Cuando en junio del 2005 España modificó el Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, la Santa Sede reaccionó con una mezcla de horror e incredulidad. España, percibida aún en Roma como país de profunda catolicidad, se había sumado al frente de reformas legislativas dirigidas a los homosexuales que, iniciado por la permisiva Holanda, avanza lentamente en países occidentales, portando consigo una concepción del matrimonio y de la familia que colisionan sin remedio con la doctrina católica.
El Vaticano ve con aprensión la posibilidad de que en el mundo cunda el ejemplo, y por eso está redoblando esfuerzos para alertar de los peligros que, a su juicio, comportaría para la sociedad la aceptación jurídica de ese concepto de las relaciones humanas y familiares.
Para evitar ese avance, cardenales, obispos y sacerdotes – a veces muy celosos de sus propias funciones y poco dados a conceder espacio a los seglares- han constatado que, en el frente católico antirregulación homosexual, puede ser muy eficaz la acción de los fieles laicos, porque están inmersos en la sociedad, trabajando y criando hijos, porque son políticos, abogados, comerciantes, funcionarios, médicos, oficinistas, amas de casa… y también votantes. Benedicto XVI lo planteó así la semana pasada en Verona, durante el congreso nacional que los católicos italianos celebran cada diez años. «La Iglesia no es, ni pretende ser, un agente político», dijo el Papa, y encargó esa tarea de intervención en la vida pública «a los fieles laicos, que obran como ciudadanos bajo su propia responsabilidad», indicándoles como meta básica «la promoción de la familia fundada sobre el matrimonio, evitando que se introduzcan en el ordenamiento público otras formas de uniones que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter particular y su insustituible papel social».
El Vaticano teme que la legislación sobre uniones homosexuales se extienda. El Gobierno italiano de centroizquierda que preside Romano Prodi prometió en la campaña electoral para los comicios generales del pasado abril, abordar de algún modo la regulación de estas uniones, probablemente instaurando el llamado Pacto Civil de Solidaridad (PACS), de modelo francés, más tenue que el español. En Francia, como en algunos otros países europeos, las parejas de gais y de lesbianas, y también las parejas de hecho heterosexuales, pueden suscribir un pacto civil que les garantiza ciertos derechos, como el cobro de una pensión en caso de muerte de uno de ambos, la asistencia sanitaria al que no trabaja o la fijación del régimen patrimonial y testamentario. En cambio, en España, y también en Holanda, Bélgica y Canadá, la nueva legislación habla claramente de matrimonio, y en algunos casos de adopción de niños. Si el recurso jurídico a los PACS ya resulta casi imposible de asumir para la Iglesia católica, la equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio, aunque sea civil, se presenta como absolutamente incompatible con el credo católico, para el que el matrimonio entre hombre y mujer es además uno de los siete sacramentos.
«Esta concepción del matrimonio ha sido querida por Dios Creador, quien, al principio del mundo, ha creado al hombre como varón y hembra, según dice el libro del Génesis – argumenta Raffaello Martinelli, primicerio de la basílica de San Carlos y San Ambrosio de Roma, que ha puesto por escrito en folletos de lenguaje sencillo la doctrina católica sobre matrimonio, familia y homosexualidad-. Esta concepción del matrimonio es evidenciada por la recta razón; es reconocida como tal por todas las grandes religiones, y es elevada por Cristo a la dignidad de sacramento». Para el catolicismo, las relaciones sexuales conyugales tienen un doble significado, de unión amorosa y de procreación; forman parte del plan divino para la humanidad, y son reflejo de la ley natural.
La homosexualidad que busca reconocimiento jurídico perturba a la Iglesia, porque pone en jaque esta concepción, al considerar el matrimonio un derecho civil individual que las personas, sea cual sea su sexo, poseen en su calidad de ciudadanos. En 1986, mucho antes de ser elegido Papa, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, firmó el documento Homosexualitatis problema,en el que la Iglesia católica deploraba «que las personas homosexuales hayan sido, o sean, objeto de expresiones malévolas y de acciones violentas», y condenaba así la discriminación y el trato injusto – a menudo agresivo y peligroso para su vida- que sufren en muchos países, pero al tiempo les daba escaso margen de maniobra.
