CURA Y PADRE. SACERDOTES CON HIJOS. Isabel Ibáñez

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El Correo

Tres sacerdotes cuentan sus especiales vidas como padres de hijos en adopción, en acogida o incluso fruto del matrimonio
Una casualidad en una cafetería de Madrid se convirtió en el germen de esta historia. Fue en el Café de Oriente, propiedad de Luis de Lezama, el sacerdote vasco que abrió hace muchos años este establecimiento para ayudar a chavales desfavorecidos.

Esta conversación se produce con un camarero.

-¿Podría hablar con Luis de Lezama?

-¿Mi padre?

-Eeehhh… sí. Pero… ¿Si es cura!

-Ja, ja, bueno, es normal esa reacción, claro. Es que él me adoptó cuando yo era pequeño.

Y aunque en realidad el hombre se refería a la figura de la acogida, lo cierto es que él se considera el hijo del cura y así lo dice al mundo. Los tres sacerdotes de este reportaje siguieron al pie de la letra aquella frase de Jesucristo, ‘Dejad que los niños se acerquen a mí’, entendida por cada uno de diferente manera en las formas aunque igual en el fondo. Los tres se han sentido padres más allá de la acepción de esta palabra como sinónimo de cura, pese a que habían renunciado a tener familia. Nunca pensaron que la vida les cambiaría tanto.

Lezama ha cuidado en su casa a decenas de chavales en acogida desde Eduardo, aquel primer maletilla que soñaba con ser Manolete y al que recogió cuando iba en su moto hacia Chinchón, en 1962 -«Fíjate, acaba de morir de cáncer; ahora voy a casar al pequeño de sus siete hijos», dice Lezama-. Valentín Bravo, párroco de El Espinar, pidió permiso al obispo de Segovia para adoptar legalmente a Alekséi, un crío bielorruso que malvivía en la zona afectada por el desastre de Chernobyl. Y Julio Pérez Pinillos, que, casado y con tres hijas, sigue ejerciendo el ministerio: dice misa en la parroquia San Cosme y San Damián de Vallecas, pese a que el Derecho Canónico se lo prohíbe.

ADOPCI?N

Valentín y Alosa

Alosa dejó pasar seis meses antes de llamar papá a Valentín Bravo, el párroco de El Espinar. Cuando al fin ocurrió, éste le preguntó por qué había tardado tanto. «Estaba esperando a ver si me querías de verdad», le contestó entonces, con 8 años. Hoy tiene 13. Nació con el nombre de Alekséy Gromiko en Gomel, de padre desconocido y madre que murió cuando era un bebé por culpa del alcoholismo. Convivía en acogida con un matrimonio mayor que lo utilizaba como mano de obra, hasta que un día, en 2000, le reclamaron desde una tierra lejana, Segovia. En principio, como muchos otros niños bielorrusos, para pasar el verano, pero cuando Valentín vio a aquel «renacuajo rubio» con un grave estrabismo y una salud más que mala supo que el crío no debía regresar a su país.

Le operaron tres veces de los ojos, mejoró físicamente y empezó a ir a la escuela, por primera vez, porque no sabía leer ni escribir. «Tenía una afectividad terrible, había crecido sin cariño y raccionaba de forma salvaje, no sé ni cómo siguen las puertas en su sitio», recuerda el cura Valentín. Pero el Gobierno bielorruso reclamó al pequeño. «Se había ido creando una relación afectiva y mandarlo a su país no le haría más que daño, con lo que me planteé la adopción. Me informé del papeleo y hablé con el obispo».

Fuentes de la Conferencia Episcopal explican que el Derecho Canónico no dice nada acerca de la adopción y que éste es un caso excepcional. Reconocen que lo normal es hacer la consulta al obispo. Admiten no conocer cuántos casos hay en España, aunque también salió a la luz el de Ceferino Fernández, de la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel, en el barrio madrileño de Chamberí. Adoptó a Pablo, Carlos, Loli y Raúl, cuatro hermanos huérfanos.

