[Continuación. Lea la Parte I]
Retornemos al imaginario del aparato clerical católico. El Dios que sujeciona absolutamente (porque no obedecerlo es pecado castigado con la última muerte) se expresa por medio de la única iglesia revelada, la católica. Ésta se sigue de los apóstoles y Dios se ha desposado con ella.
Posee así el monopolio de la revelación y del discernimiento de lo que Dios quiere o rechaza (criterios ético/morales). El aparato clerical se reclama comunitario, pero su lógica interna es vertical, monárquica, con un estamento ‘superior’, el «ordenado», y una «masa laica» a la que se desagrega internamente (en los últimos lugares se encuentran las mujeres jóvenes). Al monopolio de ‘la’ verdad moral (obedecer en todo a Dios y a sus ‘sacerdotes’) se liga el monopolio del discernimiento ético y con ello el monopolio de la configuración de pecados y herejías y también de dispensas, perdones, indulgencias y recompensas.
Ya no se trata de un Dios sujecionador, sino de un implacable aparato terrenal que presenta su ‘autoridad’ sagrada como inapelable y, al mismo tiempo, la ofrece como «servicio». Porque se ama al ser humano, siguiendo órdenes de Dios/Padre, se le disciplina, prohíbe, persigue o, encogido, se le acoge. Culturalmente este autoritarismo es señorial: el aparato clerical es Madre y Maestra (e internamente, para sus miembros, Gestapo, Congregación para la Doctrina de la Fe (la única), Inquisición. En las sociedades modernas no puede perseguir y asesinar a los «herejes» porque sería un delito, pero se arroga la capacidad para liquidarlos simbólicamente, culturalmente. El autoritarismo señorial del aparato clerical es también patriarcal y adultocentrado.
En América Latina, etnocéntrico (Europa). Todas las discriminaciones, nunca reconocidas como tales, contra laicos, mujeres, jóvenes, niños, pueblos indígenas, homosexuales, pobres/miserables, ancianos son presentados como «servicios» de caridad. Se les discrimina por su ‘naturaleza’ y porque la Iglesia los ama con ‘natural’ amor de madre. Quien te quiere (pero ama más a Dios y lo obedece) te aporrea. Discriminar, reprimir, aporrear, condenar culturalmente, asesinar incluso, es válido cuando se trata de apartar del pecado y del demonio.
La lógica autoritaria de este aparato sacerdotal de terror se presenta a los fieles como comunitarias liturgias de servicio. En la misa, los aporreados, que se consideran seguros en el templo, se dan la paz.
Los valores de discriminación contenidos por esta compleja pero siempre autoritaria lógica clerical pueden ser fácilmente asociados con el carácter oligárquico del sistema social, político y cultural de las formaciones sociales latinoamericanas. Este último, centrado en la exclusividad de la gran propiedad (que conlleva riqueza y prestigio excluyentes) requiere asimismo de una alianza con un ‘Dios’ clerical que en un mismo movimiento sancione las discriminaciones, las reproduzca, y las consuele.
La dominación oligárquica, en tanto tal, no ofrece consuelo, en particular para los sectores más vulnerables. Para ellos está el castigo, la represión judicial, policial y militar, el desprecio, las diversiones ‘de masas’. Si al arbitrio del señor le acomoda, las prácticas de discriminación, despojo, indiferencia, asco y violencia pueden ser desplazadas por una ‘simpatía’ azarosa y momentánea, nunca por el reconocimiento de derechos al «vulgo» o «chusma». Una cosa es la gracia benevolente del señor/señora y otra reconocer derechos a quienes son sirvientes, pueblo, mugre.
El aparato clerical católico, en tanto factor oligárquico, sirve como válvula de escape a la presión social que se genera por la violencia político-cultural y armada de la dominación oligárquica. Dios ama a todos porque todos son sus hijos. Y en su Reino metafìsico no existirá discriminación ninguna porque en él las almas someterán definitivamente a los cuerpos y a sus pulsiones, extravíos y aberraciones. No existirán campesinas tomas de tierras, digamos.
Es enteramente otro mundo y en él los humildes serán los primeros. La iglesia no distingue entre opulentos y empobrecidos, sino entre quienes siguen los caminos determinados por Dios y quienes los pierden o desprecian. Estos últimos son los pecadores. Los seres humanos, a los ojos del aparato clerical, se dividen básicamente en justos y pecadores. Todas las otras subdivisiones (arrepentidos, inocentes, impenitentes, aberrados, etc.) se siguen de esta división básica. ‘Pecadores’ son todos los que no asumen la sensibilidad y normativa de la «esposa» de Dios. Sospechosos de pecado, o al menos con alguna discapacidad moral que favorece al pecado, quienes no se aparecen por el templo a inclinar la cabeza y comulgar.
Quien no da limosnas ni ayuda a las finanzas del aparato clerical. Quien disiente de las opiniones clericales y, peor, quien, siendo ordenado en su seno, las critica y combate. Pero, sobre todo, quien no es humilde para asumir que su suerte es ‘natural’ y que solo podrá cambiar por la gracia de Dios (o de su santa corte) que todo lo puede, hasta el milagro. Se puede pedir/rogar, sujecionada oración mediante, mucho a Dios; excepto reverencia/temor/fidelidad absolutos, no se le puede dar nada aunque se le entregue todo. Los opulentos pueden ser caritativos y dar limosnas y traspasar bienes al aparato clerical.
