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Médica, de 27 años, con plaza fija. Hija única. Padres fallecidos en la pandemia. Su chico la ha abandonado porque se ha hecho famoso en TV. Embarazada de un
mes. En diciembre y ligera de equipaje, parte de Orihuela hacia La Laguna Negra para unir la poesía de Hernández con la de Machado. Anochece. En Vinuesa encuentra un
cobertizo junto a un prado cercado lleno de ovejas. En el saco de dormir sueña despierta sobre la libertad. Al alba, los gritos de un joven provocan su salida del albergue.
—¡Han desclavado tres tablas de la valla y se ha escapado Acracia!
—¿Quién es Acracia?
—La oveja más insumisa de mi redil.
—Yo he roto la cerca. Busquémosla. Si quieres, aporto la herencia de mis padres y llevamos el prado y las ovejas a medias con una condición: sin alambradas, sin verjas…
Cuando dio a luz a una niña, de nombre Acracia, las Tierras Altas Sorianas se habían llenado de parejas, de niños, de jóvenes, de ancianos…, procedentes de las
ciudades más masificadas del país, que construían colegios, centros de salud, residencias, comercios, vías de comunicación, internet… y ofrecían trabajo a quienes se acercaban atraídos por el faro que iluminaba con la luz propia de la hospitalidad, la generosidad, la sensibilidad, el respeto, la autorrealización y el consenso asambleario.