La plaza de la Puerta del Sol de Madrid (y las calles aledañas) estaba a rebosar. Y, de pronto, antes de las doce se hizo el silencio. Un silencio profundo, casi de oración. De oración, sin duda, para muchos cristianos que allí estábamos. Con el símbolo de la cinta en la boca. Y al rato, estalló el silencio en un grito: «El pueblo unido jamás será vencido». Y así, repetidamente. Gritos y silencios. Silencios y gritos. El grito mudo. En un clima de fiesta y de ilusión.
Porque, al contrario de otras muchas manifestaciones, se respiraba compañerismo, confraternidad. Buen rollito, que dicen los modernos. Y lo más sorprendente, a pesar de que a los allí presentes nos llaman los «Indignados», a pesar de que el movimiento surgió del ‘Indignaos’ de Hessel, más que indignación lo que se palpaba y se olía era ilusión. Y, por supuesto, nada de colera.
Ilusión de compartir con otros los mismos ideales de regeneración democrática, de unos políticos realmente al servicio del bien común y no al de sus propiso intereses o el de sus partidos. Ilusión de ver que, por fin, el pueblo clama, sin ira, pero reivindica sus derechos pisoteados por una democracia más virtual que real. Ilusión de ver que la gente salta por encima de ideologías (había personas de derechas, de izquierdas y de centro en mi propio grupo), para pedir a los partidos que cambien, se conviertan y atiendan el clamor del pueblo…Y plasmen ya sus peticiones más importantes.
Me sentí a gusto en Sol ayer por la noche. En una gran liturgia laica del anuncio y de la denuncia. ¡Qué cerca está todo esto de los grandes valores del Reino! España ha recobrado la voz. El pueblo pide (y exigirá cada ve zcon mayor contundencia) sus derechos. Ha nacido una revolución moral. Una revolución que construye país y que nos acerca al Reino. Ayer, en Sol, me sentí más ciudadano y más hermano de mis hermanos. Crear fraternidad es crear Evangelio.