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EL PAPA JUAN XXIII Y EL CONCILIO VATICANO II. Tomás Maza Ruiz

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La figura del papa Juan XXIII es, en mi opinión, una de las más importantes de la historia de la Iglesia y, desde luego, será fundamental en el futuro para comprender esta historia en el siglo XX.
Cuando a la muerte de Pío XII fue elegido papa, el 28 de octubre de 1958, tenía ya 77 años; fue considerado por los “expertos” un papa de compromiso entre dos facciones del Cónclave y, debido a su avanzada edad, un papa de transición.

Esto último si que lo fue en un sentido mucho más profundo que el que le adjudicaban expertos y periodistas: más que un papa de transición fue el papa de la transición. Transición de una Iglesia aislada, enfrentada con el mundo y anclada en el pasado a una Iglesia que pretendía ser crítica consigo misma y abierta al diálogo con el mundo y la civilización de nuestros días; de una Iglesia atrincherada tras las murallas dogmáticas y autoritarias a una Iglesia “buena samaritana” que tratara de sentir como propios los dolores y las esperanzas del mundo. En mi opinión y, a pesar del retroceso sufrido en los últimos pontificados, aún estamos en esta época de transición y espero, muchos esperamos, un nuevo renacimiento de la ya vieja idea de Juan XXIII de abrir las ventanas de la Iglesia para que entre en ella el aire fresco del Espíritu.

La formación tradicional y el talante piadoso y paternal -que se temía paternalista- del nuevo papa, no inspiraba grandes esperanzas a los cristianos más “progresistas”. Sin embargo su carácter sencillo y su frecuente ruptura del protocolo, como cuando, para sorpresa general, a los pocos días de su elección visitó de improviso la prisión romana de Regina Coeli y conversó familiarmente con los presos, le atrajo la simpatía de todo el mundo.

Pero la mayor sorpresa surgió a los pocos meses cuando, el 25 de enero de 1959, anunció inesperadamente la convocatoria de un nuevo concilio ecuménico para el “aggiornamento”, la puesta al día de la Iglesia. Declaró que la idea le había llegado repentinamente, como una inspiración del Espíritu Santo.

La celebración de un nuevo concilio no estaba en el horizonte de casi nadie en aquel momento, y menos aún de la jerarquía eclesiástica. Los concilios ecuménicos anteriores habían tenido lugar siempre bajo la presión de ideas o conductas consideradas heréticas o cismáticas o bien como consecuencia de problemas políticos. Ejemplo de ello fueron los dos últimos: el de Trento (1545-1563) y el Vaticano I (1869-1870). El de Trento tenía por objeto redefinir los dogmas y la disciplina de la Iglesia frente a la rebelión de Lutero, sus seguidores y sus continuadores. Sus cánones fueron tan precisos y contundentes que durante varios siglos no se consideró necesaria otra reunión conciliar. El Vaticano I tuvo lugar en un contexto diferente, esta vez más político que religioso, el de la unificación italiana.

Esta unificación promovida por el reino del Piamonte y los voluntarios de Garibaldi chocó con la oposición frontal de los Estados de la Iglesia situados en el centro de la península italiana, con Roma como capital. En estos estados el papa ejercía como soberano temporal absoluto. El no reconocimiento de este reino temporal del papa costó a no pocos católicos italianos la excomunión. Como consecuencia de esta actitud intransigente del papa Pio IX su popularidad (en su elección fue considerado un papa progresista) cayó en picado en Italia y con ella la credibilidad de una Iglesia anacrónica ligada a un régimen totalitario. En el resto del mundo los católicos se dividieron en conservadores y progresistas en forma radical. La reacción del papa Pio IX fue convocar un concilio -el Vaticano I- para, de forma dogmática, consolidar su autoridad, definiendo el dogma de la infalibilidad del Sumo Pontífice.

