Decíamos hace 29 años: más allá de la reivindicación… -- Moceop

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Habernos lanzado a la calle con el lema «PRO CELIBATO OPCIONAL» comporta grandes dosis de «reivindicación». No lo negamos. Es más: somos conscientes de que en nuestra Iglesia -también- hay mucho terreno por conquistar en favor de los «derechos humanos». Es excesivo, y pensamos que injusto e infructuoso, el «sufrimiento» de tanto cura -y de sus compañeras- lanzado a la mutilación afectiva o mental. Son sangrantes las injusticias que todo esto origina: discriminación, degradación, expulsión, «reducción»…, e insultantes para el Evangelio las secuelas de marginación apoyadas y justificadas por una ley como la del celibato.

Pero somos conscientes de que embarcarnos en todo un movimiento eclesial por la supresión de esa ley ha de ir mucho más al fondo. Reivindicar -sin más- un derecho humano puede solucionar muchos problemas humanos angustiosos. Pero podría ser una expresión más de CLERICALISMO. Y es aquí donde queremos ser reiterativos: la ley del celibato y sus secuelas no es una cuestión de curas. NOS AFECTA A TODOS. Y llegar a esta convicción es un paso decisivo para desterrar de nuestras relaciones el clericalismo.

CLERICALISMO es poseer, vivir o padecer una panorámica de la Iglesia como algo parcelado, estamentalizado, seccionado en «cotos»; una visión que potencia la separación, la atomización de los problemas. Y aceptar que uno de esos estamentos -los clérigos- se sientan garantes de casi todo: son los que saben y deciden, los técnicos, los «cercanos a Dios».

Como todos los liderazgos abusivos, también éste se padece al mismo tiempo que se potencia; nos lo imponen, pero le damos fuerza en la medida en que no hacemos por enterrarlo.

La primera «consecuencia» de esta forma de

destrozar al Pueblo de Dios, es el surgimiento de unos «personajes maniqueamente divididos»: hace falta anular parcelas de la vida de los curas -trabajo, política, afec­tividad- para que ese poder monopolizador quede aureolado con un carácter sagrado. Son muchas las dictaduras camufladas a lo largo de la historia con un «por la gracia de Dios»… Si hacemos recaer sobre unos hombres la responsabilidad, decisiones y derechos que son de todos, necesitamos que sean diferentes, para no sentir mala conciencia. Y los convertimos en personajes.

La segunda consecuencia es la otra cara de la moneda: el pueblo llano padece una crónica minoría de edad, con todas las secuelas de lo injustamente impuesto… Son otros los seres especiales capacitados para hablar y opinar de Dios. El laico normal queda reducido a ser un ejecutor sumiso… a no ser que prefiera dejar de ser «normal» y así acceder al poder sacral.

Lógica y consecuentemente, en tercer lugar, la vida de la Iglesia queda marcada por los esquemas mentales de personas que han aceptado la carga de ser «casta», de no ser normales. La moral, la teología, la política, etc., llevan la impronta de personas que «no viven» sino que «piensan la vida» normal desde parcelas incontaminadas.

Malparada queda con toda esta situación la figura de un Jesús que quiso ser «laico», que no perteneció al grupo sacerdotal, para así romper con una religión de separados.

En no mejores condiciones queda el Dios bíblico que contagia secularidad: que invita a la trascendencia, pero desde la vida; que se mete en la historia -se encarna- para romper todas las servidumbres del hombre. Dios deja de ser el Todopresente, adorable «en espíritu y en verdad», para ser de nuevo confinado en Garizim o en Jerusalén, perfectamente custodiado por sus «expertos».

Cuando reivindicamos la supresión de una ley que estimamos injusta, hay que hacerlo -pensamos- atacando sus raíces: tratando de desmontar todo clericalismo. Si no, nos quedamos en lo anecdótico, aunque aquí lo anecdótico amargue la vida de tantas personas. Y ese ataque frontal y decidido debe surgirnos desde y porque somos gente de Iglesia.

No se trata, por tanto, de reivindicar un derecho para un estamento ya de por sí privilegiado. Sino de luchar por un NUEVO ROSTRO DE IGLESIA -objetivo central del Concilio Vaticano I-?. Queremos rescatar una fe y una comunidad de creyentes de una de sus grandes mordazas: el clericalismo.

Así lo entienden tantos creyentes como los que en este número se ex­presan: laicos «normales», gente de «a pie». Su aporte crítico ante toda imposición u opresión ha sido decisivo para la «laicización» de tanto cura que hoy se encuentra -gracias al Dios de la vida y de la historia- con una identidad menos definida, pero con una fe más normal en la vida y en los hombres, lugar del encuentro con el Señor.

MO-CE-OP