricta ni rígida. «La justicia sin la reconciliación es inhumana» (Maritain).Tiene que ir ungida por el espíritu de reconciliación para no convertirse en una fría máquina de hacer justicia. La pura justicia tiene el riesgo de degenerar en una reivindicación paranoide.
Si admitir esta relación de inclusión y de desmarque que tiene la reconciliación con la verdad y la justicia crea fuertes reticencias, su parentesco con el perdón genera grandes resistencias. En un contexto de confrontación, el perdón es una propuesta cargada de sospechas. Sin embargo, la reconciliación se opera en plenitud cuando se entrelazan el perdón demandado y el perdón ofrecido.
El perdón encierra un gran valor antropológico en el plano de las relaciones humanas interindividuales y sociales. «Pedir perdón te libera, te reconcilia contigo mismo, te permite aceptarte como eres, te libera de la carga de la ?falsa inocencia??.
Perdonar te libera de las cadenas del rencor, te desbloquea para iniciar un nuevo camino» (Jonan Fernández).
La noble valoración del perdón no es, según muchos autores, exclusiva del cristianismo, pero ocupa en él un puesto central. Pertenece a la entraña del mensaje de Jesús y al núcleo de la experiencia que tiene de Dios. Jesús concibe y siente a Dios como Dios del perdón, que se adelanta al arrepentimiento del pecador, a la reparación de la ofensa, al cambio de conducta (Lc 15, 11-31). Jesús reclama de los suyos una actitud análoga estableciendo el perdón ofrecido y pedido como ley central en las relaciones comunitarias (Mt 18, 21-33).
Al perdonar en la Cruz, rompe el círculo perverso por el cual la violencia atrae necesariamente a la violencia y nos capacita para que lo quebremos también en nuestras propias relaciones (Cfr. Lc 23, 34).
La excelencia del perdón es solamente comparable con la dificultad de perdonar y pedir perdón en medio de una confrontación como la nuestra. Los muros levantados son tan altos y las heridas causadas son tan graves, que una prematura invitación al perdón revela un desconocimiento del psiquismo humano, de las leyes del duelo, de la necesidad de expresar los sentimientos de rebeldía y de odio. No basta querer perdonar; hay que poderlo. Ninguna instancia exterior puede exigir a las víctimas el perdón. Todos debemos contribuir a que, en medio de un corazón desolado por el sufrimiento, surja la planta de un perdón difícil, pero liberador. Los agresores deben pedir perdón. Pero ninguna instancia debe imponer a tales agresores, habitados con frecuencia por un erróneo sentimiento de inocencia y por una convicción de la necesidad de su agresión, una petición de perdón impuesta como trámite. En tales casos, mientras no hayan realizado una elaboración personal y grupal laboriosa, habremos de contentarnos con que «los agresores hayan reconocido de alguna manera la injusticia cometida y ofrezcan garantías de modificar su trayectoria anterior» (R. Aguirre).
3. Aportación del mensaje cristiano
La Revelación cristiana asume y enriquece la concepción humana de la reconciliación. La idea aparece esbozada en el AT. (Os 2, 4?3, 5; Is 52, 13?53, 12). Trece veces la utiliza, más aquilatadamente, el NT. Los principales textos son paulinos (Rm 5,10-11; 2 Cor 5, 18-19; Ef 2, 12-16; Col 1, 21-22). Al comentarlos, la teología protestante subraya la fuerza reconciliadora de la muerte de Cristo. La ortodoxa destaca el carácter sanante de la reconciliación. La católica, su virtualidad para hacernos hombres y mujeres nuevos.
Las grandes líneas del pensamiento paulino pueden, de manera elemental y esquemática, casi
simplista, formularse así.
El núcleo es la reconciliación con Dios. Tal proceso no parte de nosotros; es ?l quien lo inicia y lo suscita; ?l nos reconcilió consigo. Nuestra reconciliación originaria y fundamental se realiza en el Misterio Pascual de Cristo. El Señor nos reconcilia a través de mediaciones reconciliadoras. La reconciliación «vertical» con Dios entraña también la reconciliación horizontal que derriba los muros antagónicos. Hace de agresores y agredidos una nueva creación. Es total en la dinámica de su intención y siempre incompleta en su realización histórica.
4. El quehacer de la Iglesia
La Iglesia lleva en su mismo código genético su vocación reconciliadora. Ha recibido de Jesucristo la misión de actualizar el Misterio Pascual que es, esencialmente, Misterio de Reconciliación. ?l ha vinculado el ministerio apostólico al ministerio de la reconciliación (2 Cor 5, 20). Pero esta misión no está circunscrita al ministerio apostólico. «Todo bautizado debe sentirse, en cierta manera, ?ministro de la reconciliación??, ya que, reconciliado con Dios y con los hermanos, está llamado a construir la paz con la fuerza de la verdad y de la justicia». (Juan Pablo II).
Misión delicada. Los grupos enfrentados aplican el criterio de «conmigo o contra mí» y piden adhesiones al 100 %. Exigen así posiciones que la Iglesia no puede adoptar o silencios que no puede mantener. Nunca hacemos ni haremos lo suficiente por una reconciliación que repare a todas las víctimas, respete la verdad y la justicia, practique la escucha y la compasión, promueva la aproximación, propicie el perdón. Siempre quedaremos en deuda.
Tenemos algunas dificultades para acercarnos a algunas personas y grupos. Sabemos que la doctrina límpida debe ir acompañada de la misericordia, cuyo destinatario exclusivo no es el sufriente inocente, sino también el sufriente agresor. Pensamos que debemos hacer más en el ejercicio de la misericordia. Esto nos obliga a una cercanía mayor a los que han quedado heridos en la confrontación.
La misión reconciliadora nos insta, en primer lugar, a ser una comunidad reconciliada. En muchas ocasiones, la línea divisoria entre las diversas sensibilidades enfrentadas no pasa por fuera de las comunidades cristianas, sino que las atraviesa. El silencio temeroso o la chispa del conflicto deberían ceder el paso a procurar que la fe compartida fuera algo más decisorio y unitivo que la diferencia de sensibilidades.
Anunciar el Mensaje de la Reconciliación es otra de nuestras tareas. Se nos invita a decirlo entero, sin omitir sus implicaciones para nuestro «hoy» y nuestro «aquí». Algunos aspectos serán aguafuerte que irrita y produce dolor en las heridas no todavía cerradas.
La liturgia de la Iglesia es una cantera de ricos recursos. Es deseable extraer de la Eucaristía, del Sacramento de la Reconciliación, sus potencialidades reconciliadoras.
La «cultura de la paz», tan demandada por Juan Pablo II, habrá de extenderse a todas las áreas de la vida, particularmente al área de la paz social y política. El compromiso eclesial en su gestación es ineludible.
«Curar las heridas» suele ser tarea urgente en tiempos traumáticos y postraumáticos. La Iglesia es samaritana por vocación: Los creyentes somos heridos que por la acción del Señor curamos también a través de nuestras propias llagas.
Con todo, al decir de los analistas, estamos más en un tiempo de preparar la reconciliación que de promoverla directa e intensivamente. Podrían generarse cortocircuitos.
La diócesis de San Sebastián ha organizado un Seminario de un año de duración para que un grupo escogido y reducido de laicos, religiosos y presbíteros prepare un Plan que, debidamente analizado y aprobado por el obispo, sería la hoja de ruta diocesana para contribuir en su día y por etapas a esta magna tarea de la reconciliación.