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La 2ª lectura del 3º domingo del tiempo ordinario, que leímos ayer, es profundamente esclarecedora en su descripción del papel del Espíritu en la Iglesia, y de la composición del cuerpo de la misma, y de los miembros. La trascribiré en sus párrafos y líneas que mas interesan al objetivo de este artículo.
«Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie: «Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? …
Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te necesito!» … Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros que carecían de él, para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso todos son apóstoles? O ¿todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de milagros? ¿Todos con carisma de curaciones? ¿Hablan todos lenguas? ¿Interpretan todos? (1ª Cor 12, 12-30)
En primer lugar nos sorprende la identificación Iglesia-Cuerpo de Cristo-Cristo. Esa idea instituyó, desde los albores de la Iglesia, la profunda e irrenunciable igualdad y dignidad entre todos los miembros de la Iglesia, que, cada uno en su sitio, y para cumplir su función, es miembro de Cristo: «vosotros sois el cuerpo de Cristo». Esta profunda y exacta afirmación es la sentencia de muerte de todo tipo de clericalismo, y, posiblemente, de todo tipo de clero como institución. Además, no hay mas que recordar la expresión de la oración antes de la unción con el santo Crisma en el bautismo: «Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que os ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, os consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seáis para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey». Es una magnífica oración, que revalida todo lo que la lectura de la 1ª carta a los Corintios nos había ya enseñado, y por eso me emociona que esa invocación antes de la unción crismal del Bautismo no haga rodeos, y afirme no solo que seáis para siempre miembros de la Iglesia, o del cuerpo de Cristo, sino que asegure, rotundamente, «y seáis para siempre miembros de Cristo».
Este es el sacerdocio profundo, podemos denominar, ontológico, los textos litúrgicos lo llaman «real, pontifical, que hace puentes», reservado solo a Cristo, y al que sus miembros, -de Cristo-, solo pueden pertenecer por participación del Señor. Convicción que convierte el «sacerdocio ministerial», que tanto promulgamos y exaltamos los clérigos, en un sacerdocio puramente administrativo y funcionarial. Y tenemos que reconocer, con sinceridad y humildad, los presbíteros de la Iglesia, a los que se nos llama «sacerdotes», que el sacerdocio ministerial no es el más importante, ya que ni el mismo Jesucristo lo ejerce, sino que el sacerdocio que interesa es el que describe de manera tan bella el prefacio de la fiesta de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote: «Que constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio».
Si el que perpetúa la Iglesia es el único Sacerdocio, y no hay otro, porque es único, no podemos introducir un sacerdocio ministerial como signo del que la Iglesia perpetúa, pues no es preciso, ni necesario, sino solo favorece la confusión. Que es la que tuvieron los jerarcas de la Iglesia a mitades del siglo IV, quienes, por el efecto «llamada» de los sacerdotes de los ritos paganos, establecieron otro sacerdocio parecido al que todos los pueblos ejercen en sus religiones naturales, y que no hubo en la Iglesia hasta la fecha que he señalado. Así como es bueno recordar que no hay ni un texto, ni uno, en el Nuevo Testamento, (NT), en el que se llame sacerdote, en el contexto cristiano, a una persona, o a cualquier ser humano: Solo Jesucristo merecía esa denominación. A partir de esa a), confusión, del peligro de ser considerado el Reino de Dios que Jesús predicó una Religión natural, o b), usurpación del sacerdocio participativo de todos los fieles, por el Espíritu Santo recibido en el Bautismo, y juntando esas dos desviaciones, confusión y usurpación, comienza en la Iglesia el terrible desvío y alejamiento de los valores evangélicos predicados por el Maestro.
En este inicio del Clero, y, por ende, del Clericalismo, en la Iglesia, nada concorde con la Palabra de Dios en el Nuevo Testamento, ni con la praxis de los tres primeros siglos de la Iglesia, se encuentran ya muchos de los abusos que irán apareciendo poco a poco, y jalonarán dramáticamente los siglos hasta la seria tentativa del Vaticano II para corregir ese desvío, que está demostrando ser muy difícil de enderezar. Y esta clara y patente superioridad del clero, de los mal llamados «sacerdotes», sobre los simples sacerdotes por participación del único sacerdocio de Cristo, y recibida en el Bautismo, superioridad que se va reforzando y aumentando al subir los niveles jerárquicos, explica la denuncia, y la indignación, cada vez más frecuentes, y publicadas con más asiduidad, sobre la ocultación vergonzosa, y, ¡hay que decirlo, delictiva!, de casos de pederastia por parte de la Jerarquía. Y estas denuncias y ataques de indignación aparecen más en la Comunidad Eclesial, que no en el mundillo más ligado al mundo eclesiástico, y a las sacristías. Yo también me indigné al informarme, a través de Religión Digital, de tantos y tantos casos gravísimos, ocultados celosamente para «salvaguardar el honor y la honra de la Iglesia», cuando los involucrados eran altos miembros de la Jerarquía, como si la Iglesia solo la formara, significativamente, la jerarquía.
Y me acordaba del texto recogido más arriba, donde queda claro que el cuerpo de Cristo lo forman, por igual, todos sus miembros, los más encumbrados, y los más humildes y sencillos. Y que, como afirma la plegaria eucarística 5ª, «la Iglesia, santa y pecadora…», nos enseña que no nos debe preocupar tanto la gloria y la honra de la Iglesia, sino la Gloria de Dios, y el bien de los hermanos, y de todos lo hombres. También de las víctimas inocentes de la pederastia clerical. Bien que, tanto humana, como evangélicamente, pasa por delante de la honra de la Iglesia, que como «misterio de Dios» en la tierra, nunca perderá su honra, cosa que puede suceder, y sucede, con la Iglesia institucional. Cuyo Gobierno no es tan importante como nos quieren convencer, no hay más que mirar el puesto que San Pablo le asigna en la lista que hemos visto más arriba, el de la 2ª lectura de la misa del domingo: lo coloca en el honradísimo 7º puesto