El Papa de Roma -- Joan Ollé

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El Periódico

El pasado domingo un hombre dio la espalda al mundo y al día siguiente los periódicos lo reflejaron en sus portadas; se trataba del Papa de Roma, Benedicto XVI, que, en un guiño a la feligresía preconciliar, prefirió, en misa, enseñar el culo a dar la cara. El motivo de este gesto antiguo responde, según nota de prensa, a la voluntad de «no alterar la belleza y armonía de la joya arquitectónica que es la Capilla Sixtina».

Estoy de acuerdo: prefiero ver a Su Santidad postrado de rodillas como un humilde pastorcillo de Belén ante el maravilloso Juicio Final de Miguel Ángel a que, en nombre del aggiornamento, muestre su detrás a Buonarotti, chupando, de paso, plano al arte y a los artistas. La Iglesia haría santamente no ofreciendo su torso a otras formas de belleza: el amor, por ejemplo.

El rito no se ofició en latín. Y es una lástima, porque coincido plenamente con Georges Brassens cuando sentencia que «Sans le latin, la messe nous emmerde». Ya no necesitan refugiarse en la lengua de Julio César; disponen de una palabrería impermeable a la razón para no hacerse entender.

El poeta Rafael Alberti, hijo adoptivo del Trastevere y gran enamorado del arte vaticano, glosó con estas rimas al primero de los sumos pontífices, inmortalizado por Arnaldo di Cambio en una muy celebrada y besada estatua:

«Soy San Pedro aquí sentado, / en bronce inmovilizado; / no puedo mirar de lado / ni pegar un puntapié / pues tengo los pies atados, / como ves. / Haz un milagro, Señor, / déjame bajar al río, / volver a ser pescador, / que es lo mío». Dicen ser pescadores de almas, pero les enfurece el goce de los cuerpos. Y por eso nos dan la espalda: son desatentos.