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“La controversia sobre el celibato” después del Vaticano II (19)
(Comentarios a “Sacerdotalis Caelibatus”, de Pablo VI)
“Responsabilidad de todo el Pueblo de Dios” en cuidar el celibato (¿?)
“La virtud sacerdotal es un bien de la Iglesia entera; riqueza y gloria no humana, en edificación y beneficio de todo el pueblo de Dios. Por eso, queremos dirigir nuestra… exhortación a todos los fieles…, a que se sientan responsables… de la virtud de sus hermanos, cuya misión es servirles… para su salvación. Pidan y trabajen por las vocaciones sacerdotales y ayuden a sacerdotes con devoción, amor filial, dócil colaboración, afectuosa intención de ofrecerles el aliento de una alegre correspondencia a sus cuidados pastorales. Animen… a superar las dificultades de todo género.. al cumplir sus deberes con plena fidelidad… Cultiven con espíritu de fe y caridad un profundo respeto y delicada reserva respecto al sacerdote, de modo particular de su condición de hombre enteramente consagrado a Cristo y a su Iglesia” (Sacerd. Caelib. n. 96).
El texto pontificio identifica el celibato con “la virtud sacerdotal”. Olvida a los curas de rito oriental que no están obligados a guardar celibato y pueden ser y son virtuosos (“muy meritorios”, según PO 16). “La virtud sacerdotal” específica es el amor pastoral. Las demás virtudes son comunes a todo cristiano. Disuena en las sociedades democráticas pedir colaboración para mantener unas normas innecesarias, sobre todo cuando no se pidió opinión para imponerlas. Por eso, entre otras cosas, la Iglesia tiene poca credibilidad en esta sociedad. ¿Cómo el Pueblo de Dios cuidará del celibato que se vincula legalmente al ministerio si la mayoría cristiana no comparte esta ley?
El amor pastoral relegado por la ley celibataria
Se pide a los fieles “sentirse responsables.. de la virtud de sus hermanos”, los sacerdotes. Es entraña del cristiano el cuidado mutuo (1Tes 5, 14-5), el amor a los “consagrados” (bautizados) (Ef 1, 15), consagración básica, fundamental, la que nos hace miembros del Cuerpo de Cristo (1Cor 12,13). Dentro de esta responsabilidad comunitaria habría que enmarcar el cuidado de quienes presiden la comunidad por su especial servicio (1Tes 5, 12-13), no por su celibato legal. El texto, sin embargo, pide “profundo respeto y delicada reserva… de su condición de hombre enteramente consagrado a Cristo y a su Iglesia” (es decir, célibe). Interesa, pues, el imperativo celibatario más que la actitud servicial. Por eso, el celibato es lo único que cuenta realmente para separar del ministerio. ¡Cuántos sacerdotes han tenido que dejar el ministerio a pesar de su mucho amor pastoral, avalado por sus comunidades! Este amor, junto con las cualidades serviciales, es lo más importante. Sin ese amor no puede haber ministerio. Sin celibato, puede haber ministerio, y de hecho lo hay. Para la disciplina eclesial latina lo accesorio, lo innecesario, la ley celibataria, tiene más fuerza que lo necesario. Es la causa principal del abandono del ministerio. En el libro “Sacerdotes Casados – Testimonio e Investigación”, de Ponciano Jorge y otros (Voces Publishing, 1990, p. 51-52), viene una encuesta que, aunque es de 1990, refleja un estado de opinión, hoy, creo, más contundente y extendido:
“En promedio, ¿cuáles son las principales razones por las que un sacerdote deja el sacerdocio?
En orden descendente son: – El celibato, el 42%; – Estructura eclesiástica obsoleta, el 13%; – Crisis existencial, el 9%; – Segregación clerical, el 9%; – La fe católica, el 5%; – Desacuerdos Pastorales, 4%; – Incompatibilidad con el obispo, el 4%; – Aislamiento, 4%”.
“Invitación a los seglares” más devotos
“Nuestra invitación se dirige en particular a los seglares que buscan más asidua e intensamente a Dios y tienden a la perfección cristiana… Estos podrán con su devota y cordial amistad ser una gran ayuda a los sagrados ministros. Los laicos… están en condiciones, en algunos casos, de iluminar y confortar al sacerdote que.. podría recibir daño en la integridad de su vocación de ciertas situaciones y de cierto turbio espíritu del mundo. De este modo, todo el Pueblo de Dios honrará a nuestro Señor Jesucristo en los que le representan y de los que dijo: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado” (Mt 10, 40), prometiendo cierta recompensa al que ejercite la caridad de alguna manera con sus enviados (Ibíd., v. 42)” (Sacerd. Caelib. n. 97).