Se les descontará de sus faltas, omisiones y pecadillos. Los vulnerables deben aceptar sin rechistar su condición en este valle de lágrimas, servir con lealtad y honradez a sus patrones, señores y empresarios, no atender a ideologías perversas, ser generosos y agradecidos con el Dios que envió a su Hijo a morir por ellos que no se lo merecían y que vuelven a torturarlo con sus pecados. Y, por supuesto, generosos y agradecidos con aparato clerical que representa a este Dios y a su Hijo. Por cierto, el aparato clerical católico traduce la filiación divina, como «ovejas».
La actitud ante este Dios generoso que todo lo puede desde el misterio de su gracia es idéntica a la que se debe tener ante Su Iglesia. Humildad y honra se deben a sus personeros, instancias, sacramentos y liturgias, hagan lo que hagan. Son sagrados. Indican con seguridad el camino terrenal al Cielo donde todo dolor será resuelto y transformado en dicha. Por tanto, obediencia. Comunidad de obediencia. Si se obedece, se posee la certeza de alcanzar el Cielo. En un mundo radicalmente incierto y precario para los vulnerables, el aparato clerical oferta seguridad: seguridad de la fijeza del rito, seguridad del agua bendita, seguridad de las formas. Seguridad en la ausencia de preguntas. Seguridad en el reconocimiento de la autoridad. Seguridad de llegar bien peinadito al cielo. Nada de darse sudorosa autonomía para crear un mejor sitio aquí en la tierra.
La gente humilde asocia, con plena justificación, esta seguridad ofrecida por el aparato clerical, con las buenas costumbres, con el orden, con los ‘modos cosméticos’ con que se simula la paz. En misa regular no se chilla, se canta. La liturgia la conocen todos: sin necesidad de ordenarlo (a lo más se les recuerda), todos de pie. Luego, todos sentados. Al rato, todos parecen rezar la misma oración. Deberían, porque el Dios que los está mirando tiene el terrible poder de escrutar los corazones.
Lo que importa sin embargo, es reparar en algunas señales sociales latinoamericanas: las madres humildes llevan a sus bebés a bautizar para que sean salvos. Y a sus niños preadolescentes al catecismo de la parroquia (un lugar seguro) para que «crezcan en las buenas maneras». Cuando retornan a sus aposentos (una o dos piezas a veces, encerradas por latas y cartones), tras la puerta las espera la imagen de la Virgen, siempre bella, o del Sagrado Corazón de Jesús. Ambos prolongan la seguridad del templo en los ‘hogares’. Con sus ‘favores’, anticipan el merecido e imperturbable Cielo, digamos.
La estabilidad de la violencia, el hambre y la exclusión es necesaria para la dominación oligárquica. Como sector social, los vulnerables no deben irritarse, menos organizarse. Pero el convencimiento de que esa estabilidad es necesaria también para ‘salvarse’ es tarea o función central del aparato clerical católico. Éste procura la internalización por la gente de esa necesidad. En eso consiste su ‘evangelización’. Que la gente asuma con humildad y resignación y temor de Dios las miserias de este mundo. Con confianza en que desde ellas brincará al Cielo. Que no crea en sí misma nunca (es el pecado de soberbia), sino que deposite su esperanza y sueños en ritos, misterios, liturgias y mandas a los personajes santos.
Que haga de este traspaso o transferencia de poderes (desde la irritación hasta la sumisión) parte de sus identificaciones sociales, parte nuclear de su existencia cotidiana: «Si mis hijas se prostituyen, es porque el Maligno (o el pecado, comunismo, o Castro o Chávez), han entrado en ellas y ellas lo han permitido. Alabado sea Dios y malditos todos los otros». Solo la lógica de las mercancías y el mercado capitalista (ganadores y perdedores) puede gestar una sensibilidad y un mundo tan maniqueamente violento como éste y venderlo como felicidad en el consumo en un caso y apacentador servicio religioso en el otro.
En el templo, en efecto, muchos pueden experimentar una soledad apaciguada y deudora. Las catedrales suelen ser amplias, calladas, y sus figuras abren los brazos como para estrechar a quien sufre porque necesita amar y no se lo permiten. O necesita ser amado y no lo consigue. La soledad y el dolor apaciguados pueden traducirse como consuelo. Consuelo del alma porque el cuerpo se queda fuera del templo o debe ocultarse bajo las ropas. El templo también opera el exorcismo de anular al cuerpo, esa fuente de dolor desconfiado, ese núcleo de recelo, de buscar a otros, de gritar y golpear fuerte. O de aullar de ira porque al menos en América Latina ningún vulnerable se merece este ‘valle de lágrimas’ cualesquiera sean los cielos que lo compensen.
