La Iglesia católica tiene todo el derecho del mundo de defender sus convicciones morales, al igual que cualquier otra confesión respetuosa con la Constitución y las leyes, y no solo porque es la que con más seguidores cuenta, sino porque el Estado, neutral en materia religiosa, protege y garantiza este derecho. Es decir, que los congregados ayer en la plaza de Colón de Madrid para celebrar la eucaristía de la fiesta de la Sagrada Familia no hicieron otra cosa que ejercer un derecho.
Pero la organización convocante del acto, la Conferencia Episcopal Española, con su presidente a la cabeza, el cardenal Rouco Varela, soslayó un principio cívico de primer orden en una sociedad democrática: el respeto y la consideración debidas a las opiniones ajenas, aunque sean diametralmente diferentes a las propias en cualquier materia.
Si así lo hubiese hecho, habría tenido ocasión de caer en la cuenta de que no hay en España propagandistas del aborto ni perseguidores del concepto cristiano de familia. Hay, eso sí, un problema social acuciante –los embarazos no deseados–, la necesidad de hacerle frente sin dogmatismos y la obligación de los poderes públicos de informar a los jóvenes a todas horas para que nadie confunda un recurso extremo –el aborto– con un método anticonceptivo.
Todo muy alejado de «la cultura del relativismo egoísta», en palabras de Rouco, y muy apegado al compromiso social que exhiben organizaciones católicas que seguramente ayer no se acercaron a la plaza de Colón. Las mismas organizaciones que, sin renunciar a su fe, no pueden compartir la idea del cardenal de que su punto de vista se atiene a la «ley natural» y quienes discrepan de él promueven «la cultura de la muerte».