La invitación a cuidar de los sacerdotes se dirige ahora expresamente a los seglares más integrados en la institución eclesial y crecidos en la vida espiritual. “Estos laicos”, dice, “están en condiciones, en algunos casos, de iluminar y confortar al sacerdote” en peligro de su integridad vocacional “por ciertas situaciones y por cierto turbio espíritu del mundo”. Aparece entre líneas la ideología clerical del celibato: la vocación peligra si peligra el celibato. Cosa claramente falsa cuando no existe la ley que vincula necesariamente ministerio-celibato. Una vocación se pone en peligro cuando no se cree en el Espíritu que nos llama con entera libertad. En la Iglesia latina el gran peligro vocacional es sin duda la ley del celibato. Ella es la que ha echado para atrás a miles de seminaristas, a infinidad de jóvenes cristianos que, por esta ley, ni siquieran oyen las insinuaciones del Espíritu ni las llamadas de sus comunidades a servirles de sacerdotes ministeriales. Esta experiencia es irrefutable.
Un cristiano maduro cuidará el ministerio más que el celibato
Un buen cristiano deberá procurar que sus sacerdotes sean fieles a su conciencia, a su humanidad, a su fe cristiana, a su servicio comunitario. Estas son las opciones fundamentales de las que depende su realización personal, su “salvación”. Las demás opciones entran en el campo de la libertad, tan variado como las aficiones, inclinaciones, atracción, devoción, interés, tendencias, propensión, proclividad, simpatía, apego, predilección, apetencia, afección… Opciones que cada ser humano debe manejar conforme a su conciencia, con responsabilidad y amor. Un cristiano adulto siempre podrá “iluminar y confortar al sacerdote” “apreciando su trabajo de hacerse cargo de ellos y amonestarles” (1Tes 5, 12). Y si decide dejar el celibato -opción evangélicamente libre- lo lógico es acogerle en la comunidad -no que tengan que irse como un expulsado o desterrado-, reconocer su derecho humano a casarse y tener familia. Trabajar por la eliminación de esta ley celibataria es un buen trabajo de amor cristiano. Los derechos humanos estarán más vigentes en la Iglesia. Multitud de obispos y presbíteros les agradecerán su generoso servicio.
“La intercesión de María” también vale para eliminar la ley del celibato
“Venerables hermanos, pastores… sacerdotes hermanos e hijos nuestros…: os invitamos a volver con renovada confianza y con filial esperanza la mirada y el corazón a la dulcísima Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, para invocar sobre el sacerdocio católico su maternal y poderosa intercesión. El Pueblo de Dios admira y venera en ella la figura y el modelo de la Iglesia de Cristo… María Virgen y Madre obtenga a la Iglesia… el que se gloríe humildemente y siempre de la fidelidad de sus sacerdotes al don sublime de la sagrada virginidad, y el que vea cómo florece y se aprecia en una medida siempre mayor en todos los ambientes…” (Sacerd. Caelib. n. 98).
