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Religión digital publica, hoy, 6 de octubre, una información de la Agencia EFE que titula así: «El soberanismo «reza» en Montserrat por su causa y por el diálogo». «La Basílica acoge una vigilia por familiares y amigos de los encausados por el 1-O».
Es de sobra sabido la implicación que la abadía de Montserrat ha demostrado, desde las primeras escaramuzas independentistas, con la causa soberanista. Tengo que reconocer que, gracias a la lucidez y carencia de prejuicios de nuestro gran profesor de Historia de la Iglesia, padre Miguel Pérez del Valle, ss.cc., aprendimos a valorar serenamente el papel integrador, social, cultural y creyente, que los monasterios y abadías medievales ejercieron en tiempos pretéritos en las regiones en que estaban ubicados, y la profunda identificación, fundamentalmente identitaria, que ocurría entre los monjes y los campesinos y gentes sencillas, para las que el monasterio era un foco de luz, de esperanza, y de seguridad.
Esto sucedía por encima de lo que hoy llamamos ideologías, y estados de opinión. Simplemente, lo vivían como una especie de condicionamiento casi biológico, y esto no les hacia oponerse, ni enfrentarse, ni tener contenciosos con los habitantes de otras regiones. Sencillamente, los habitantes del área de influencia del monasterio se sentían atraídos, arropados, protegidos, y guiados, por el espíritu de servicio monacal, al que, en muchos casos, los campesinos debían hasta su aprendizaje agrícola.
Las abadías y monasterios y catalanes no eran diferentes a los de otras regiones en este apartado de la importante significación sociológica, cultural y eclesial, que tenían para sus feligreses, quienes eran todos los habitantes en el radio de acción de los monjes. Hay que recordar que durante muchos siglos, hasta bien entrada la edad moderna, en el mundo rural la Iglesia institucional, era visible y presente, sobre todo, a nivel especialmente diocesano. Los obispos eran señores feudales, y alcanzar algunos de los obispados para sus segundones, era tarea muy estimada por las familias poderosas. Solo las ciudades y burgos episcopales tenían un núcleo poblacional consistente, sin que existiera, todavía, hasta bien entrada la edad moderna, la red y la cantidad de parroquias que hoy se disemina por toda la geografía nacional. Y, como según aserto común, y aparentemente válido, la Historia se repite, es decir, los hombres no escarmentamos, y repetimos la Historia, la tendencia de hoy es que, en los pequeños núcleos de población, la Iglesia institucional tiene, cada día, una presencia más testimonial. Tanto es así que el signo de esa presencia es, cada vez más, el edificio del templo, al que acuden, desde otro centro más poblado, los curas que atienden as esos pueblos de la que se ha dado en llamar, con pena y dolor, «la España vaciada», que nada tiene que ver con la extensión y abundancia de sotanas y bonetes, en tiempo bien recientes, por todas las aldeas y poblados, por pequeños que fuesen.
Esta ausencia y carencia de acción pastoral fue la causa de que, en el siglo XIII, en el Concilio Lateranense IV, 1215, los padres conciliares intentaron de verdad tomar medidas que favorecieran la práctica pastoral de las gentes, al darse cuenta de que, en realidad, casi nadie asistía a la celebración de la Eucaristía. ?sta solo se celebraba en los monasterios y en las grandes catedrales de los incipientes «burgos». De ahí las disposiciones estelares de dicho Concilio de obligar a los bautizados a asistir a la celebración eucarística, por lo menos, «los domingos y fiestas de guardar», y a confesar y comulgar una vez al año, especialmente por la Pascua florida. Toda esta situación de carencia e inasistencia la suplían las abadías, como la de Monstserrat, que solícitamente atendían a los campesinos de las bravas tierras de la sierra presidida por «la Moreneta». Porque ésta era otra de las ventajas, y a la vez, causas, de la identificación de los monjes, con los fieles: la entrañable devoción a la Virgen del lugar, ofrecida y promovida por la piedad, y la necesidad, no todas las veces altruista, pero siempre útil y conveniente, para la manutención de todas las tareas, religiosas, artísticas y culturales, del monasterio.
¿Por qué he titulado «el lío en que se han metido los monjes de Monserrat»? Ya sabíamos el protagonismo político, a mi parecer, excesivo, de la abadía de Monserrat en los avatares de la política catalana. Mi reproche no es solo, ni principalmente, por la inoportunidad de las reivindicaciones de libertad y autonomía política, hasta conformarse cada región en un Estado independiente, tarea que cada país fue cerrando en su momento, y que en la mayoría de las naciones europeas de Occidente sucedió por los siglos XV y XVI, y acabó, en Italia, a medidos del siglo XIX. Los países del Este, por la idiosincrasia de su Historia, lo han acabado más tarde, o todavía nos ofrecen los últimos coletazos de sus desencuentros. Pero mi opinión es que los monjes deberían hacer ver a sus conciudadanos y paisanos que no son los siglos XX y XXI los que adecuados para ultimar esta adecuación política, aprovechando la placidez de los métodos pacíficos democráticos. Y que ningún Estado serio va a permitir que nadie le birle parte de su territorio, con métodos académicos y de gabinete, que consiguió con luchas y sangre.
Pero como digo, no es éste el mayor reproche, o, mejor, corrección fraterna, que haría a mis hermanos de Monserrat, sino estas dos situaciones, que solo voy a apuntar, sin alargarme en detalles: 1º), la actual situación de catarsis y metanoya que la Abadía está viviendo por la reciente tragedia que se ha vivido dentro de sus muros, y que ha provocado actos de repudio y protesta ante sus puertas, algo que no constituye un buen preludio para estos encuentros o convenciones de signo nada evangélico, sino pura y descarnadamente político. Y 2º), el escándalo de que creyentes, que lo son oficial y públicamente por su condición religiosa, en lugar de ocuparse en proclamar el perdón, el amor fraterno y la relatividad de cualquier situación socio-política, den a ésta mas relevancia que a los valores evangélicos. Y lo mismo pienso de otros cristianos, pública y oficialmente creyentes, como ciertos obispos que declaran la unidad nacional de la nación que sea, la nuestra, por ejemplo, como un valor moral absoluto. Me fijo en lo que dijo el Señor Jesús, «Entre vosotros, que no sea así».