Valentín Bravo consiguió finalmente convertirse en el padre legal de Alosa. Algunos sacerdotes consideran que la adopción no es una opción, que la casa de un cura, de un solterón, no es hogar para que se críe un niño y que lo que buscan es arreglar su soledad. Pero Valentín no está de acuerdo. ?l habla de su caso: «Mi planteamiento no fue solucionar ningún problema personal. Había un niño abandonado y no le podía dejar solo. Y la única manera era la adopción. Además, Alosa se beneficia también de la compañía del resto de mi familia».

El chaval llega del colegio. Le recibe su perrita Laika, como aquélla que los rusos mandaron al espacio. «La vida de antes era mala», dice Alosa. «Aquí estoy muy bien, me gusta estudiar con mi padre, aunque me regañe. Alguna vez me han preguntado qué es mi padre y digo que cura. Entonces me dicen que cómo puede ser padre un cura. Y les contesto que adoptándome».

«Hombre -reconoce Valentín-, es raro. Cuando me presenté en la junta de Castilla y León creían que estaban viendo visiones. Pero yo me alegro profundamente, me ha enriquecido como persona y también en mi trabajo. Ahora entiendo mejor a otros padres. El hecho de compartir la casa, el sofá con otra persona… He aprendido a limpiar a un niño, a estar pendiente de sus estudios, a jugar al fútbol con él… Y no me gustan las hamburguesas, pero de vez en cuando me toca».

ACOGIMIENTO

Luis, Luismi y decenas de chavales

«Lo mío no tiene nada de excepcional, somos muchos los curas que acogemos a niños para sacarles adelante, es una obra de caridad y misericordia», dice Luis de Lezama.

-¿Cuántos hijos ha tenido usted?

-Si hijos llamas a aquellos con los que he compartido pan y cobijo, pues a lo largo de 44 años no los puedo ni contar. Chicos sin familia o con problemas. Algunos han estado en mi casa y otros en nuestros albergues.

-Todo empezó con Eduardo.

-Sí, yo iba en la moto hacia Chinchón y apareció él en la carretera con un hatillo. Era un maletilla que trajo a otros chavales. Torerillos que buscaban capeas, que se tiraban en las plazas de toros de los pueblos. Era una situación diferente a la actual. Hoy los chavales marginales proceden de que los padres son unos vivalavirgen; los niños están hartos y con 15 años se sublevan.

-¿El niño más pequeño que ha tenido a su cargo?

-Luismi, que ahora se llama de otra manera porque al cabo de un tiempo fue adoptado por una familia andaluza. Tenía sólo 4 años cuando llegó a mi casa. Tuve que llamar a la mujer de un amigo para que lo bañase porque yo no sabía qué hacer con un crío tan pequeño. Se orinaba porque guardaba muchos miedos en su cuerpo. Durante muchas noches, para dormirlo, le conté el cuento de la vaca Ana, y unas navidades que lo llevé a Amurrio, a casa de mi madre, vio a una pariente mío que se llamaba así y que había engordado y soltó: «¿?sta es la vaca Ana?». Y ella me dijo: «Pero qué le has contado al niño?».

-¿El mayor disgusto?

-Pues uno que se me tiró al tren dejando tres hijos… Su cerebro se complicó…

-Sufre como cualquier padre.

-Claro, y soy también abuelo.

-Está claro lo que han recibido estos chicos, pero… ¿y usted?

-Lo primero, el cariño de todos ellos, de mucha gente que te llama y te recibe en su casa como si fueran tus hijos de verdad. Es una historia que empezó hace cuarenta años y que ha ido creciendo como una bola de nieve. Hoy muchos trabajan en nuestra empresa, y se sienten ligados también por los afectos, a veces tan difíciles de encontrar dentro de la propia Iglesia, porque hay sacerdotes o religiosos y religiosas que conviven bajo el mismo techo pero se quieren poco. Lo mismo que muchos padres que sólo ven a los niños por la noche. Así que un cura los acoge y lo único que hace es pasar mucho tiempo y llorar y reír con ellos… Y te ves una película de tiros, aunque no te gusten…

-¿Qué ha aprendido?

