El modelo de gobierno de la Iglesia -- Fausto Antonio Ramírez

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El Concilio Vaticano II rompió con la antigua estructura eclesial para presentarla como Cuerpo místico de Cristo, Pueblo de Dios y Templo del Espíritu. Lejos de los antiguos modelos de sociedades piramidales, calcados de las monarquías absolutas, el Vaticano II pretendió que la sinodalidad jerárquica fuera la estructura de base para ejercer el gobierno de todo el Pueblo de Dios.

En teoría no debería existir incompatibilidad entre democracia y jerarquía, como si fueran dos realidades excluyentes. De hecho, la Iglesia propugna, desde su autoridad moral, el desarrollo de una cultura democrática en los diferentes países del mundo, como la forma de gobierno más justa y equitativa para todos los hombres.
Sin embargo, a pesar de que la Iglesia está a favor de la democracia en la sociedad civil, su propia forma de gobierno se aleja profundamente de esos valores, por la falta de participación activa de todos sus miembros a la hora de ejercer el poder.
Curiosamente, los valores del evangelio están más cerca de la democracia que de otro régimen de gobierno sacado de los modelos civiles.

La presencia del Espíritu recae sobre todos los bautizados de igual forma, sin distinción ni exclusividades. Por esta razón, el sentido de los fieles se acredita como necesario para avalar toda afirmación de Verdad que provenga de la máxima autoridad. El problema en la Iglesia surge cuando, sin contar con los fieles, se impone algo que no termina de ser acogido ni aceptado por el resto de la comunidad universal.

En ese caso, la Iglesia se convierte en una ?dictadura?? de corte monárquico, con autoridad de hecho pero no de derecho y menos aún de moral. Cuando el sentido de los fieles no se adhiere a las decisiones pontificias, porque no se le ha permitido que participe activamente, las palabras de la jerarquía suenan poco convincentes y nada eficaces, en cuyo caso no sirven para mucho, porque no son recibidas, ni acogidas, y desde la imposición su eficacia queda en entredicho.

Cuando la voz de los pastores es sufrida y menospreciada por el Pueblo de Dios, se desdeña la fuerza del Espíritu Santo que se derrama por igual sobre todos los fieles.
La Iglesia dispone de un potencial inmenso, sin tener que tocar su propia estructura sinodal, para el ejercicio de la autoridad. No se trata de democratizar a la Iglesia, sino de explotar su dimensión comunitaria y participativa para que el ejercicio de la libertad se desarrolle como un don del Espíritu.

La posibilidad de la disensión y de la opinión pública, deben poder ejercerse sin límites ni miedos a la exclusión, al rechazo o a la imposición del silencio. La obediencia implica, desde el Evangelio, la escucha mutua y la búsqueda común de la Verdad, a través de las mociones que el Espíritu suscita en todos los bautizados.
El principio de subsidiariedad, no sólo es válido para toda democracia, sino también para la Iglesia. Entre el Papa y los fieles existen muchos organismos de participación en los que el Papa debería delegar más a menudo, antes que asumir su poder ordinario que le permite inmiscuirse en cualquier realidad eclesial, de la que goza de total libertad.

Esto además acarrea una serie de consecuencias que no favorecen a la Iglesia en ningún sentido. La peor de todas es la pérdida de confianza, y esta tarda mucho en recuperarse, si es que al final lo consigue. Confiar es amar, y cuando ya no se puede confiar porque se ha menospreciado lo que otros podían hacer o proponer, algo del amor por la Iglesia se ha perdido, y así no se debe ni se puede vivir en comunidad.

La escucha y el diálogo son la fuerza de la Iglesia: escucha a Dios, a su Palabra y a su Espíritu. Pero escucha también a las voces de los hombres a través de las cuales Dios no se cansa de hablar. Cuando la Iglesia hace oídos sordos al clamor de tantos hombres y mujeres que componen el Pueblo de Dios, es a Dios mismo a quien se está silenciando, y eso es un pecado muy grave, porque para hacer la voluntad de Dios, es necesario escuchar primero su voz, que se reparte por tantos corazones del mundo.

La escucha de tantos fieles del mundo entero posibilitó la proclamación del dogma de la Asunción. Pero esa voz del Espíritu no se ha callado, ¿por qué no se la sigue escuchando cuando hoy sigue gritando en tantas cuestiones todavía sin resolver? ¿Tiene miedo la Iglesia de oír la voz de Dios? El discernimiento evangélico implica tener un oído fino para saber distinguir correctamente su procedencia correcta. Cuando la Iglesia silencia, está silenciando a Dios mismo.
El Derecho Canónico en la Iglesia es garantía de libertad, especialmente para los más débiles. Sin embargo, en su estructura interna faltan elementos para el ejercicio del pleno derecho de todos los fieles, como es el de apelar ante los abusos de poder, o donde se pueda ser escuchado para defenderse de falsas acusaciones.

En el nombramiento de los obispos no se tiene en cuenta el criterio de la comunidad, ni el criterio de los fieles sobre la conveniencia o no de tal decisión. Cuando el Pueblo no está de acuerdo con el nombramiento de sus responsables, el ejercicio de la autoridad se acoge de mala gana y eso no beneficia a nadie. Aquí, una vez más, las exigencias evangélicas se asemejan más al derecho democrático que a otro modelo de sociedad.

La sinodalidad eclesial se parapeta en el voto consultivo para no perder terreno en el ejercicio del poder absoluto, de esta manera, cualquier opinión de los órganos intermedios entre el Papa y los fieles laicos queda mermada de fuerza y autoridad moral. Tampoco se trata de darle el poder deliberativo a los órganos subsidiarios de la Iglesia, sino en hacer vinculante cualquier consulta avalada por la fuerza de la razón, de la verdad y de la escucha a la llamada de Dios. Ahí reside el verdadero ejercicio de la comunión.

La Iglesia ni es monárquica, ni es democrática, es algo mucho más sublime y perfecto. La Iglesia es sinodal, colegial y subsidiaria en su propia naturaleza. Si estas notas pudieran ser vividas en su plenitud, la participación activa de los bautizados dejaría de ser una reclamación para convertirse en un derecho con el que fecundar toda la acción evangelizadora de la Iglesia.