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El destino del planeta se juega en Copenhague -- Raúl Sohr

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Ojo con el mundo
En cuestiones de medio ambiente, no hay salvación nacional. No es posible parar huracanes en una frontera o llevar la lluvia donde se la necesita. Si en Copenhague no se fijan metas concretas para la reducción de emisiones y sólo emergen declaraciones de buenas intenciones, se habrá perdido una oportunidad que abrirá las compuertas a desastres mayores.

Faltan menos de cien días para una reunión decisiva sobre el futuro del planeta. En Copenhague, en diciembre, tendrá lugar el gran encuentro mundial para decidir cómo enfrentar el calentamiento global. Allí está previsto llegar a un nuevo acuerdo que reemplace al Protocolo de Kioto, establecido en 1997

A estas alturas existe un amplio consenso: los gases de efecto invernadero (GEI), con el CO2 a la cabeza, son producidos en su mayor parte por emisiones provenientes de actividades humanas. La saturación de la atmósfera con partículas de carbono redunda en lo que conocemos como el calentamiento global. Las consecuencias están a la vista: se derriten los glaciares, la Antártica y el Ártico, cambia los regímenes de lluvias, algunas regiones se inundan y otras padecen sequías. La agricultura sufre los efectos de estas alteraciones y faltan alimentos o se encarecen, hasta dejarlos fuera del alcance de los más pobres.

Algo que varios países latinoamericanos ya experimentan. Álvaro Colom, el Presidente guatemalteco, denunció que decenas de miles de sus compatriotas sufren de desnutrición. El país centroamericano ha sido golpeado, en repetidas ocasiones, por devastadores huracanes. La cadena de efectos provocados por el calentamiento global castigan con mayor fuerza a los países más pobres que, como es natural por su precariedad, carecen de infraestructuras adecuadas para enfrentar eventos climáticos violentos.

Más cerca de casa, en la región andina, se observa el derretimiento de los glaciares, la principal fuente de agua dulce en vastas zonas, que amenaza con dejar a 40 millones de personas en una situación que podría forzarlas a emigrar. Esta situación ya es perceptible en algunas comunidades agrícolas altiplánicas. Las ciudades más afectadas serán Quito, Lima, que ya tiene dificultades, y La Paz. Santiago cuenta con abundantes napas pero podría enfrentar problemas por el derretimiento del glaciar Echaurren, que aporta 70 por ciento de las aguas consumidas por la capital. De continuar la tendencia actual, el glaciar podría dejar de proveer en los próximos 50 años. Según la unidad de glaciares y nieve de la Dirección General de Aguas el glaciar Echaurren presenta, en períodos críticos, retrocesos de hasta doce metros anuales de sus hielos “eternos”. La situación del Echaurren es similar a la que afecta al 90 por ciento de los 1.700 glaciares inventariados en Chile. Al otro lado de la cordillera Buenos Aires en su condición de ciudad costera y fluvial, en la desembocadura del río de la Plata, podría sufrir los embates resultantes de la elevación del nivel de los mares.

Ningún gobierno en el mundo discute la gravedad de la situación. Las fricciones están en lo que cada Estado está dispuesto a hacer para evitar el creciente deterioro. Mantener el statu quo y permitir el aumento de las emisiones según lord Stern, comisionado por el gobierno británico para realizar uno de los más importantes estudios sobre el calentamiento global, costará más de cinco por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) mundial. Pero si las cosas empeoran y sube la temperatura planetaria por sobre los cuatro grados, se podría esperar desembolsos, por concepto de desgracias naturales, equivalentes al 20 por ciento del PIB. Para evitar las peores consecuencias, Stern es partidario de la medicina preventiva: fuertes medidas tempranas, aunque onerosas, compensan largamente los costos posteriores.

La reunión de Copenhague tiene por objetivo principal fijar las metas de reducciones en las emisiones de CO2. El nuevo gobierno japonés viene de señalar que Tokio se compromete con una reducción de 25 por ciento para el año 2020. Los países de la Unión Europea han dicho que reducirán sus emisiones al menos en 20 por ciento para la misma fecha, pero que estarían dispuestos a subir la cota a 30 por ciento si otros grandes países los acompañan con metas similares. Estados Unidos no ha fijado un porcentaje específico, pero el Presidente Barack Obama ha expresado interés en incluir a su país en un futuro acuerdo. China, que se la ha acusado de no cuidar el medio ambiente, ha dado un gran golpe de timón y ha acelerado sus planes para disminuir las emisiones. De hecho es uno de los países con el más vertiginoso desarrollo de las energías renovables no convencionales (ERNC).

Estados Unidos, en todo caso, tiene mucha responsabilidad por las dificultades actuales. Los enormes paquetes de estímulos económicos destinados a respaldar la banca, luego de la crisis desatada el año pasado por las deudas subprime, han drenado las finanzas fiscales de muchos países. Así hoy escasean los medios para las urgentes inversiones en nuevas tecnologías, destinadas a las ERNC, y para afrontar altos costos de abandonar en forma gradual los combustibles fósiles que causan los GEI.
En cuestiones de medio ambiente, no hay salvación nacional. No es posible parar huracanes en una frontera o llevar la lluvia donde se la necesita. En el pasado, los países productores de petróleo y las petroleras han hecho un efectivo lobby para impedir limitaciones al consumo del crudo. Si en Copenhague no se fijan metas concretas para la reducción de emisiones y sólo emergen declaraciones de buenas intenciones, se habrá perdido una oportunidad que abrirá las compuertas a desastres mayores. //LND

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