Una vez leí que el mundo tiene alma. Este alma del mundo, una especie de inconsciente colectivo que nos hace avanzar y crecer es, por lo visto, la responsable de que algunos inventos o descubrimientos científicos se hagan a la vez en dos lugares muy distantes del planeta. Casualidades que no son tales, sino que son signos de que los seres humanos sienten y viven lo mismo en un sitio o en otro. Al ver la película “Las Manos” tuve la sensación de que este efecto estaba actuando directamente. Con una forma distinta, desde una realidad diferente, el relato biográfico del Padre Mario Pantaleo me recordó bastante a la historia que una parroquia está viviendo en mi propia ciudad. Una película argentina, basada en hechos reales ocurridos a mediados del siglo pasado, evoca una realidad que sucede hoy, en Madrid, en pleno siglo XXI.
El Padre Mario sanaba a aquellas personas que se le acercaban enfermas, doloridas y desesperanzadas. No las curaba por su propia voluntad, ni por egolatría, ni por afán de poder o de dinero. No recibía nada a cambio. Simplemente las acogía en su parroquia, con unas instalaciones muy pobres que él mismo había levantado en un terrenito a las afueras de la ciudad de Buenos Aires, en el olvidado y lejano pueblo de González Catán. El Padre llevaba a cabo su misión, consciente de que la capacidad de sanar no era por mérito propio, sino que era un mandato de Dios, una llamada de esas que no se pueden rechazar porque resuenan fuerte en el alma. En ocasiones incluso, lo hacía envuelto en un intenso cuestionamiento interno, a veces renegando de sí mismo, a veces queriendo abandonar la durísima tarea que “el de arriba”, como él decía, le había encomendado. Otras veces se lo tomaba con más filosofía o con humor, “soy un brujito malandra que tiene a Dios de su lado”, decía irónicamente.
Pero las personas que siguen fielmente el Evangelio y se entregan a los que han perdido la esperanza, aquellos que viven del lado de los desahuciados de la sociedad, no suelen estar bien vistas. Especialmente por la jerarquía eclesial que ya no se cree capaz de devolver a nadie la esperanza, que no baja allá donde están los más marginados, que ya no cree en milagros sino en ideologías, en poder, en leyes y en estricta moralidad. Unas autoridades eclesiásticas que ya no conciben la Iglesia como un espacio para la curación, sino como una organización social o “un partido político” tal y como uno de los cardenales afirma en un momento de la película. Por eso, Mario Pantaleo se enfrentó a problemas con el nuncio y los obispos de la época que le negaron, casi hasta el final de su vida, el derecho a oficiar misa en su pequeña parroquia. Fue objeto de sospechas, de críticas y de conspiraciones.
No es una historia extraña, el alma del mundo la conoce bien y sabe que en otra capital, al otro lado del océano hay tres sacerdotes que también sanan. Tal vez no imponen las manos a los enfermos como hacía el Padre Mario, pero devuelven la esperanza a aquellos que la pierden, se ponen del lado de quienes están atrapados en la droga, acogen a los que no tienen hogar, miran como hermanos y hermanas a los inmigrantes que llegan al barrio. Les acercan a un Jesús auténtico, más allá de dogmas y ritualismos. Celebran la Eucaristía como lo que es: una celebración festiva en la que la comunidad comparte su vida y sus necesidades. Javier Baeza, Enrique de Castro y Pepe Díaz no imponen las manos, pero tienden una mano firme desde la fidelidad al Evangelio, y esto nunca es una opción fácil. Dar alternativas de vida a los desahuciados de la sociedad es, sin duda, sanar. Y a los obispos, sean argentinos o españoles, esto sigue sin gustarles.