Cristianismo e Iglesia -- Santiago Sánchez Torrado

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Deseo hacer una sencilla reflexión personal al hilo de la realidad, de las cosas que están pasando y que nos preocupan, a nivel social y eclesial, con el único propósito de que pueda ser útil para nuestra profundización e intercambio como comunidades cristianas.

En una perspectiva estrictamente creyente (que no descarta otros aspectos humanos más globales), creo que muchos de nosotros vivimos una desazón creciente, la que provoca el desequilibrio entre la profunda seducción que sobre nosotros ejerce el evangelio (con todo su despliegue humano y social) y el rechazo suscitado por una iglesia institucional (la más institucional y llamativa) cada vez más impresentable y agresiva, que se siente acosada y amenazada porque está perdiendo ?al menos a su juicio- la seguridad que proporciona el poder.

Basta con aludir a hechos recientes que están en la mente de todos, porque tampoco deseo caer en un negativismo morboso: las declaraciones del obispo de Tenerife sobre homosexualidad y pederastia, la concentración del día 30 de diciembre en defensa de la familia… Son sucesos que ?una vez más- nos llenan de sonrojo y vergüenza, al menos a mí y a otros muchos con los que los he comentado, y que expresan una concepción teológica y una práctica pastoral de la iglesia en franca regresión, de una involución preocupante y aparentemente irreversible.

Una iglesia cada vez más alejada de la realidad, que refleja un sobrenaturalismo latente o patente, apoyado y dirigido por el pontificado de Benedicto XVI; que acusa una escisión maniquea y nada cristiana en su visión de la historia y de la condición humana a la que debe servir y salvar. Una iglesia que dedica casi toda su energía a explicitar una fe que no asume la densidad de lo humano a partir del misterio de la encarnación y que se presenta como etérea y vacía ante las personas que vivimos enredadas en la complejidad de múltiples coyunturas existenciales y sociales.

¿Cómo abordar esta situación, cómo cambiarla los que no estamos de acuerdo con tal concepción y práctica de la iglesia? ¿Bastará con la paciencia y el intento de diálogo tantas veces frustrado, con algunas honrosas excepciones? ¿Y cómo dialogar con quienes se consideran en posesión permanente de la verdad? ¿Tenemos que seguir confiando ciegamente en ese difícil equilibrio entre humildad y audacia, en nuestra capacidad de autocrítica y en la apelación a la coherencia y a la radicalidad que dimanan del evangelio? ¿Puede ser que la profundización personal y existencial en el mensaje cristiano llegue a hacernos aceptar alguna vez esta iglesia que tenemos?

Graves preguntas, desde luego, que nos inquietan. A mí me preocupan y duelen por la iglesia misma, pero sobre todo por las personas ?sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos, todos creyentes al fin y al cabo- que están dejando su vida y su piel en este empeño pero que se sienten profundamente afectados por la situación que he intentado describir, a quienes aprecio y valoro profundamente y a los que cuento entre mis mejores amigos. Me parece que una iglesia que quema a la gente más limpia y entregada no es una iglesia humana ni evangélica.

Quisiera también sentir, vivir y decir estas cosas con más serenidad y confianza, pero no siempre me es posible. Me acojo a una iglesia más plural, que creo que existe, de rostro más amigable y convincente, de la que Dios cuida y mediante la cual nos prueba en muchas ocasiones. Pero deseo que esa confianza no frene mi empeño ?y el de tantas personas- por mejorar las cosas.