Sin entrar en el problema de la forma de entender esta definición dogmática, problema que ocupa aún a muchos teólogos, sí hay que destacar que esta doctrina iba a ir acompañada y complementada por la de la infalibilidad del colegio de obispos, representantes de toda la Iglesia. Según mi opinión, la infalibilidad papal debería verse en el contexto más amplio de la infalibilidad del conjunto de los fieles que componen la Iglesia universal, a través de la representación de sus obispos. Sin embargo el tema del papel de los obispos no se llegó a tratar debido a que las tropas italianas conquistaron la ciudad de Roma y el concilio se clausuró de forma precipitada.

El objetivo del nuevo Concilio en la mente de Juan XXIII era abrir las ventanas de la Iglesia al mundo de nuestros días. Para ello eran necesarias dos miradas: una al interior de la Iglesia para tener conciencia de su identidad, de su misión recibida de Cristo y de su estructura interna; la otra mirada tenía que ser, por fuerza, hacia el mundo al que trataba de abrirse. Por eso los documentos claves de este concilio son las constituciones Lumen Gentium sobre la Iglesia y Gaudium et Spes sobre el diálogo de la Iglesia con el mundo actual.

La necesidad de este diálogo era (y lo sigue siendo) acuciante. La Iglesia se había encerrado en sí misma cuando, partir del Renacimiento y la Reforma, había tratado de perpetuar los esquemas eclesiológicos de la Edad Media. A los excesos de lujo y poder de la Iglesia medieval trataron de ponerle coto los concilios de los siglos XV y XVI anteriores a la protesta de Lutero: Constanza (1414-18), Basilea (1431-49), Ferrara-Florencia-Roma (1438-45) y el 5º concilio de Letrán (1515-17). El resultado fue nulo para la reforma de la Iglesia, no sólo porque no se logró atajar la vida relajada de los jerarcas de la Iglesia y del clero en general, sino, y esto es lo más grave, porque no se entendió el cambio que había ocurrido en la Europa de estos siglos. A partir de las cruzadas (siglos XII y XIII) Europa había salido de su aislamiento. En el aspecto económico se habían abierta rutas comerciales con el Oriente que llevaron a Marco Polo hasta China.

Estas rutas dieron lugar a un flujo de capitales que enriquecieron a los países europeos, especialmente las repúblicas italianas: Venecia, Florencia, Génova…Con la riqueza y el descubrimiento de nuevas y antiguas culturas, que fascinaban a los europeos, se extendió entre las clases enriquecidas el gusto por el arte, el disfrute de la vida y el afán de conocimientos. Se desarrollaron la literatura y el arte y comenzó a surgir la ciencia experimental: es lo que se ha llamado el Renacimiento. A todo ello se unieron el descubrimiento de América y la apertura de rutas marítimas comerciales hacia Oriente. Al final de este período se inventó la imprenta que facilitaba la profusión de libros que, hasta entonces, sólo se encontraban en las bibliotecas de los monasterios. La Iglesia medieval no estaba preparada para esta revolución y, aunque en lo moral sus autoridades máximas se dejaron llevar por el lujo de las clases a las que pertenecían por nacimiento, desde el punto de vista dogmático y disciplinario rechazaron cualquier adaptación de las normas y las instituciones de la Iglesia a los requerimientos de los nuevos tiempos.

Desde el siglo XIII la gente del pueblo tenía necesidad de una espiritualidad más personal y profunda y de ahí el éxito de las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos que ya no encarnaban la clásica espiritualidad monástica encerrada dentro de los muros de los conventos, sino que fueron órdenes lanzadas al mundo de su época: los franciscanos compartiendo la pobreza de las clases marginadas de la sociedad y, en consecuencia, haciendo una crítica tácita a la vida de riqueza de la Iglesia institucional y de los miembros más destacados de la misma y una llamada a la Iglesia en general para la vuelta de la pobreza evangélica; los dominicos tratando de elevar la formación cristiana de las masas mediante la predicación.

Al mismo tiempo proliferaban también otros movimientos al margen de la autoridad eclesial como los valdenses, que optaban también por la pobreza y sencillez evangélica y los cátaros o albigenses, versión medieval del antiguo maniqueísmo, que obtuvieron un gran éxito en las clases populares del sur de Francia y norte de Italia, debido a que estas clases estaban completamente abandonadas por la Iglesia oficial.