-Hasta a torear con mis maletillas. Trato a la gente de otra forma.

MATRIMONIO

Julio, Ruth, Tamar y Noemí

Como cualquier otro hombre que se ordena sacerdote, Julio Ruiz Pinillos nunca pensó en enamorarse, en practicar sexo ni mucho menos en tener hijos, pero en España hay 5.000 curas católicos (el 20%) que han consumado el matrimonio -en el mundo son unos 90.000-. El Derecho Canónico recoge que cualquier cura casado se convierte automáticamente en cura secularizado, es decir, que debe olvidarse de dar misa. Y en la Conferencia Episcopal dicen no saber de ningún cura que se salte la norma. Sin embargo, Julio Pérez Pinillos tiene mujer y tres hijas y continúa dando la comunión en la parroquia San Cosme y San Damián de Vallecas.

En la vida de Julio, quizá todo se ‘torció’, así entre comillas, cuando decidió dejar de ser un sacerdote ‘normal’ para convertirse en uno de esos curas obreros que en los setenta marcharon a trabajar a las fábricas como forma de estar más cerca del pueblo. Allí conoció a una joven comprometida con su Iglesia y se enamoró. «Pensé que sería célibe siempre y así lo fui durante diez felices años. Pero conocí a esta chica. Tuve mi resistencia, hasta que fui viendo que el amor era libre. Y de la misma manera que habíamos ido a las fábricas para estar más cerca de los trabajadores, Emilia y yo nos planteamos que íbamos a estar más cerca del concepto de familia si formábamos una», recuerda.

Así que la pareja se fue a hablar con el entonces obispo auxiliar de Vallecas, Alberto Iniesta. «Nos escuchó con gran respeto y generosidad, y nos contestó que él no podía decirnos que lo que íbamos a hacer estaba fuera del Evangelio». Julio se casó y tuvo tres hijas, Ruth, Noemí y Tamar, de 26, 21 y 18 años. Y sigue dando misa. Sabe que su caso es más que extraordinario, producto de unos compañeros y un obispo comprensivos. No olvida que muchos han debido dejar de ejercer contra su voluntad; por eso se convirtió en presidente de la Federación de Sacerdotes Casados.

El debate sobre el celibato opcional salta a la palestra de tiempo en tiempo. La última vez, hace mes y medio, cuando el Papa convocó a los jefes de los dicasterios de la Curia para «una reflexión sobre las peticiones de dispensa de la obligación del celibato». Al día siguiente, sin embargo, dio un portazo a las esperanzas de miles de sacerdotes casados al proclamar que todo sigue como estaba. «Pero sé que se está moviendo algo y confío en que así sea. Porque ésta es una norma del siglo XII -asevera-. Hasta entonces, los curas se casaban y tenían hijos». Esgrime un montón de argumentos para defender su causa, «pero el más importante es que Jesús nunca habló de celibato o virginidad. El Evangelio no dice nada de eso».

¿Es mejor o peor cura por haber tenido hijos? «Tan santo y tan pecador es el casado como el soltero, pero el matrimonio me ha descubierto dimensiones nuevas, matices sobre la mujer y los hijos, la concepción. Y también la sexualidad; la Iglesia ha patinado muchas veces en este tema porque los moralistas del sexo vienen del no ejercicio sexual».

Julio asegura que sus niñas nunca han sufrido por ser las hijas el cura. Para corroborarlo, llegan sonrientes Tamar y Noemí: «Siempre ha sido todo muy normal. En clase de patinaje, a la que llegaba nueva le decían como broma que nos preguntara qué era nuestro padre. ¿Ja, ja! Una dijo que lo había consultado a una monja de su colegio y que no podía ser. Pero aquí estamos».