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Soy de esa primera generación a extinguir. La del año 38. La generación nacida en la guerra civil, pronta a desaparecer pero que sigue ahí… Una generación que una vez terminada la guerra se integraba forzosamente en una sociedad en conjunto destrozada y dividida en dos: la de los ganadores y la de los perdedores. En ésta, en la sociedad de los perdedores, pasado el estremecimiento general, la resignación y la forzosa asimilación de la derrota, pasados unos quince o 18 años, además de los ganadores, había ya en mi generación también dos clases de perdedores. Unos pocos de aquí y de allá que, mientras estudiaban o trabajaban y hacían su vida ordinaria, conspiraban en la clandestinidad contra la dictadura. Y una inmensa mayoría ajena a las conjuras, que vivía sin otra pretensión que estudiar o hacer formación profesional, “colocarse”, trabajar, formar una familia y empezar una vida normal.
Pero todos, salvo los adictos al régimen y los conspiradores, estábamos encerrados en una ratonera mental (aunque también los adictos y los conspiradores estaban atrapados en una sola idea: creerse siempre en posesión total de la razón). Decretado el fin de la guerra por el dictador, fortificado éste en todos los recovecos de la sociedad, la inmensa mayoría de los y las de mi generación acababa de una u otra manera en una óptica monocorde despojada de toda connotación política y sin otras dudas que las metafísicas ni apenas claroscuros: todo era tajante, rotundo, determinante. Como las verdades de un cuartel…
Así las cosas, la sociedad estaba compuesta a su vez por dos clases de familias, en tantos casos mutiladas por la guerra. De un lado, el hogar de los vencedores, y de otro el hogar de los perdedores que habían sobrevivido a la guerra y a las represalias posteriores. En ambos vivíamos los entonces niños, luego adolescentes, luego jóvenes y luego adultos, sin otro fin que vivir y a ser posible con la máxima alegría. En los primeros diez o doce años, en el colegio -la práctica totalidad en manos de religiosos y monjas, y los laicos controlados por la autoridad eclesiástica-, a los ganadores se les reconocía por su desenfado y arrogancia traída de casa. A los perdedores, por su modestia y contención. Era en todo caso una generación desinteresada de la política que no existía, pero también de su ausencia. No la necesitaba. Había aprendido la biblia del Movimiento, la creyese o no, le gustase o no, que atrofiaba esa inclinación del humano al zoon politikón, animal político, al decir de Aristóteles. El pensamiento y las ideas son irremediablemente libres.
Se tienen aun en prisión. Lo impensable era hacerlas públicas. Las únicas, las que gravitaban en torno a la ideología de la una grande y libre imperantes, ya se sabía eran inculcadas en los hogares adictos al Régimen. Los maestros, asimismo adictos, solamente las reforzaban. En el hogar del perdedor, nada que no fuese cotidiano era objeto de comentario por parte de los padres. Pues respondía al instinto de supervivencia quizá difícilmente lograda, no hablar en absoluto de algo que tuviese que ver con el pasado a los hijos, no fuesen estos a translucir en público que eran hijos de familia perdedora exponiéndola a alguna represalia.
El peligro de delación y la tácita amenaza siempre estaban presentes (por ejemplo, en los inmuebles en cuyos pisos no se concentraban familias de ganadores había un jefe de casa, generalmente falangista). No había lugar al más mínimo conato de discrepancia o crítica por irrelevantes que fuesen. Pasaban los años, y todo más o menos transcurría con la misma textura mental y el páramo de neuronas vivas en la sociedad resultado de un auténtico lavado de cerebro colectivo. Sin embargo, puede decirse que aquella generación mía, nuestra, fue y es feliz pese a todos los obstáculos de cualquier clase que pudo encontrar. El matrimonio “para toda la vida” funcionó como quien dice hasta ayer. Su única salida eran, una eventual separación, o una costosísima, prolija y larguisima anulación canónica. Y en cuanto a la sexualidad, reprimida, es reseñable que la burla de muy diversas maneras a sus custodios y a las trabas que ponían, acrecentaba más los estímulos…
Estas eran las condiciones a lo largo de los treinta y cinco años que duró la satrapía, en la que aunque labrada en la extirpación del lóbulo frontal inclinado a la política reinaba la paz, había trabajo para todos y acceso sucesivo a la vivienda. Y no recuerdo todo esto porque fuese a ser yo quien ahora fuese a mover un solo dedo a favor de otra dictadura que hoy sería encubierta. Pues me enfrento a toda tentativa de contribuir a reimplantarla y lucharía contra ella en el caso de que se reprodujese. Pero noblesse oblige. Y es preciso reconocer que mi generación, sea cual fuese el signo ideológico del individuo, resolvió muy satisfactoriamente su vida bajo el paraguas del franquismo.