“La fidelidad” fundamental de obispos y presbíteros debe ser al ministerio. Hay muchos sacerdotes católicos que no tienen “el don sublime de la sagrada virginidad”, y no dejan de ser “meritísimos” sacerdotes. Ellos tienen otro “sublime don”, el del matrimonio, hecho sacramento del amor divino (cosa que no ha merecido el celibato). También ellos invocan a “la dulcísima Madre de Jesús y Madre de la Iglesia” para que les proteja en su ministerio. Entre ellos los hay perfectamente legales eclesialmente (los de rito oriental, los anglicanos pasados a católicos…) y otros a los que la dureza de corazón de muchos católicos les mantienen al margen de la legalidad eclesial. Podemos pedir a la Virgen y Madre de todos que cambie la ley: que la Iglesia separe ministerio y celibato, que haga lo que hacía Jesús e hizo la Iglesia primera, la Iglesia oriental, la ortodoxa, la luterana, la anglicana…
¡Ojalá de nuevo “veamos a los apóstoles perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y sus hermanos (He 1,14) y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo” (LG 59)! El Espíritu que instó a la Iglesia primera a “no imponer más cargas que las necesarias” (He 15, 28). El Espíritu que inspiró estas escrituras santas:
“No es bueno que el hombre esté soltero; hagámosle una ayuda adecuada” (Gen 2,18). “Pero si no pueden contenerse, que se casen; es preferible casarse que arder en malos deseos” (1 Cor 7,9). “Acerca de la virginidad, no tengo ningún precepto del Señor”. (1Cor 7, 25). “El que aspira a presidir la comunidad, desea ejercer una noble función… Por eso quien preside debe ser un hombre irreprochable, casado una sola vez, sobrio, equilibrado, ordenado, hospitalario y apto para la enseñanza. Que sepa gobernar su propia casa y mantener a sus hijos en la obediencia con toda dignidad. Si no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar la Iglesia de Dios?” (1 Tim 3,1. 2.4-5). “¿Acaso no tenemos derecho a comer y a beber, a viajar en compañía de mujer creyente, como lo hacen los demás Apóstoles, los hermanos del Señor y el mismo Cefas?” (1Cor 9,4-5).
“Firme esperanza de la Iglesia” en la ley que Jesús no impuso (Sacerd. Caelib. n. 99).
Son las palabras finales sobre “la esperanza en Cristo” acerca del celibato vinculado legalmente con el ministerio. Pone como sujeto a “la Iglesia”. Las acciones son: “ser consciente de la dramática escasez del número de sacerdotes en comparación con las necesidades..”. Funda su esperanza en “los infinitos y misteriosos recursos de la gracia: la calidad espiritual de los… ministros engendrará también la cantidad”. Su apoyo definitivo es que “a Dios todo le es posible (Mc 10, 27; Lc 1, 37)”.
Esta esperanza es fruto del fanatismo, del “apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas” (RAE). No surge de la fe cristiana, como la misma encíclica reconoce:
“el Nuevo Testamento, en el que se conserva la doctrina de Cristo y de los apóstoles, no exige el celibato de los sagrados ministros, sino que más bien lo propone como obediencia libre a una especial vocación o a un especial carisma (cf. Mt 19, 11-12). Jesús mismo no puso esta condición previa en la elección de los doce, como tampoco los apóstoles para los que ponían al frente de las primeras comunidades cristianas (cf. 1 Tim 3, 2-5;Tit 1, 5-6)” (Sacerd. Caelib. n. 5).
Ante “la dramática escasez del número de sacerdotes”, responde confíando temerariamente en “los infinitos y misteriosos recursos de la gracia”. Como si la Iglesia dispusiera de “la gracia” a su antonjo, fuera su dueña y pudiera suplir lo que humanamente está a nuestro alcance.. Y más atrevido y fanático aún: “la calidad espiritual de los.. ministros engendrará también la cantidad”. Tendría que al menos decir, “si Dios quiere”. Por muy santo y sagrado, un ministro no podrá obligar a Dios a conceder juntas vocación al ministerio y al celibato, y más, en las cantidades que quiera o necesite. El fanatismo no tiene medida: como “a Dios todo le es posible”, cree que Dios hará lo que los dirigentes eclesiales quieran. Eso es justamente tentar a Dios: poner a prueba su fidelidad. La Iglesia obliga a cumplir una acción innecesaria, esperando que Dios intervendrá: “dará órdenes a sus ángeles… y te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece con piedaras” (Lc 4, 9-12). Y si “tropieza” (¡pocas leyes han tropezado tanto!), el fanatismo sigue impertérrito: la culpa no es de la ley, puesta bajo la inspiración del Espíritu de Dios:
“La responsabilidad recae no sobre el sagrado celibato en sí mismo, sino sobre una valoración no suficiente y prudente de las cualidades del candidato o sobre el modo con que los sagrados ministros viven su total consagración” (n. 83).
La culpa, pues, de los ministros y de quienes los valoran. Esta opcecación clerical recuerda a Pedro, increpando a Jesús mismo por lo que le esperaba. La respuesa de Jesús es fulminante: “¡Vete! ¡Quítate de en medio, Satanás!… tu idea no es la de Dios, sino la humana” (Mt 16, 23; Mc 8,33).