El celibato clerical -- Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

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celibato4ª) Anular la ley del celibato obligatorio de los ministros ordenados, y volver a la praxis de los primeros siglos.
He leído, un día de éstos, un artículo en «Religión Digital» que se titulaba así: «La Plaga de la pederastia clerical, una «bomba» contra la ley del celibato». Como escribí, tenía razón la periodista norteamericana Nancy Huston , que afirmó en su carta al Papa, que los clérigos no tienen un tendencia especial a la pederastia por clérigos, sino por el tipo de formación que han recibido, con esa malsana obsesión sexual, que acaba presidida por la el estrella que desbarata todo índice de normalidad: la del Celibato obligatorio de los presbíteros diocesanos.

Con esto me refiero a que los votos que profesan los miembros de las órdenes e institutos religiosos, al menos en teoría, son inherentes a la vocación religiosa, aceptados libremente con la profesión de los votos escalonados, primero temporales y después perpetuos, por lo que, en su caso, sería más conveniente hablar de castidad y continencia, diferente del celibato obligatorio para poder ser presbítero o diácono, pero, de cualquier modo, íntimamente emparentados con la obsesión general que se vive en la Iglesia hacia el sexo. Los casos de pederastia, tristes y penosos, entre miembros masculinos y femeninos de órdenes e institutos religiosos, dan fiel testimonio de ese parentesco.

1º) El celibato no es una exigencia del Evangelio. El tema es, además de cansino, tan claro y diáfano que hasta sería insensato querer argumentar con seriedad la relación que pueda tener esa ley celibataria con las palabras y enseñanzas de Jesús, y/o de os apóstoles en los escritos neotestamentarios, o en la descripción que podemos encontrar en los «Hechos de los apóstoles», y en los escritos apostólicos, de la vida de los primeros cristianos. Hoy nadie duda de que si no todos, por lo menos, algunos apóstoles, estaban casados. Y es preciso entender bien, y sin prejuicios, ciertos consejos más o menos conminatorios en las cartas de Pablo que puedan sembrar dudas.

Por ejemplo aquel en el que determina «que el obispo sea marido de una sola mujer» (1ª Tim, 3,2). No es muy probable que en este texto Pablo reprimiera la poligamia, (tal vez una minoría de cristianos procedía de ambientes polígamos, algo poco probable), sino que es más probable e inteligible que el apóstol de las Gentes se refiriera a que un obispo viudo no se volviera a casar, por las pegas, tareas, y trabajos añadidos que esta situación podría acarrear al ministro de la Comunidad eclesial. Pero, de cualquier manera, esta recomendación no ofrece ninguna pista de que se tratara de un consejo de obligado seguimiento.

2º) Entonces, si no es una exigencia evangélica, ¿cómo entró la ley del celibato? No está nada claro, ni en los más apañados y ordenados historiadores eclesiásticos, cómo, cuando, y por qué comenzó el movimiento celibatario. Lo que sí sabemos es que, como sucede mucho en la Iglesia, y en muchas situaciones sociales y jurídicas, primero comenzó la praxis, y, después, vino la norma reguladora. Las primeras normas prohibían que el ministro ordenado se casara, pero no dejaba claro si se podría, o no, ordenar a hombres casados. Este extremo solo fue aclarado en el Concilio de Trento.

Tampoco hay muchas dudas de que lo clérigos cumplieran satisfactoriamente esa ley tan restrictiva, en un tema tan sensible, a tenor de la profusa repetición de las prohibiciones que se repetían en los sínodos diocesanos, como prueba fehaciente de que la normativa eclesiástica no se cumplía. El historiador anglicano Henry Charles Lea comenta que, a no ser por la prohibición canónica, es muy probable que prácticamente todos los oficios eclesiásticos se habrían convertido en herencia de padre clérigo a hijo clérigo, a nieto clérigo. Lo que demuestra que las normas que emanaban de los sínodos locales se mostraban ineficaces. Pero opino que este historiador inglés no tuvo la idea de la motivación económica para la ley del celibato, sino que fue la famosa escuela de Leningrado, otra vez denominada de San Petesburgo, la que, fiel a su guión de la influencia central de la economía en los fenómenos históricos, propagó la idea de la profunda y decisiva motivación económica en la implantación definitiva de la obligatoriedad del celibato.

3º) Faltaríamos a la sinceridad, y a la trasparencia que todos nos exigen a día de hoy en el tema de los comportamientos sexuales de los clérigos si ocultáramos que la importancia y la estima de la castidad ha sido más proclamada, cantad, exaltada y venerada que cumplida. Y no solo por los abusos inaceptables, horrendos y, sobre todos., delictivos, de pederastia, que han ido estallando en la Iglesia en los últimos cincuenta años, sino por la frecuencia de los comportamientos sexuales fuera de la normativa oficial, atestiguada por los reiterados llamamientos de los obispos, y sínodos, al abandono de comportamientos clara y abiertamente anticanónicos por parte del clero bajo y rural. Pero no nos engañemos, no solo de este clero tanas veces despreciado de «misa y olla», sino sobre todo, y señaladamente, las orgías, desmanes y escándalos de la alta jerarquía, sin que la vaticana se quedara atrás en siglos y siglos del medievo, renacimiento, y tiempos más modernos. Es conocida, y vergonzosa, la expresión, de algunos frailes y clérigos nórdicos, coco Lutero, aparentemente más morigerados que los clérigos del sur de Europa, éstos más sanguíneos y apasionados, que aseguraba «Roma veduta, fide perduta», (al conocer Roma, se pierde la fe).

Como conclusión, se deprende que: a), si el celibato clerical obligatorio no es consecuencia de los valores evangélicos; b), si el soporte económico de la comunidad eclesial podría hoy tener otro planteamiento, con la real oportunidad de trabajo profesional «laico», por decirlo de alguna manera, de los presbíteros casados; c), si la Historia demuestra que el clero, mucho antes de que Freud liberara y normalizara el discurso de la sexualidad, en los días de hoy casi hasta la exageración, era más devoto de la castidad de deseo y de proclamas, que de hecho; d), y si vemos hasta qué situación desesperada ha llevado el ejercicio oficial de la castidad a muchos clérigos, ??

?? se hace evidente la seria, cada vez más numerosa, y, desde luego, concienzuda petición a la Jerarquía de la Iglesia, y, en especial, al Papa, para que esta prohibición poco evangélica, y nada natural, sea anulada de la normativa eclesiástica.