Y no sólo eso, también en buena medida hoy las necesidades básicas de sus hijos y sus nietos. Y no la toleraría yo, porque, entre otras cosas, la autarquía que lleva aparejada toda dictadura no resolvería los graves problemas económicos de la sociedad, con una Deuda Pública sideral, porque su posible solución o aminoración no dependen ni de la Política, ni de la Economía, sino de la voracidad y difusa naturaleza de las finanzas mundiales. Y tampoco resolvería los problemas territoriales, a menos que se llame solución a encarcelar a los independentistas y aplicar sine dia el artículo 155 de la Constitución.
De modo que ese pasado que nos enlace con el presente fue así y no se puede borrar. Mientras que a las generaciones actuales de poco les sirve estudiar, carecen de trabajo y si lo consiguen es en unas condiciones odiosas de semiesclavitud, y son expulsadas de sus casas por sociedades propietarias multinacionales, con el beneplácito de la legislación y del poder judicial. Entonces, por muy de izquierdas que se sea ¡cómo no se va a maldecir a este engendro político por muy democracia que se le llame y por muchas libertades públicas que se reconozcan en la teoría, por otra parte a menudo coartadas¡ ¡Cómo no vamos a compararlo, quienes vivimos a dos paños, con aquel otro engendro llamado dictadura que aunque no nos dejase opinar ni intervenir en la cosa pública, la res publica, sí nos facilitó la vida material en paz que nos permitió crecer y ser lo que luego fuimos y ahora somos!
La reconstrucción del país desde el fin de la guerra consumió tanta energía física, económica y anímica, que en la fase final de la dictadura no era tanto la impaciencia por su fin lo que sentía la sociedad de los dos bandos compactada a la fuerza, como la curiosidad sobre lo que habría de esperarse tras la muerte del dictador y el fin del “glorioso Movimiento”…
Ahora, desde 1975, sobrenadamos 44 años en otra dimensión. En otra dimensión para muchos y muchas sumamente decepcionante. Decepcionante, tanto para buena parte de los descendientes de los “perdedores”, por unas razones, como para los descendientes de los “ganadores”, por otras. Pero en ambos casos dimensión que, abarcando lo político, lo judicial, lo laboral, lo educacional y lo social, está sujeta al juicio de la historia. Pero también, al de la comparación que aun siendo odiosa es también inevitable.
Tan inevitable que, para enfrentarnos al postfranquismo amenazante, un franquismo sin Franco, será necesario tener en cuenta que todavía una parte de la población española, la de mi generación y por lo menos la siguiente más o menos influida por nosotros, seamos ganadores o perdedores, compara y sale perdiendo este sistema infecto de abusadores y ladrones de lo público, y plagado de mentirosos, de falsificadores y de incumplidores Y saber también que, por todo cuanto he dicho aquí, si bien una gran parte de la población sigue considerando odiosa la dictadura en el plano político, no es tanta su aversión en el plano puramente sociológico. Pues en ese plano, pesa más la sensación que tiene mi generación de estabilidad vivida durante casi medio siglo, por más obligada que fuese, en grave contraste con la inestabilidad política y la precariedad de la vida actual para millones de españoles, que los beneficios de una democracia burguesa que, pese a que tanto se insiste desde los medios de comunicación en llamar al sistema Estado de Derecho, da señales peligrosas de descomposición y de ser más un pésimo simulacro de democracia que un modelo donde es en verdad el pueblo quien decide….
Si a lo dicho se suman, la falta de suficiente rodaje en materia política de la población española en comparación con las de la Europa Vieja, el temperamento “nacional”, la enemiga entre los dos bandos que sigue latente al no haber reconciliación alguna (ni siquiera a través la aplicación escrupulosa de la Ley de Memoria Histórica literalmente abortada por los hijos y nietos de los ganadores de la guerra civil), los posos que quedan en los genes tras el imperio del dogma religioso y del absolutismo regio durante siglos, tendremos la explicación del por qué España está prácticamente mutilada de la capacidad de acuerdo entre desiguales y entre rivales. Y lo que es quizá peor, sin esperanzas fundadas de que el grave enfrentamiento en la política que hunde sus raíces en la historia lejana, en la guerra civil y en los disparatados últimos veinte años, pueda algún día tener fin.
Y todo, mientras unos siguen encarcelados, otros desalentados porque no encuentran trabajo ni nunca lo encontrarán y no ven salida alguna a su futuro, otros desesperados porque no saben dónde van a vivir, y otros porque están desengañados de políticos que sólo piensan en no contrariar al Ibex 35, ni a la jerarquía eclesiástica nacional, ni a la monarquía ni a los medios audiovisuales más potentes por predominantes. Y todo también, mientras el poder judicial, dígase lo que se diga, sigue más en manos de vetustos magistrados neofranquistas, unos, y otros neoliberales, que en el seso de mujeres y de hombres justos…
5 Mayo 2019