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Desde muy temprana edad (entorno a los 25) me llegó la primera «iluminación»: una cosa es Dios -un Dios hipotético- y otra la religión, la religión monoteísta que fuere. Luego ya iría a lo largo de la vida indagando sobre la probabilidad de su existencia o sobre la inutilidad del esfuerzo en comprobarla.
La vida, aun corta comparada con la eternidad, da para mucho en materia de reflexión. Y, si somos mínimamente reflexivos, no necesitamos ser lumbreras para saber que evolucionamos, que vamos siendo cada día más conscientes, y que a medida que creemos saber más, más cuenta nos damos de lo mucho que ignoramos o incluso de que lo ignoramos todo.
Y así, después de haber renegado de una idea, de un sentimiento y de una religión y de ese dios antropomórfico que nos inculcó una educación en sumisión que anulaba o prohibía toda opinión no autorizada por ella, podría llegar eventualmente ese momento delicado en que, por la propia dinámica de nuestra naturaleza en buena parte divina, nos regresase a la recuperación del anhelo de lo absoluto o a la confirmación de la nada trascendente. Yo, personalmente, me mantengo todavía en el filo de la duda. Pero no de la duda con efecto desasosegante, sino como estado mental que precisamente dota de estabilidad y quietud al intelecto por haber renunciado a una verdad absoluta que me resulta imposible encontrar.
Pero no por ello dejo de reconocer que el papa actual, el jefe de la cristiandad católica, me está invitando a la reconciliación con la Iglesia en espera de la iluminación definitiva que concite a creyentes y a ateos, a gnósticos y agnósticos. O por mejor decir, a la condescendencia hacia el papado, o aún mejor, a coincidir con todos aquellos que dentro de la Iglesia o al margen de ella dan al hecho religioso, a la teología y a la doctrina social unos sesgos acordes con la sensibilidad de los tiempos que vivimos. Y cuando digo hecho religioso me refiero a la liturgia como soporte formal de la idea cardinal, cuando digo teología me refiero al envoltorio provisional de la misma idea, y cuando digo doctrina, me refiero a ésa de los padres de la Iglesia que se expresaron en términos socializantes sin que papas ni cardenales ni arzobispos ni obispos les hicieran puñetero caso, arrinconándola con contumacia durante milenio y medio no por el deseo de los señores del cielo sino por la voluntad de los reales dueños de la Tierra; ésa que vienen profesando los llamados teólogos de la liberación. Me basta ahora citar el concluyente y sublime pensamiento de San Ambrosio: «No es parte de tus bienes lo que das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos¨.
Seamos condescendientes y convengamos que Iglesia católica, en tanto que institución humana ha sido el artífice principal de la cultura predominante en Occidente, aunque la complementaron los para ella heterodoxos. Y que en todo caso, a lo largo de su existencia, desde el siglo III, al mundo le ha hecho tanto bien como mal. Pero ahora el papa Francisco, aparte muchos otros gestos ha alumbrado una encíclica que ha de conmover a todo espíritu sensible y a todo corazón amante. Teología, ecología y humanismo postergado, reunidos en el mismo haz: justo lo que yo venía esperando desde que separé al buen Dios de la iglesia católica y me quedé con la idea de que a la Iglesia sólo la salvaba la buena voluntad de los párrocos, en la misma medida que condenaba a cardenales, a arzobispos, a obispos y a papas, fuese por cobardes, por pusilánimes o por necios.
Sea como fuere, de lo que estoy seguro es de que si por sus directivas los dirigentes occidentales del mundo no se ablandan y persisten en su desdén por los desheredados de la tierra y en su cobardía frente a la fatal inclinación de los poderosos a destruir la vida del planeta, al menos el papa volverá a llenar de fieles humildes sus iglesias…
21 Junio 2015