La jerarquía de la Iglesia católica debería cuidarlo. Y mimarlo como oro en paño. José Bono es de los pocos políticos que no oculta su fe. La tercera autoridad del Estado que presume públicamente de su condición de católico. Y que trata de vivir como tal. Y los obispos (algunos, los de siempre), en vez de ponerle un altar, insisten en condenarlo una y otra vez. En mandarlo a los infiernos y, sobre todo, en desacreditarlo como católico. Y, en declararlo pecador público.
Sólo les falta ponerle un sambenito y, cual Torquemadas redivivos, llevarlo de nuevo a la hoguera. Ante los leones de Las Cortes. Y con un cardenal negándole su última voluntad: la comunión.
Quieren linchar al amanecer al único político de talla que no se avergüenza de ser católico. Hay una auténtica persecución contra él. No se entiende, de otro modo, el que los obispos lo señalen continuamente con el dedo y hayan repetido ya en varias ocasiones que no es digno de acercarse a comulgar.¿Por qué no dicen y hacen lo mismo con los demás políticos que dieron el sí a la reforma de la ley del aborto? ¿Por qué ensañarse especialmente con Bono?
Y, además, de esa forma inaudita. Con una nota de la Conferencia episcopal sin firmar. Una nota que implica al máximo órgano episcopal y que no se sabe, pues, de quién es, aunque se sospecha que la paternidad es del secretario general, Martínez Camino, sin cuyo consentimiento no se mueve un papel en Añastro y, por ende, de su jefe, el cardenal Rouco.
Una nota, además, personalizada, porque responde a las declaraciones personales, realizadas a un solo medio de comunicación (el diario El Mundo) por el presidente del Congreso de los Diputados. Con una celeridad inaudita para los usos y costumbres de la Casa de la Iglesia.
No entro a valorar la nota. Discutida y discutible. Al igual que las declaraciones de Bono. Lo que sí me parece es que, con iniciativas como ésta, la jerarquía tira piedras sobre el tejado de la Iglesia católica. Y, una vez más, desprestigian a la institución, cuya imagen está ya literalmente por los suelos. Y, por eso mismo, consiguen el efecto contrario al que pretenden: consagrar como católico al Presidente del Congreso.
Y eso que el Evangelio proclama aquello de “sed astutos como serpientes y mansos como palomas”.Pero de eso (de diálogo, pluralismo, aceptación de la discrepancia…) algunos obispos no entienden nada. Están en el “conmigo o contra mí”. Están en la asfixia de cualquier voz discrepante. Saben el axioma de San Agustín “En lo esencial unidad, en lo accidental libertad, siempre fraternidad”. Hasta en latín. Pero no lo practican.
Les gusta más la frontera y la cruzada. Sobre todo, contra los afines. No soportan que, en la Iglesia, haya católicos que no piensen ni vivan como ellos. O que discrepen lo más mínimo de sus postulados. Convierten sus propias teorías en dogmas de todo el catolicismo. Y mandan a los infiernos a todo el que ose contradecirles.
Este espectáculo (lamentable con cualquiera)se repite, a menudo, en muchas parroquias y diócesis españolas. Pero queda, casi siempre, en el secreto de las cosas de casa. Con Bono, se espectaculariza, se eleva a categoría. Pretenden condenar al político católico por antonomasia. Que deje de llamarse católico. O que lo viva en slencio y pisoteando, si hace falta, la voz de su conciencia.
¿Por qué? Una de dos. O no soportan que un hombre católico de reconocido prestigio les lleva mínimamente la contraria. O quieren quemarlo como eventual sucesor de Zapatero o como aglutinador del voto católico moderado y de izquierdas. Y de este voto hay muchísimo. Más de lo que algunos obispos creen. En cualquier caso, se trata de una operación de linchamiento religioso. Y, como tal, antievangélica. Y, además, contraproducente para la institución que tanto presumen de defender. Qué vuelva Tarancón. O el propio González Martín, íntimo amigo de Bono.