Desánimo eclesial (III) -- Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

Y ya en España, de vuelta para un año sabático el año 1985, que luego ha sido una permanencia indefinida, me encontré con que después de siete años de pontificado de Juan Pablo II, se notaba el giro brusco involucionista. ¡Y cómo se notaba en la Iglesia española! El primer curso, 1985.86, lo pasé en el colegio de los Sagrados Corazones de Martín de los Heros, donde di clases de religión, y trabajé en la parroquia de Xto. Rey de Argüelles, incluida en el espacio del colegio. El cardenal Tarancón ya había dejado la sede madrileña, y entre los curas se observaba una indisimulada duda, o vacilación, entre arrojarse definitivamente en la corriente conciliar, o guardar la ropa. Eso, los curas religiosos que quedaban, pues me llamó la atención la impresionante desbandada que se había producido entre los cursos más o menos de mi época, que por entonces nos encontrábamos entre los 35 y 45 años. Me resultó muy difícil trabajar según los nuevos parámetros, de una pastoral diferente, alejada, en algunos casos, en las antípodas de la que había conocido y practicado en Brasil. Ahí comenzó mi desánimo eclesial.

Se notaba, por un lado, una falsa euforia por las características del papa Woigtila, y, por otro, una inquietud y un desasosiego, como si de alguna manera la alegría y la explosión de esperanza del Concilio se hubiera derretido como un azucarillo en café hirviendo. Recuerdo una reunión en San Antonio de la Florida, que daba nombre a nuestro arciprestazgo. No hubo manera de, primero, que los curas entendiesen, y, después, mucho menos de que aceptasen, que la Iglesia, y las parroquias, se podían financiar directamente con la ayuda de los fieles, como sucede en toda América, incluido el Brasil que yo conocía. Les decía que lo pasaríamos mal unos quince, como mucho, veinte, años, pero que el pueblo se daría cuenta de que teníamos que vivir, y ellos acabarían haciéndolo posible con dignidad. ¡Estoy seguro!, les decía. Eso era al final de 1985. Han pasado veintiún años, seguimos igual, y no parece que la Iglesia española haya hecho ninguna tentativa, y menos esfuerzo, por cambiar el estilo y signo de su mantenimiento económico. Como seguimos igual con el latiguillo de la atención a los alejados, que cada vez son más, y no logramos que se acerquen.

Me llamó la atención que los curas llamaban alejados a los padres que venían a la parroquia a pedir el Bautismo para sus hijos, o la 1ª Comunión, o el funeral para su padre, pero que, generalmente, no frecuentaban la Iglesia. Y afirmaban que había que tratarlos muy bien, de tal manera que no se fueran rebotados. Y, evidentemente, esta consideración viene muy a cuento, pero es claramente insuficiente, si después no aprovechábamos intensamente ese requerimiento en la parroquia para intentar, ¡intentar!, por lo menos, una seria catequesis. Mi opinión en esas primeras reuniones era que primero los obispos, dando instrucciones claras, y marcando exigencias mínimas, pero necesarias para una verdadera y provechosa recepción de los sacramentos, y después los curas de las parroquias, nos deberíamos embarcar en un trabajo arduo de siembra, sin esperar recoger a los dos días.

Es preciso recordar, y admitir, que nuestra gente necesita una labor de catequización, porque la llamada evangélica hace tiempo se hizo en nuestra tierra, para deslindar los campos de la religiosidad popular, cada vez más pujante en nuestra Iglesia, de la experiencia de fe. No podemos quedarnos tranquilos con la asiduidad, magnificencia, y hasta aparente devoción de las manifestaciones populares y callejeras de religiosidad católica, como en Navidad, Semana Santa, en el Corpus, en las fiestas patronales, en las peregrinaciones a lugares más cargados de atracción turística que de auténtica y genuina profundidad evangélica y bíblica, sin hacer ver a nuestros fieles la gran diferencia que hay entre los valores cristianos y evangélicos, y la religiosidad oficial y tradicional católica. Como le dijo al Papa esa «monja inquieta y andariega» catalana-argentina, «qué difícil es hoy ser cristiano en la Iglesia Católica». A lo que Francisco respondió, «¿Y me lo cuentas a mí?»

¡Estamos llenos, y hartos, de planes pastorales, y de papeles, papeles..! Es, en mi opinión, una de las cosas que más desánimo crea entre los que estamos metidos de lleno en la pastoral, tanto clérigos como laicos. No sé de otros muchos curas, porque en ninguna parroquia de las que he trabajado a mi vuelta de Brasil, (Cristo Rey de Argüelles,-Madrid-, Nª Sª de la Paz, -Torrelavega-, Sagrados Corazones, -Madrid-, Nª Sª del Consuelo y Nª Sª de la Piedad, -Vallecas, Madrid-), les he oído hablar de este tema, o, la verdad, de otros temas acuciantes de la situación de nuestros feligreses, si no estaban en los órdenes del día de las reuniones previstas. Me refiero, por ejemplo, a la tremenda, inmensa, asustadora, ignorancia de los fieles de temas y asuntos bíblicos. Se nota en la homilías, reuniones, y cursos de Biblia la insalvable dificultad de superar las consecuencias de esa ignorancia. Yo siempre me acuerdo de informarles de que ellos no son los principales responsables de esas situación, sino el clero, sobre todo el más alto, de la Jerarquía eclesiástica católica, con especial y grave incidencia en la española, que prohibió, o hizo imposible de mil maneras, que los fieles católicos leyesen la Sagrada Escritura. No hay más que hojear la Historia para ver los obstáculos, peligros y perjuicios que advenían de la lectura clandestina de la Biblia. Todo ello muy lógico, si sabemos que la 1ª Biblia con el «imprimatur» de la jerarquía se editó en España el año 1943, ¡ayer!, como quien dice. En este tema de la formación bíblica, y otros, que voy a señalar más abajo, es preciso una amplia, valiente, humilde y sincera conversión del clero.

Sin esa urgente, y verdadera conversión, nuestros planes pastorales se irán al garete. Y en este contexto, la conversión se refiere, sobre todo, al clero, para devolver al pueblo de Dios lo que, durante tanto tiempo, siglos, le hemos ido quitando, o, por lo menos, impidiendo que desarrollase, a la luz de la Palabra, sobre todo evangélica. Y como este asunto es importante y decisivo, pero el artículo se alarga, indicaré los temas, o capítulos, que desarrollaré en mi próxima entrega. (Pero es importante resaltar que este desánimo se ha visto atenuado en gran medida con la figura del papa Francisco).
– El manejo, uso y provecho, de las lecturas bíblicas.

– El falso, peligroso, y nada evangélico, moralismo.

– El papel segundón que se le ha asignado a los fieles laicos.

– La masificación de las «comunidades» parroquiales, muy alejadas del ideal: se «comunidad» de comunidades.

– La contradicción entre la obligatoriedad de la celebración de la Eucaristía, y el tenor de las exigencias obligadas.

Mientras no se aborde, o por lo menos, se intente, seriamente tratar estos puntos, y promover una verdadera conversión de los pastores de la Iglesia, en ceñida y fraterna unidad y colaboración con todos los integrantes del Pueblo de Dios, serán vanos los esfuerzos, aislados, y esporádicos, por conseguir la conversión que la Iglesia Católica necesita, y el Papa proclama, promueve y ejemplariza.