La perversidad del aparato clerical católico puede medirse por la fiereza con que busca anular el cuerpo humano. Es así, porque muchos empobrecidos solo tienen sus cuerpos. Sus ‘vidas’ las han entregado al latifundista, a la relación salarial, al desempleo, a los sacerdotes y sus liturgias de ‘sanación’. Su cuerpo les dice sin engaño posible que sufren, que son escupidos, que a nadie le importan. Pero también su cuerpo, por contraste, les anuncia la posibilidad de la ternura, de la fiesta, del reconocimiento y acompañamiento humanos. Cuando se encuentran, los empobrecidos se estrechan con fuerza como si hubiesen estado extraviados. Y cuando van a la lucha social sus cuerpos enlazados, en hileras o bloques, son su principal, cuando no única, arma de resistencia y combate.
El aparato clerical busca que atribuyan a sus cuerpos el pecado, la lujuria, la soberbia. La oración desvanece los cuerpos, sus ansias, sus deseos. Sin ningún conflicto la Virgen María, ese cuerpo que ignora las relaciones sociales, encabeza los densos disciplinados cuerpos militares de la oligarquía, los bendice, santifica sus armas, los conduce a la Reina de las Victorias. En la televisión, un
sacerdote gritará, mientras en calles urbanas y caminos rurales, se asesina y aplasta a los pobres: «No teman a quien mata los cuerpos, sino a quienes buscan matar sus almas». La lucha social mata el alma. El comunismo. La organización sindical. El gremio de maestros. El frente campesino. El hondureño pastor Evelio Reyes nunca ha estado solo en América Latina.
Cuando se ha exorcizado y desvanecido los cuerpos y sus relacionalidades resulta sencillo flotar o levitar por encima de ellos como «conciencia ética». El aparato clerical católico, autodeclarado virgen esposa de Jesús, discierne desde arriba (desde el Cielo, exactamente) los conflictos, media, «pacifica», desarma. Proclama la paz, condena la violencia, venga de donde venga. Los valores populares que sostienen la lucha social claramente reclamable sin duda contendrán violencia.
Pues se les condena. Si es del caso, se justificará la represión que los pulverizó porque se había «roto» el orden y por allí amenaza Satán. Es cierto, se ora por los muertos y se consuela a sus familias. Pero previamente ejército y oligarquía y medios se han asegurado que esos muertos no gritarán ni blandirán sus puños ni levantarán cabezas y, si pueden, que no tendrán hijos. Un Jesús que hoy resucitara a dirigentes sindicales, líderes campesinos, indígenas mutilados o que proféticamente reuniera grupos populares para recordarles su autonomía, su capacidad para «sanar este mundo» como manera propia de preparar el próximo, no sería aceptable.
A él y a sus seguidores se les declararía, locos, impostores, delincuentes, subversivos. Habría que crucificarlos. El aparato clerical pondría maderos, clavos, martillos, piadosos ojos en blancos y escondidos suspiros de alivio. Desde estos suspiros organizaría un tedeum.
Cuando se disuelve el cuerpo, se abre la puerta a la hipocresía y mojigatería. El aparato clerical es hipócrita y mojigato y lo sabe. Esto también lo diferencia de los aparatos militares y demás cuerpos políticos de la oligarquía. Éstos no son mojigatos. Saben lo que hacen y no experimentan como sector ningún remordimiento cuando explotan, aturden, persiguen y destruyen. Entienden que su violencia ‘es santa’ por propia y que redime.
La cuestión de la hipocresía de los poderosos en América Latina, cuya vertiente es clerical, toca otro punto básico del ethos sociocultural. La gente dice que sí al aparato clerical católico y se entrega a él pero no lo entiende ni obedece. La razón es que se entrega por temor a perder incluso la posibilidad de una vida eterna y, más prácticamente, porque el aparato ‘sagrado’ puede conceder ‘favores’ o extender mantos y quemar incienso para disimular el hedor de las injusticias sociales. Pero la gente tiene su existencia como puede. Y si le dicen que su cuerpo peca o sus deseos pecan o su imaginación peca, pues lo confiesa y ya.
Es dudoso que se arrepienta porque continúa utilizando condones, continúa falseando el peso de lo que vende, continúa sus adulterios, continua traduciendo como prójimos solo a quienes, siendo como él o ella, están con él o ella en sus faltas y delitos. En ningún sector social se lleva el catolicismo a la totalidad de la existencia cotidiana. Penetra superficialmente allí por intersticios. Se es católico en el templo. Fuera de él, la vida dirá. Vale para militares y sicarios. Y para políticos y empresarios. Y hasta para muchos ‘sacerdotes’. El desafío de la hipocresía se vincula de esta manera con un catolicismo epidérmico y con una muy extendida doble ‘moral’. El aparato clerical lo sabe. Pero tiene para su mercadeo la herramienta de una fácil confesión (conversión, arrepentimiento, reparación) sin arrepentimiento ni reparación efectivas.
Es el desafío laico o secular y militar de la impunidad. Ahí verá este Dios que hace con ella. Porque el aparato clerical lo utiliza sin asco. Un solo ejemplo: simula reconocer (contadas veces) los «excesos» cristianos de la Conquista de América, pero no se arrepiente por ellos ni mueve un dedo para repararlos. De paso, los atribuye a acciones individuales, no institucionales. Carga esa «herencia de pecado» en este subcontinente sin ningún problema. Fue la voluntad de Dios. A los indios se les hizo un bien matándolos, robándoles, esclavizándolos.
