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El día había sido agotador para aquel hombre que, pasados los ochenta, y con una enfermedad que lo debilitaba, había visto cumplido su sueño de inaugurar el Concilio. No habían sido fáciles los trabajos preparatorios. Y el mismo día había sido pesado, presidiendo una ceremonia larga y compleja. Se había mareado con el balanceo de la silla gestatoria. Era un anciano, y estaba enfermo.
El cuerpo se sentía cansado. Pero el espíritu joven de aquel hombre lo llevaba a considerar la responsabilidad del momento. En la plaza de San Pedro del Vaticano se habían ido congregando personas que, con antorchas, querían agradecer toda aquella dedicación a la iglesia y al mundo. ?l lo veía desde la ventana del despacho. Y dicen que, cuando su secretario le invitó a abrir las ventanas, no se lo pensó demasiado. Se hizo acercar un micrófono y, contemplando la luna llena de octubre que iluminaba el cielo de Roma, improvisó unas palabras que, con los años, serían conocidas como discurso de la luna.
Y que decía:
«Queridos hijos, escucho vuestras voces. La mía es una sola voz, pero resume la voz del mundo entero. De hecho, hoy, todo el mundo está representado aquí. Se diría que incluso la luna está contenta esta noche. Mirad como desde arriba observa este espectáculo, tan grande que la basílica de San Pedro, que ya tiene cuatro siglos de historia, no ha podido contemplar antes. Mi persona no cuenta. Soy un hermano que os habla, convertido en padre por la voluntad de nuestro Señor, pero todo ello, paternidad y fraternidad, son gracia de Dios. Hacemos honor a la impresión de esta noche. Dejémonos llevar por nuestros sentimientos como los seguimos ante el cielo y la tierra. Fe, esperanza y caridad, amor de Dios y amor a los hermanos, y así ayudar a todos a conseguir la santa paz del Señor, para gloria de Dios y de los hombres de buena voluntad. Cuando volváis a casa, encontraréis a vuestros hijos. Dadles una caricia a vuestros hijos, y decidles que esta es la caricia del Papa. Tal vez encontréis una lágrima para secar. Tened una palabra de apoyo para quienes sufren. Que sepan los afligidos que el Papa está con sus hijos, especialmente en las horas del dolor y de la amargura??.
Hoy hace cincuenta años que fue proclamado este discurso. El discurso de la sencillez con lo que Juan XXIII quiso dejar para todo el mundo un mensaje de esperanza y de serenidad. Y sin embargo, de profunda ternura. Recuerdo este discurso, a pesar de que yo tenía doce años. Recuerdo como al día siguiente, un día del Pilar en que Girona se despertó inundada, mi padre me lo explicó resumidamente … Y como él también me quiso transmitir esta caricia del Papa Juan.
DIARI DE GIRONA, 11 de octubre de 2012.