Toda esta efervescencia social, política y religiosa del pueblo desembocó en la Reforma de Lutero, a partir de su protesta de 1517 contra la predicación de las indulgencias para la terminación de la Basílica del Vaticano. La protesta de Lutero estaba plenamente justificada, por cuanto la obtención de bienes espirituales -las indulgencias- mediante pago en dinero era sencillamente pecado de simonía, que fue condenado tajantemente por san Pedro cuando rechazó la oferta de Simón Mago de comprar a los apóstoles el poder de hacer milagros. El despotismo y la ceguera de los legados papales y del mismo Papa León X que rechazaron el diálogo con Lutero hicieron que éste primero negara la potestad del papa de conceder indulgencias, después negó las indulgencias mismas y finalmente la autoridad papal.

El desarrollo posterior del protestantismo no se hubiera producido, ni las revoluciones, las guerras y las condenas a la hoguera por parte de uno y otro bando, si desde el principio hubiera habido un auténtico deseo de diálogo por parte de las autoridades de la Iglesia.

Para combatir el protestantismo se convocó el concilio de Trento. Este no comenzó, unas veces debido al escaso interés de los papas y otras debido a las guerras del emperador Carlos V, hasta 1545. Sus sesiones se desarrollaron desde este año hasta el 1563 con suspensiones, aplazamientos, cambios de sede, etc., debido a los problemas políticos y las guerras del momento. El resultado de este concilio tampoco consiguió la reforma de la Iglesia. Se puso coto al desenfreno moral del clero, se atendió a la formación de los sacerdotes mediante la creación de los seminarios y se reelaboró la dogmática y la disciplina de la Iglesia, pero el espíritu que prevaleció no fue el del diálogo con el mundo, sino el espíritu inquisidor e intransigente que iba a dominar en la Iglesia durante los siguientes siglos.

Tampoco impidió el concilio de Trento la alianza de la Iglesia de los siglos XVI al XVIII con la monarquía absoluta anterior a la Revolución Francesa y su docilidad ante los reyes y magnates de la época. Por eso no es extraño que la Revolución Francesa naciera no solamente en contra de una monarquía absoluta y de la nobleza que la apoyaba, sino también en contra de una Iglesia que hacía causa común con el “Antiguo Régimen”.

También la Iglesia del siglo XIX estuvo en contra de los ideales de libertad y a favor de la restauración absolutista en Francia y en los demás países europeos y, en contra de los patriotas italianos a los que se opuso con las excomuniones y con las armas, para defender unos estados vaticanos que en 1870 eran una pura supervivencia medieval. Ya hemos visto que este problema italiano fue el desencadenante del concilio Vaticano I y también vimos el resultado del mismo.

Ante esta perspectiva histórica el deseo de Juan XXIII, y posteriormente del Concilio Vaticano II, de establecer un diálogo con el mundo era una novedad tan sensacional, tan sin precedentes en la historia de la Iglesia desde el diálogo de Pablo con la cultura griega, que es lógico que provocara entusiasmo en los más y miedo en los miembros más conservadores de la Iglesia. El objetivo era tan ambicioso que no es extraño que no se haya alcanzado en los más de cuarenta años transcurridos después del Concilio, cuando no había podido llevarse a cabo en los casi veinte siglos anteriores, pero el hecho de plantearlo y de empezarlo a poner en práctica con la Constitución Gaudium et Spes y otros documentos como la declaración sobre la Libertad Religiosa, hace que se haya abierto un camino en la Iglesia que, a pesar de retrocesos e involuciones, creo que ya no va a ser cerrado, porque es el camino querido por el Espíritu que inspiró a Juan XXIII la convocatoria del Concilio.

La convocatoria de un nuevo concilio que no estaba destinado a condenar a nadie y sí, en cambio, a renovar el espíritu de la Iglesia y a dialogar con el mundo produjo un entusiasmo general y no sólo por parte de los católicos, sino también en otras confesiones cristianas y en muchas personas de buena voluntad situadas al margen de las iglesias cristianas. Por primera vez en muchos siglos la Iglesia no quería continuar siendo enemiga del progreso, de la libertad y de la democracia. Por primera vez los católicos podrían hacer suyos, sin temor a condenas los principios de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa.