Uno de los medios oblicuos para disipar el cuerpo y sus deseos, consiste en escamotear las relaciones sociales o, si se quiere, la sociohistoria. Fieles y herejes son individuos. No existe pecado social ni institucional. Cada cual es culpable, en tanto individuo, de fallarle a Dios. Una transformación social, una reforma agraria pequeño-campesina, por ejemplo, o la liquidación del imperio patriarcal, que no contenga a la ‘verdadera iglesia’ en los corazones de los individuos (o sea al Dios de los grandes propietarios y al machismo señorial) es una extravagancia y un fracaso. La gente requiere de esas autoridades señoriales (o cualquier otra, siempre que sea implacable y se apoye en el aparato clerical) para no extraviarse.
La gente sin tutela o contención extravía sus almas en la concupiscencia de la idolatría. Es sencillo entender por qué el aparato clerical en América Latina respalda los golpes de Estado y pone los ojos blancos y se da con una piedra en el pecho ante el terror de Estado, pero no toma ninguna acción efectiva para detenerlo y castigarlo. Su reino es de este mundo, pero el aparato clerical afirma que no. Y en América Latina, ‘este reino’ es muy frágil tanto social como jurídicamente. ¿Como un factor del poder oligárquico no estaría con él en las contadas duras y relamiéndose y admirándose en el espejo en las constantes maduras? Le va en ello lo que ha sido su existencia. No quiere aprender a mirarse de otra manera. Apuesta al orden antihumano (idolátrico por ello) de las oligarquías y sus ejércitos porque desconfía, a veces hasta entrar en pánico, del cambio.
Por supuesto, en el amplio radio de acción e incidencia del aparato clerical (en América Latina beatería y fe religiosa viva andan por todos lados), se dan excepciones, programas, documentos personalidades y acciones proféticas, sinceras, reales testimonios en busca de la justicia y la paz, mártires y héroes. Pero se presentan aislados, no responden a la lógica del aparato clerical ni tampoco se han liberado radicalmente de su fardo ideológico, no acumulan y no poseen un peso estadístico que favoreciera su análisis como tendencia hacia una transformación radical de la experiencia católica de la fe religiosa (sin duda antievangélica). Mostrar, desde un referente hondureño y a partir del reciente golpe de Estado, que esta otra manera de experimentar la fe es factible corresponde al último apartado de este trabajo.
3.- Dos documentos católicos ante el golpe empresarial/militar en Honduras
Ya se señaló que en los días inmediatos de julio, tras el golpe, se dieron dos pronunciamientos con distinta interpretación de lo ocurrido en Honduras. Uno, el Mensaje de la Diócesis de Santa Rosa de Copán, suscrito por su obispo Luis Alfonso Santos, y el otro, un Comunicado de la Conferencia Episcopal de Honduras, «Edificar desde la crisis». Haremos un tipo de lectura ideológica de ambos documentos para mostrar sus posicionamientos diversos y encontrados e indicar, con este procedimiento cómo, entrado el siglo XXI, se dan grietas al interior del imaginario del aparato clerical católico contra su lógica autoritaria y también a causa de ella, principalmente por la distancia que muestra en relación con la realidad socio histórica de los pueblos latinoamericanos. El examen no será exhaustivo, por razones de espacio. Se comenzará con el segundo texto en el tiempo, por tratarse de un documento más tradicional u ortodoxo.
El posicionamiento de la Conferencia Episcopal de Honduras sobre el golpe de Estado de junio del
2009
El Comunicado de la Conferencia Episcopal fue leído a todos los hondureños por el Cardenal Óscar Rodríguez quien hizo además un aporte personal al texto. A su aporte individual nos referiremos más adelante.
El documento es un comunicado de 20 párrafos gramaticales, organizados en tres apartados (No existe ruptura institucional; Aprender de los errores y Llamamientos especiales) cuyos núcleos temáticos son:
En «No existe ruptura institucional»:
a) la afirmación tajante de que en Honduras no existió un golpe de Estado: «Todos y cada uno de los documentos que han llegado a nuestras manos, demuestran que las instituciones del Estado democrático hondureño, están en vigencia y que sus ejecutorias en material jurídico-legal han sido apegadas a derecho (Š) Los tres poderes del Estado, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, están en vigor legal y democrático de acuerdo a la Constitución de la República de Honduras».
En este núcleo (y en todo el documento) se evita mencionar por su nombre al Presidente Zelaya. La despersonalización se realiza mediante dos paráfrasis elusivas: «la persona requerida», «ciudadano Presidente de la República de Honduras». Tampoco se mencionan los nombres de los dirigentes golpistas. Se los esconde mencionando instituciones: Corte Suprema de Justicia, Tribunal Supremo Electoral, Ministerio Público, etc.