Al abordar la cuestión, la Iglesia católica distingue entre «actos homosexuales» y «tendencias homosexuales». El catecismo incluye los «actos homosexuales» (es decir, no la homosexualidad, sino su práctica) entre los pecados graves contra la castidad, que enumera en este orden: adulterio, masturbación, fornicación, pornografía, prostitución, violación y actos homosexuales, «cada uno según la naturaleza del propio objeto». El catecismo recalca que «estos pecados son expresión del vicio de la lujuria», y que vulneran el sexto mandamiento, aunque el enunciado sólo indique «no cometerás adulterio». El conflicto se presenta de modo más atenuado ante las «tendencias homosexuales», que la Iglesia católica considera «objetivamente desordenadas» pero sin calificarlas de pecaminosas. La Iglesia predica respeto y delicadeza hacia los homosexuales, pero condensa de modo rotundo la opción de vida prevista para gais y lesbianas de religión católica: castidad. En la atención pastoral a estos fieles, han destacado sobre todo sacerdotes de algunas órdenes religiosas masculinas.
Aunque en 1990 la Organización Mundial de la Salud (OMS) suprimió la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales, algunos prelados la califican aún de «dolencia curable». Así lo aseguraba a la prensa el sacerdote italiano Livio Melina, uno de los organizadores del simposio sobre homosexualidad que acogió la Pontificia Universidad Lateranense el pasado febrero: «Muchos psicólogos dicen que, al menos en parte, la curación es posible. O para decirlo mejor, hay experiencias concretas de reorientación de la inclinación sexual de determinadas personas». Livio Melina citó el libro Beyond gay (Más allá de lo gay), del estadounidense David Morrison, quien relata cómo renunció a su orientación homosexual para vivir según la moral católica.
«La homosexualidad es un problema que siempre ha existido, pero como no hay certezas científicas sobre los gais, es difícil ofrecer respuestas unívocas – puntualiza la jurista italiana Marta Brancatisano, especialista en doctrina católica sobre amor, sexualidad y sexo, y profesora invitada en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma-. Hoy existe un consenso cultural que anima al muchacho a no luchar esa batalla sobre su identidad sexual. Cuando se nace, el sexo está claro; con los jóvenes, hay que cuidar y educar la identidad sexual».
La idea de una «cultura gay» como ideología presente en la secularizada sociedad occidental se abre camino en los textos eclesiales sobre matrimonio, familia y homosexualidad. Marta Brancatisano lo plantea así: «Muchos no entienden por qué los católicos quieren imponer su visión sobre estos asuntos. Es por su propio bien y por el de toda la sociedad, dada la mayor libertad que hay en estos tiempos». Para los gais, sean creyentes o no, suele ser una cuestión de derechos civiles.
Acceso vedado al seminario y al sacerdocio
El estallido en el 2002 del escándalo de los sacerdotes pederastas en Estados Unidos provocó un terremoto moral en la Santa Sede, que analizó lo sucedido vinculándolo a la homosexualidad, presunta o declarada, de los culpables. Como reacción indirecta, la Congregación para la Educación Católica – organismo vaticano similar a un ministerio- publicó en noviembre del 2005 una instrucción en la que afirmaba que la Iglesia católica «no puede admitir al seminario y a las órdenes sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay».
La instrucción llama a obispos, rectores de seminarios y confesores, a examinar bien a los candidatos al sacerdocio, y a asegurarse de que ninguno de ellos se halla entre los casos citados. El texto sólo prevé una salvedad: si el seminarista presentara «tendencias homosexuales que fuesen sólo la expresión de un problema transitorio, como, por ejemplo, el de una adolescencia todavía no terminada», tendría un margen de tres años para deshacerse de ellas antes de la ordenación diaconal, previa a la sacerdotal.
En el seno de la Iglesia hubo alivio ante un documento que zanjaba la cuestión, pero en algunos ámbitos generó perplejidad, al exigir un plus a los seminaristas homosexuales en relación con los heterosexuales, estando ambos llamados al mismo voto de castidad sacerdotal.
Además del documento de 1986 Homosexualitatis problema,sobre atención pastoral a los fieles homosexuales, el asunto había sido ya abordado en 1975 en otro texto, Persona humana.Ambos documentos fueron obra de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
España, Holanda, Bélgica y Canadá
España se convirtió el 30 de junio del 2005 en el cuarto país del mundo en aprobar por ley el matrimonio civil entre personas del mismo sexo. Un día antes, lo había hecho Canadá. El primer país en legislar así fue Holanda en el 2001 – incluyendo la adopción de niños, como España-, seguida de Bélgica, que lo hizo en el 2003, pero sin la adopción. Francia, Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia y Portugal han regulado las uniones gais, pero sin equipararlas al matrimonio.