Se habla mucho de que las cosas han cambiado de forma vertiginosa. Se afirma que los valores han empeorado y que la sociedad se está fracturando. Estas afirmaciones pueden presentarse de forma más o menos catastrofistas u optimistas y la valoración de su intensidad depende mucho del punto desde el que se miran Hace falta una cierta neutralidad a la hora de analizar la realidad actual para poder acertar en el diagnóstico y poner soluciones eficaces en lo que haga falta actuar.
Para acercarnos a criterios de justicia para la distribución de la riqueza en el mundo, por ejemplo, podría ayudarnos un ejercicio de imaginación. El que quiera hacer este ejercicio de “higiene mental” debe imaginarse que está en una situación previa al propio nacimiento sin saber en qué clase social le tocaría nacer, y desde esa situación neutral elaborar un sistema económico justo. Solamente así se podría elaborar una teoría que favoreciera a los más a los que se encuentren en peor situación social.
Ese sano y necesario ejercicio de higiene mental nos llevará a comprender y defender que Educación y Participación Ciudadana se complementan, viven bajo el mismo techo, hasta tal punto que no hay ciudadanía sin educación, ni educación sin ciudadanía. No obstante, no se trata de hacer una pócima con pequeños elementos de Educación y con rudimentos de la Ciudadanía, sino de validar una cultura de la educación que se forja con la participación social, la corresponsabilidad ciudadana y la solidaridad.
El siglo XXI ha nacido con dos grandes aspiraciones profundas: el poder decisivo de la educación y el papel fundamental de la participación ciudadana. La calidad de vida y el desarrollo personal dependen en gran parte de la calidad de la educación; la tasa de escolaridad y el fracaso escolar nos están indicando el nivel del desarrollo humano. Y, por otra parte, el ejercicio de la participación ciudadana activa marca la altura de la Democracia, la estabilidad política, el bienestar económico y social.
La educación, que forme el ejercicio de los derechos y responsabilidades cívicas, así como la educación para el desarrollo personal y social exigen un esfuerzo colectivo, tanto más apremiante cuanto mayor es el deterioro. Difícilmente una entidad pública o social encontrará motivos para despreciar o no secundar el esfuerzo, e incluso para demandarlo como objetivo prioritario de la acción de gobierno. Así, Educación y Participación se constituyen en los momentos actuales como base de la Democracia.