Para los obispos, la inexistencia de un golpe se sigue de que en el momento de su «captura» (en verdad secuestro de su casa de habitación por personal militar o paramilitar) la «persona requerida» ya no fungía como Presidente de Honduras por estar acusada de «contra la forma de Gobierno» (sic), «traición a la Patria», «abuso de autoridad» y «usurpación de funciones».
Los obispos declaran que llegaron a la conclusión antes expuesta al buscar información en las «instancias competentes del Estado», es decir acudieron a fuentes «oficiales» aunque en esos momentos también golpistas.
El subtítulo, «Aprender de los errores para enmendarlos en el futuro», contiene los núcleos:
b) la Conferencia Episcopal cree merecer una «explicación» por lo «acaecido el 28 de junio», día del golpe de Estado (secuestro y expulsión de Zelaya). Los obispos vuelven a evitar mencionar tanto a Zelaya como al golpe;
c) Todos lo hondureños son responsables por la injusticia social. Pese a ésta, la Conferencia afirma creer que Honduras ha sido y quiere seguir siendo un pueblo de hermanos «para vivir unidos en la justicia y la paz»; un camino para ayudar a Honduras a superar la injusticia y la inequidad es la globalización de la solidaridad;
c) La justicia y paz internas se conseguirán escuchando las opiniones de los demás y entablando un «verdadero diálogo entre todos los sectores de la sociedad». La meta es dar con soluciones constructivas;
d) Es fundamental respetar el calendario del Tribunal Supremo Electoral para las elecciones de noviembre próximo (2009);
En los llamados especiales:
e) a los dirigentes políticos que han tenido o tienen en sus manos la conducción del país se les invita a «no dejarse llevar por los egoísmos, la venganza, la persecución, la violencia y la corrupción». Se observa que siempre se puede «buscar caminos de entendimiento y reconciliación»;
f) a los grupos sociales, económicos y políticos se les exhorta a superar «reacciones emotivas y a buscar la verdad». Los medios de comunicación deben «expresar su amor por Honduras» buscando la pacificación y serenidad del pueblo. Deben ‘dejar de lado los ataques personales’ buscando el bien común;
g) a la población en general se la invita a continuar en un espacio de participación respetuosa y responsable entendiendo que «todos podemos construir una Honduras más justa y solidaria, con el trabajo honesto;
h) a la OEA se le pide prestar atención (monitorear) a todas las ilegalidades ocurridas antes del 28 de junio y no sólo desde esa fecha. El pueblo hondureño se pregunta por qué la OEA «no ha condenado las amenazas bélicas» contra Honduras. La OEA «se limita a proteger la democracia en las urnas, pero no le da seguimiento a un buen gobierno». Así, de nada servirá reaccionar tardíamente ante las crisis;
i) a la comunidad internacional se le manifiesta el derecho de Honduras a definir su propio destino sin presiones unilaterales y a buscar «soluciones que promuevan el bien de todos». Se rechazan «amenazas de fuerza o bloqueos que solamente hacen sufrir a los más pobres»;
j) se agradece a los hermanos y hermanas de muchos países por su solidaridad y cercanía que «nos proporcionan horizontes de esperanza en contraste con actitudes amenazantes de algunos gobiernos».
Se concluye que la situación actual puede servir «para edificar y emprender un nuevo camino, una nueva Honduras». No debe servir, en cambio, para agudizar la violencia, sino como punto de partida para el diálogo el consenso y la reconciliación que «nos fortalezcan como familia hondureña» de modo de emprender un camino de desarrollo integral para todos los hondureños y hondureñas.
Se exhorta finalmente «al pueblo fiel a intensificar la oración y el ayuno solidario (sic) para que reine (sic) la justicia y la paz».
Los interlocutores de este comunicado de los obispos son de dos tipos: hondureños e internacionales. Dentro de los hondureños distinguen a los dirigentes de los dirigidos, al pueblo fiel y a los medios de comunicación. Se los engloba bajo la expresión «familia hondureña». Los internacionales son favorables y desfavorables. Entre estos últimos están quienes amenazan y agreden y quienes desatienden sus responsabilidades y ‘desnaturalizan’ su mandato (OEA). Los favorables son los ‘hermanos’ (¿de fe religiosa?) que expresan su solidaridad con los golpistas y les manifiestan su inquietud por Honduras.
Una primera aproximación nos dice que el comunicado de los obispos prácticamente reproduce letra por letra el posicionamiento golpista básico. No es extraño porque sus fuentes de información son las instituciones del Estado en las que se tramó el golpe (creación de la sensibilidad golpista y orquestación del mismo). Los obispos no solo defienden la continuidad del Estado de derecho sino que la vigencia de un régimen democrático de gobierno. Su mismo texto entra en conflicto, sin embargo, con esta versión. Si a Zelaya se le presumían delitos como abuso de autoridad y usurpación de funciones, por qué en lugar de comunicársele la indagatoria (y apresarlo incluso para evitar su fuga eventual) se le secuestró y sacó del país el 28 de junio.