Los cristianos podrían aceptar los principios científicos, admitidos por todo el mundo culto, como las leyes de la evolución y leer la Biblia a la luz de los descubrimientos arqueológicos, históricos y científicos de los últimos años y no de la forma acrítica e integrista que ocasionó el famoso proceso de Galileo en el siglo XVII. Naturalmente, estos planteamientos que entusiasmaban a los católicos más avanzados y comprometidos, provocaban en la Curia Vaticana un sentimiento de miedo y de autodefensa. Es significativo que los esquemas preparados para su discusión en el Concilio por la Comisión Pontificia nombrada al efecto fueran rechazados por la asamblea conciliar y devueltos para su reelaboración.

Hacer un balance del desarrollo del Concilio y lo que ha supuesto su celebración para la vida de la Iglesia supera, con mucho, lo que me propongo con estas breves notas. Son de destacar las constituciones Lumen Gentium, sobre la naturaleza de la Iglesia, la idea que ésta tiene de sí misma y la Gaudium et Spes sobre el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno. Hay otros textos importantes sobre puntos básicos de la vida de la Iglesia: la actividad misionera, el ecumenismo, la declaración sobre la libertad religiosa y las relaciones de la Iglesia católica con las religiones no cristianas.

Estos y otros textos conciliares provocaron en el aula conciliar posturas encontradas entre obispos tradicionales y progresistas y, por tanto, la redacción final fue producto de compromisos, conteniendo estos documentos elementos de ambos grupos, lo que hace que, a veces, no presenten una gran coherencia interna. Sin embargo el conjunto de ellos es sumamente positivo, su orientación general está en la vía de la renovación y el diálogo y su publicación provocó en la Iglesia un movimiento de apertura y libertad que, aunque ha remitido mucho desde los últimos años de Pablo VI y, sobre todo, durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, aún no ha concluido y esperamos que pronto tenga un nuevo despertar.

Juan XXIII, en su discurso de apertura del Concilio, el día 11 de octubre de 1962, empezó esperando “firmemente que la Iglesia mirara sin temor hacia el futuro”. El veía el mundo no con temor, sino con esperanza; ésta no es una esperanza ingenua, porque los problemas del mundo en esa época eran tremendos: en aquel mismo mes de octubre de 1962 se produjo la crisis de los misiles rusos instalados en Cuba, crisis que pudo ocasionar la tercera guerra mundial. La esperanza de Juan XXIII es la esperanza del creyente, que sabe que el mundo está en las manos de Dios.

El papa Juan ve los males del mundo, pero ve también sus promesas y esperanzas y su mirada de creyente sobre el mundo es optimista. Por eso, en este mismo discurso, desautoriza a los que “en los tiempos modernos no ven más que prevaricación y ruinas; llegan a decir que nuestro mundo, en relación con el de antaño, ha empeorado mucho; se comportan como si no hubiesen aprendido nada de la historia, que es maestra de la vida, y como si en el tiempo de los concilios ecuménicos precedentes triunfasen plenamente el pensamiento y la vida cristiana, así como la justa libertad religiosa. Nos parece verdaderamente necesario decir nuestro desacuerdo con estos profetas de desgracias, que anuncian siempre catástrofes, casi la inminencia del fin del mundo”.

Desgraciadamente los “profetas de desgracias” se han hecho con el control de los órganos supremos de la Iglesia institucional en estas últimas décadas, pero las palabras de esperanza de Juan XXIII hay que verlas, como los de los profetas de la Biblia, con una perspectiva amplia. Las expectativas abiertas por el Concilio están ahí, a la vista de todos, no sólo los documentos que si no se hacen vida son letra muerta, sino las realizaciones a que ha dado apoyo el concilio, como las comunidades eclesiales de base y el espíritu ecuménico, entre otras muchas.

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