Todavía, parece, hay lugares que descubrir. Hace pocos meses, en un rincón recóndito de la selva amazónica del Perú, un grupo de exploradores de diferentes países localizó la que puede ser una de las cascadas más altas del mundo, junto al Salto del Ángel, en Venezuela, y a Tugela Falls, en Sudáfrica, que se aproximan a los mil metros de caída. Que un fenómeno natural de tales dimensiones haya permanecido hasta ahora oculto a la mirada general se me antoja un verdadero milagro. Quizá haya contribuido a ello la leyenda indígena que apuntaba que una sirena de cabellos dorados protegía la misma convirtiendo en piedra a todo aquel que osara acercarse al salto de agua. Me temo ?y compadezco por ello a la rubicunda guardiana? que de ahora en adelante trabajo no le va a faltar: las autoridades locales quieren convertir el enclave en un destino que haga sombra a las de Niágara. Y es que, a falta de otra cosa, el turismo se ha convertido en muchos territorios en el equivalente a la piedra filosofal de los alquimistas medievales, que transmutaba el plomo en oro, o así lo creían ellos.
El turismo es hoy por hoy la primera industria planetaria y casi ochocientos millones de personas se pueden calificar de turistas en un momento u otro del año. Una barbaridad que no deja de crecer al ritmo sincopado de las clases medias del Primer Mundo. El turista, en su imaginario de experiencia, persigue vivir, siquiera sea por el corto espacio de tiempo que le lleva ir de El Cairo a las ruinas de Petra, una especie de estado de excepción en un devenir cotidiano cada vez más acomodado pero, a la vez, más paralizador, más aburrido. Los efectos de esta manifestación tan reciente los estamos empezando a conocer ahora, y la herencia que se deja a las generaciones venideras no sería aceptada ni a beneficio de inventario: el litoral mediterráneo ha consumido toda posibilidad de desarrollo más o menos sostenible, y los países del Tercer Mundo principales destinatarios de esas masas parecen condenados a repetirse como parques temáticos de ellos mismos.
Pero es que, además, paradójicamente, mientras que el número de turistas no deja de crecer año tras año, también lo hacen otro tipo de viajeros que suelen escoger, en dirección inversa, esas mismas rutas. Se podría colegir una fórmula matemática que aclarara la relación que existe entre unos y otros; algo así como que el incremento de emigrantes que recibimos pueda ser igual a una variable multiplicada n veces por el numero de turistas que expelemos. Porque para los que aún somos amantes de los juegos de suma cero, el aumento de bienestar material de nosotros, los happy few del Primer Mundo, ese plus que nos permite viajar a lugares exóticos, no es sino fruto, entre otras cosas, del expolio a que tenemos sometidos a tantos países periféricos: les cerramos nuestros mercados y los inundamos con nuestras baratijas.
Al mismo tiempo, también va pareja la degradación de las condiciones en que ambas corrientes se producen. El turista de hoy, en asientos crecientemente menguantes de líneas aéreas de bajo coste, nada tiene que ver con aquellos jóvenes ingleses que recorrían el Gran Tour en siglos pasados. Tampoco cómo emigraban los españoles o italianos a Centroeuropa (contratos, casas de acogida, billetes de tren) puede compararse con las inhumanas situaciones que se viven en aguas del Atlántico. Todos, unos y otros, turistas y emigrantes, creen acceder, engatusados por reclamos diferentes, a privilegios que hace tiempo que han dejado de existir. En esa engañifa, probablemente, consiste la sociedad de masas. Llevadas las anteriores premisas a sus últimos efectos concluiríamos que si no se dieran las condiciones económicas para el nuevo pasatiempo del turismo de masas no existirían tampoco aquellas que estimulan la tragedia de la emigración de masas.
No obstante, el signo de nuestra época quizá ya no sea el bosquecito de Goethe mimado por los SS en el campo de concentración nazi, sino el cruce en aguas del Estrecho de un joven europeo en una coloreada tabla de windsurf con una patera atestadas de desgraciados; o el vuelo que el dos de agosto de 1999 realizaron dos niños africanos de apenas nueve años en el tren de aterrizaje de un avión belga que cubría, cargado de turistas que regresaban a Bélgica, el trayecto entre Conakry y Bruselas. Murieron congelados a diez mil metros de altura mientras en la cabina los pasajeros se quejaban del catering ofrecido a bordo. En la carta que les encontraron en el bolsillo se leía lo que sigue: «Señores miembros y responsables de Europa, es a su solidaridad y a su bondad a las que gritamos por el socorro de África. Les suplicamos muy, muy fuertemente, que nos excusen por atrevernos a escribirles esta carta a ustedes, los grandes personajes a quienes debemos mucho respeto».
Sólo les dimos un minuto de notoriedad fugaz en los telediarios. Y es que hoy, cuando nace un niño, ya tiene marcado su futuro: será o turista o emigrante.