Los obispos mismos solicitan una «explicación». Y si el orden institucional se mantenía incólume ¿por qué hablan de «crisis políticas, económicas y sociales» y llaman a los dirigentes a no «dejarse llevar por los egoísmos, la venganza, la persecución, la violencia y la corrupción»? Parece al menos que el orden institucional se resquebrajó en Honduras tanto como para pensar que el país se ha dividido en Capuletos y Montescos. ¿Y por qué llamar a los medios a «buscar la pacificación y serenidad de nuestro pueblo» si esta paz y serenidad no ha sufrido mella? Además, en su aporte ‘personal’ al comunicado de los obispos, el cardenal Óscar Rodríguez pidió a Zelaya dramáticamente no regresar al país para «evitar un baño de sangre». ¿Se compadece esta exhortación con la perfecta estabilidad institucional?
Obviamente los obispos están hablando más de sí mismos y de sus intereses que de lo que está ocurriendo en Honduras. En este punto, su comunicado dice: «No nos gustaba el comportamiento de Zelaya. Es bueno y justo para nosotros (y para el país) que lo hayan botado del Gobierno». Y como consolación: «Nos sirve para empezar de nuevo». Este último mensaje, «empezar de nuevo» también indica que los obispos reconocen que se ha producido una ruptura. Solo que el responsable de ella es el innombrable, «la persona requerida», el «ciudadano Presidente». Que Zelaya haya sido en parte responsable político de la activación del golpe de Estado puede tener elementos de verdad. Pero como lo que se discute es si se dio o no un golpe contra él, pues la constatación de los obispos de que «no ha pasado nada» resulta falsa, aunque conveniente para sus intereses. Es decir, se trata de la declaración cómplice de un sector golpista.
A esa primera aproximación se pueden agregar elementos de análisis menos obvios. Si la declaración de los obispos es la declaración cómplice de un sector golpista, esto los transforma al menos situacionalmente en factor del statu quo oligárquico. Mostrar que no solo son factor situacional de él, sino también estructural, no puede hacerse con los reducidos elementos (fuentes) de este análisis. Pero sí puede mostrarse cómo aparecen en esta situación los factores estructurales que llevan al aparato clerical católico a pronunciarse a favor del dominio oligárquico institucionalizado y a rechazar su alteración.
El ‘naturalismo ético’ está claramente presente en el llamamiento de los obispos a «buscar la verdad». No se trata de producir una verdad sino de ‘la’ verdad que reside en las cosas porque Dios la ha puesto allí. O sea, la ha puesto en el establishment. Este se presenta con errores, disfunciones (derivados del pecado humano), pero sin conflicto sistémico porque éste no existe en el plan divino (sería un principio de desorden y caos equivalente a la ‘desnaturalización’ de la realidad, a su existencia aberrada, demoníaca, que solo puede llevar a la destrucción y la muerte). Por eso, detrás del establishment, o por encima de él, como se desee, existe un orden natural de paz, bien común y justicia. Por injusta, violenta y sectaria que haya sido la realidad sociohistórica de Honduras, existe una matriz objetiva y divina (la realidad ‘verdadera’ del mundo que, además es trascendente y teleológica) que, sin cambiar la naturaleza de las cosas, puede hacer surgir una Honduras justa, pacífica y comunitaria (Bien Común) o al menos equilibradamente societaria.
Los fieles católicos pueden contribuir a ello con la oración y el ayuno. Los dirigentes, renunciando al pecado (egoísmo, venganza, corrupción, por citar tres). Los obispos, indicando éticamente el camino. Se trata de una transformación de los corazones que atienden o desean atender al llamado del aparato clerical católico (que aquí se presenta como un aparato de poder): este llamado es tanto a la conversión como a la renuncia a reconocer como real una conflictividad sistémica en la creación divina y en las particularidades sociales con que se pone de manifiesto en Honduras. Obsérvese la diferencia respecto del planteamiento de la canción de Michael Jackson. Para éste, la conflictividad sistémica (de clases sociales, por ejemplo, o derivada del dominio de sexo/género) existe porque la realidad social no la hizo (produjo) Dios sino los seres humanos y puede y debe ser cambiada porque en otro sitio, producido con amor, es decir sin dominación sistémica, no se darán ni penas ni terror. Y será bueno.
En el enfoque del aparato clerical católico, tributario del naturalismo ético, la existencia puede ser empobrecedora y terrorífica (para muchos hondureños lo es, realmente), pero se trata de un efecto del pecado. Se puede cambiar esta realidad, pero siguiendo la voluntad de Dios (que es idéntico al pronunciamiento ético/político de su única Iglesia), es decir como continuidad de las cosas (‘naturales’ y sociales), pero si se fracasa (porque siempre habrá pecado), Dios recompensará con la salvación y el Cielo. Y la salvación y el Cielo son en este mundo monopolio del aparato clerical católico. Como se advierte, al igual que en los casinos, la Casa Gana Siempre.
Quienes pierden siempre, en cambio, son quienes buscan cambiar las relaciones autoritarias ‘establecidas por Dios’. Socialistas, campesinos, zelayistas, obreros, castristas, mujeres, jóvenes, indígenas, chavistas, etc.
