Yo tuve un viejo y sabio profesor que nos decía a los alumnos: «en el periódico todo es mentira, menos la fecha». Y conste que no estoy para bromas esta mañana. Porque no puedo reprimir mi indignación. Ahora mismo, cuando la noticia que recorre el mundo, como una flecha envenenada, es que la Cumbre del Clima ha terminado en un sonoro fracaso, los diarios de todo color y de cualquier pelaje nos hablan de «pacto insuficiente», de «acuerdo de mínimos» o de un «documento que no ha satisfecho a todos».
Acabo de ojear un diario tan prestigioso como El País. Y me quedo de piedra cuando veo que, al problema más grave y angustioso que ahora mismo tiene la humanidad, se le dedica página y media, mientras que al futbol se le conceden cuatro páginas enteras. Y me han dicho que algunos periódicos de hoy han resaltado más la posible prohibición de las corridas de toros que el fracaso de la Cumbre de Copenhague. El ocultamiento de la verdad, que campa a sus anchas en los «medios», es un indicador elocuente de lo que estamos viviendo.
Es, ni más ni menos, «el auge del capitalismo del desastre», según la acertada expresión de la inteligente escritora canadiense Naomí Klein. Ya no hablo ni siquiera del sombrío y amenazante mundo que les vamos a dejar a nuestros niños para cuando sean adultos, o sea a la gente que estará en la plenitud de su vida dentro de veinte o treinta años. No hablo del futuro. Hablo de lo que ya es presente, es decir, de lo que está pasando en este momento. Y lo que está pasando es que hay más de mil millones de seres humanos que se mueren literalmente de hambre. Sí, lo repito, es así. Se están muriendo de hambre. Y dentro de pocos años, serán dos mil millones los moribundos sin remedio.
Porque quienes tenemos que controlar el colesterol, el sobrepeso y la tensión, los que tenemos que hacer curas de adelgazamiento, los que no soportamos ni un día sin calefacción en invierno o sin refrigeración en verano, los que no sabemos ya dónde meter la ropa que nos sobra, ni tenemos claro a dónde vamos a llevar nuestro dinero para que produzca más, los que hacemos todo eso y cosas mucho peores que aquí no se pueden decir, todos nosotros los privilegiados del mundo, no sólo dejamos, aquí mismo, a los parados y a los inmigrantes sufrir sus desamparos y miserias, sino que, sobre todo, nos quedamos tan tranquilos cuando sabemos que nuestros gobernantes no tienen «voluntad poítica» para dar por lo menos el 0’7 % del PIB para que no mueran tan espantosamente los millones de criaturas que ya tienen la muerte llamando a sus puertas.
¿Estamos locos? ¿Cómo y por qué justificamos nuestro silencio y nuestra pasividad? ¿Somos realmente tan cobardes? ¿Es que, efectivamente, nuestro «dios» es el «dinero»? Sea lo que sea de estas preguntas agobiantes, lo que no admite duda es que estamos metidos de lleno en una auténtica guerra. Pero no es la guerra contra la pobreza, sino la guerra contra los pobres (Susan George). Y ya se sabe, cuando el enemigo es tan débil, esta guerra vergonzosa y repugnante la tenemos ganada. Este es el ejemplo que vamos a dejar a nuestros herederos.