Un botón: por todo lo anterior es que la declaración de los obispos culmina con la enunciación de la «familia hondureña». Se recurre a ella porque se la imagina y transmite como un espacio ‘natural’, continuo, regido por los valores eternos de la castidad, la procreación y el cuido de los hijos. La familia ‘natural’ carece de conflictos (excepto las disfunciones derivadas de la desobediencia a los padres o a la separación entre los hijos, todas ellas derivadas del pecado, en especial el egoísmo y la lujuria) y las naciones, Honduras, deben prolongar el modelo familiar porque así es la voluntad divina. En la familia y en el país, por supuesto, constituye una aberración intentar cambiar la autoridad depositada en la correcta jerarquía de las ‘cosas’: gobernantes y gobernados, varones y mujeres, padres e hijos, iglesia ‘verdadera’ y sectas, etc.
Se trata de un discurso conservador, y para las condiciones de Honduras, reaccionario, puesto que el golpe que los obispos defienden paraliza (y quizás destruye) algunas transformaciones elementales del statu quo oligárquico que favorecían a campesinos y trabajadores y en el mismo movimiento los golpistas hacen entrar en crisis a la débil institucionalidad con que se pretendía avanzar hacia un Estado de derecho y un régimen democrático de Gobierno.
Parte de la crisis se produce por el exaltado reingreso de los aparatos militares hondureños como ‘guardianes’ del orden. Aparecen así al menos tres factores que expresando la ley natural (Dios) se ubican ‘por encima’ de las instituciones sociohistóricas hondureñas: la conciencia ética de los obispos, la acción militar correcta, y la trama económico-social-cultural y geopolítica determinada por el vínculo entre la globalización de la forma mercancía y el dominio oligárquico y neoligárquico en Honduras. Se trata de una ley natural y divina con claros nombres y apellidos sociohistóricos.
Una última mención al naturalismo ético (con claros efectos políticos) que sostiene el comunicado de los obispos. En este discurso, los valores (lo apetecido y bueno, por verdadero y trascendente) no surgen desde la existencia humana sino que ‘caen’ desde arriba con poder inapelable sobre esta existencia. Así, los valores, aunque no se practiquen en la vida (el Bien Común, la solidaridad, la paz, etc.) tienen vigencia porque expresan la objetiva voluntad divina. Son la verdad del mundo aunque no se practiquen del todo aquí en la tierra. Se cumplirán para los fieles o los justos allá en el Cielo.
El efecto central de este posicionamiento es la desvalorización de la existencia inmediata (y de las relaciones sociales que involucran a los cuerpos) sobredeterminada por factores metafísicos (más allá y por encima de la existencia sociohistórica) para discernir entre lo apropiado y lo inapropiado, lo justo y lo injusto, lo ‘bueno y lo ‘malo’. Lo ‘bueno’ resulta así impuesto a la existencia en tanto no surge desde ella y aunque no se lo sienta/viva de manera alguna. La solidaridad efectiva, por ejemplo. O la castidad sexual.
Estos factores metafísicos que constituyen la realidad social y política son básicamente Pecado y Cielo (salvación). Se personifican en el Demonio y Dios y su corte. Ahora Dios (el único verdadero) y Pecado son administrativamente monopolio del aparato clerical católico. Bajo este esquema, la noción de ‘responsabilidad’ (utilizada en el texto) se convierte en la noción de «culpa». De esta manera, una fórmula que tiene un alcance positivo «Š dijimos que todos somos en mayor o menor medida responsables de una situación de injusticia social», se traduce como todos somos culpables de pecado, todos somos pecadores, excepto la institución católica.
Sus personeros pueden pecar en tanto individuos de carne y hueso, pero la institución, por sus esponsales con Cristo/Jesús, no. La institución está animada por el Espíritu Santo. La lógica de la institución, su espíritu, no peca nunca. Por el aparato clerical católico, ahora identificado con la institución que salva, no se arrepiente tampoco nunca. En tanto institución está por encima del Bien y del Mal. D esta manera, puede absolver a los pecadores aquí en la tierra. Y extender el perdón (o sea la impunidad) a los militares y políticos golpistas (violadores de derechos humanos, entre otras violencias) sin arrepentimiento ni reparación ningunos.
Como se advierte, sí existe una (varias, en realidad) violencia legítima para estos apóstoles de la paz familiar. No estamos hablando de cualquier monstruo. Una tarea del aparato clerical católico es señalar e introyectar en la gente, en especial en sus fieles, la necesidad de la violencia oligárquica y militar para salvar al mundo querido por Dios para América Latina. Esta función se amplía a la invisibilización de la violencia del sistema de las instituciones excluyentes y autoritarias. Esta violencia consentida, necesaria, deseable, es llamada paz y solidaridad. Desde esta violencia permanente, deshumanizadora, es que el aparato clerical católico convoca a reconciliarse.
Todavía una palabra sobre el aporte individual que el Cardenal Óscar Andrés Rodríguez hizo a la Declaración de la Conferencia Episcopal. En realidad el documento fue leído por él en su totalidad, en cadena de televisión (financiada y producida por los golpistas que tenían bajo control a los medios). Pero él se permitió, además, un aporte de su cosecha cardenalicia al apoyo clerical al golpe militar.
La coreografía de la presentación en televisión del cardenal fue rigurosamente orquestada. El cardenal, adecuadamente maquillado, hablando desde un tipo de púlpito, escoltado por las banderas de Honduras y El Vaticano, ataviado con los signos externos de su «fe», estricto negro del hábito, el pequeño cuello blanco, y una cruz probablemente de plata, grande, elegante, cayendo desde su cuello en cadena hacia el centro de su pecho. El detalle salvífico, una imagen, enmarcada, de Cristo/Jesús en cuerpo entero y resaltando su corazón misericordioso y leal. Impecable.
Se necesitaba algo así para la perversidad personal de su intervención. A diferencia del documento de los obispos, él designó por su nombre al presidente depuesto. Lo llamó «el amigo José Manuel Zelaya». Agregó el cardenal que él sabía que este amigo «amaba la vida, respetaba la vida» y le recordó que hasta ese momento no había «muerto ni un solo hondureño». El retorno de Zelaya (el cardenal daba su alocución el 3 de julio), según Rodríguez, podría desatar «un baño de sangre».
Como Zelaya no era respaldado por ejército ninguno, este baño de sangre solo podía aludir a la represión militar y policial contra la población hondureña que organizada o espontáneamente apoyaba el retorno de Zelaya. El cardenal hacía culpable de esta represión brutal al presidente depuesto. Exoneraba enteramente a militares y policías y a los políticos y empresarios golpistas por una eventual masacre y hacía recaer la violencia asesina en quien retornaba legítimamente a su país a reclamar sus derechos y aceptar las responsabilidades si era ello lo que correspondía. Lo hacía desde su ‘pedestal’ ético de Cardenal de Dios.
Obviamente se trataba de un chantaje doble: «Mira «amigo» Zelayita, decía el cardenal, «si te apareces por aquí te vamos a matar a ti y a tu familia y a tus seguidores, campesinos, trabajadores, estudiantes, y vamos a confirmar para siempre el orden que nunca debiste desafiar. Así que piénsalo. Porque además esa matanza tiene el apoyo de la Iglesia y de Dios. No la queremos masiva, pero si tú la exiges, será».
El aporte ‘personal’ (clerical en verdad) de Rodríguez, no se quedó allí. Recordó en su interpelación a Zelaya que cuando asumió la Presidencia juró «No robar, no mentir, no matar». En el contexto antes reseñado, el cardenal decía a Zelaya, a quien la Conferencia Episcopal calificaba de delincuente, que «ya había robado, ya había mentido y que ahora mataría. Y que sería adecuadamente liquidado por ello».
Y todo esto lo decía el Cardenal emperifollado en sus vestidos clericales y el símbolo de la cruz y el martirio y teniendo como fondo el corazón generoso de Jesús y las banderas de La Patria y El Vaticano: el Estado y Dios, ambos con poder de muerte.
¿Quién dijo miedo? ¿Alguien musito siquiera o tartamudeó conciencia ética?
Si la descripción del aporte personal del Cardenal parece dura en exceso (¿podrá ser un ‘hombre de iglesia’ ruin y canalla?), es bueno recordar que el documento de los obispos, que Rodríguez tenía en las manos, le ofrecía una opción de discurso enteramente distinta, opción que podría hasta haber pasado por evangélica. Rodríguez pudo decir: «Señor Manuel Zelaya: según las leyes hondureñas usted ha cometido delitos graves y debe ser juzgado por ellos. Si desea retornar a nuestro país como un ciudadano, este Cardenal y mis hermanos obispos y los fieles que deseen acompañarnos le aseguramos su integridad personal hasta que llegue usted a manos de la justicia y estaremos atentos en todo momento a que se respeten los derechos que tiene como hondureño.
Asimismo, como obispos, nos comprometemos desde ya a resguardar y a proteger a sus familiares más cercanos de cualquier acción que los amenace o viole sus derechos de ciudadanos en un país apegado a derecho». Pudo haber agregado que él y los obispos asumían este compromiso, pese a resultar innecesario, como expresión de buena fe y caridad y con total confianza en las nuevas autoridades legítimas (los golpistas).
Esta declaración habría resultado inteligente aunque hipócrita, pero no brutal como la que realizó. Habría puesto políticamente a la defensiva a Zelaya, habría proclamado la buena fe y el apego a la institucionalidad del nuevo régimen, y hasta hubiera permitido irradiar en el país la imagen de un cardenal asumiendo su función de conciencia ética y con la sensibilidad del samaritano.
Por el contrario, la ruindad ventajista de las palabras del Cardenal no hizo sino confirmar que al menos él sí sabía que se había producido un golpe de Estado y que políticamente un eventual retorno de Zelaya tornaría más vigorosa la resistencia interna de la población que se oponía a los golpistas. Puesto que tuvo a la mano una mejor y coherente opción para debilitar la posición de Zelaya (a quien probablemente odia por razones personales) su aporte personal, además de ruin, puede considerarse estúpido. Que se haya reparado poco en ello se deriva exclusivamente de que, como cardenal, la gente ve en él y escucha en sus palabras, algo sagrado.
* Teólogo del DEI (Departamento Ecuménico de Investigación). Profesor de la Universidad de Costa Rica