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EL ESPECTADOR
Colombia se ha convertido en el país de los procesos de paz. Y después de cada uno de ellos sigue en llamas.
Casi cada 15 años nuestra dirigencia nos convoca a un nuevo proceso con el que se pretende cerrar las heridas de la sociedad. Y cada uno de esos procesos consiste en la desmovilización de un ejército insurgente, una banda criminal, un grupo al margen de la ley.
En 1953 se desmovilizaron los guerrilleros liberales de Guadalupe
Salcedo y de Dumar Aljure. En 1958 se hizo el armisticio entre los
partidos liberal y conservador que habían ensangrentado el país durante
décadas. Ese armisticio, llamado el Frente Nacional, duró 16 años, y
terminó en 1974. Quince años después, en 1989, se estaba
desmovilizando el M-19. Quince años después se dio la desmovilización
de los paramilitares. Casi 15 años después, la desmovilización de las
Farc. Y ahora empezamos a preguntarnos cuándo será el siguiente
proceso de paz, y a cuáles de los muchos bandos guerreros que
atenazan al país desmovilizará.
Yo estoy de acuerdo con esas desmovilizaciones. También apoyé los
procesos de paz que fracasaron: el de Belisario Betancur con las Farc y
con el M-19 en 1984, el de Andrés Pastrana con las Farc en 1998.
Pienso que es bueno que el Estado firme compromisos con los guerreros
para lograr su desmovilización, y pienso que el Estado debe cumplir
rigurosamente esos acuerdos, y que los desmovilizados, por supuesto,
deben cumplir los suyos.
Pero yo no llamaría a eso la paz. Usamos inadecuadamente una sílaba
grande como el mar para designar a esos diálogos.
Tantos procesos de paz cumplidos, y tantos pendientes, ya nos deberían
haber enseñado que la paz es otra cosa. Cuando en 2016 el Gobierno
convocó a un plebiscito para medir el apoyo ciudadano al proceso de La
Habana, nos dijeron que el país estaba dividido entre el sí y el no. Pero la
verdad es que de 35 millones de votantes inscritos, el 18,2 % dijo sí, el
18,4 % dijo no, y el 63 % no dijo nada. Y es preciso convenir que una paz
a la que solo apoye el 20 % de la población no promete mucho en
términos de reconciliación.
Hay algo que a nuestra dirigencia no parece gustarle que preguntemos.
No cómo desmovilizar a los insurgentes y a los criminales, sino por qué
tantos insurgentes y tantos criminales. El resto de los países de América
Latina no viven asediados por guerrillas, bandas criminales,
paramilitares, delincuencia común y hasta crímenes cometidos con las
armas del Estado, como ocurre en Colombia hace muchas décadas.
Eric Hobsbawm decía aterradoramente que la presencia de hombres
armados forma parte natural del paisaje colombiano como las colinas y
los ríos. Yo no quiero creer que eso sea verdad. El hecho de que el mal
haya sido largo no significa que sea inevitable, y vale la pena
preguntarnos si es verdad que Colombia es un país condenado sin
remedio a la violencia.
Creo que la mayoría de los colombianos formamos una sociedad
pacífica. Pero es la alarmante falta de cohesión de esta sociedad,
fragmentada por las estratificaciones, por el clasismo, por el racismo, por
la prédica rencorosa de los políticos, por la estrategia polarizadora de los
partidos, lo que deja a la mayoría inerme a merced de minorías violentas
y corruptas.
Un proceso de paz verdadero tendría que tener como protagonistas a los
millones de ciudadanos pacíficos que nunca han obrado violencia contra
nadie, y que siguen esperando desde hace décadas las reformas que ya
reclamaba Gaitán en 1948. Empleo verdadero, seguridad social, créditos
productivos, vías que comuniquen al país, educación que resuelva
problemas y no que los agrave, verdadera salud pública, una economía
que genere convivencia, cultura que nos una y que nos dignifique, un
modelo social y un relato en el que quepamos todos.
Si algo tenemos que corregir en Colombia es la extrema desigualdad, la
exclusión, el orden de privilegios para unos pocos y la agobiante falta de
oportunidades que deja a millones de personas hundidas en la
desesperanza, en la postración, lejos de un sentimiento de orgullo por un
país que los excluye y los condena.
Y esa idea de que la salud son medicamentos, de que la educación son
matrículas, de que la justicia son armas y cárceles, de que la economía
es saquear el territorio, de que la vida es resignación.
Aquí los precios y el parque automotor son del primer mundo, la canasta
familiar y las carreteras, del último.
La paz tendría que significar millones de ciudadanos con oportunidades,
con orgullo por el país, celebrando exultantes en las calles el comienzo
de un tiempo nuevo. Y sólo los ciudadanos pacíficos, que son la mayoría,
saben cómo se hace la paz. Pero nadie les da el protagonismo, el
derecho a la iniciativa, los estímulos, porque nuestra dirigencia solo sabe
diseñar procesos de paz en los que la culpa de todo la tengan los que
entregan las armas y se rinden, en los que nuestros dirigentes nunca son
responsables de nada, y sobre todo en los que nada cambie realmente
para la mayoría.
Y es por eso que el país vuelve a estar en llamas. ¿Cómo creer en un
proceso de paz sin un proyecto de juventudes, que les ofrezca
oportunidades, dignidad, un lugar destacado en el proyecto de la nación
a cientos de miles de jóvenes que permanecen sin ingresos, sin
educación, sin horizontes, en las fronteras del peligro, y que son el
instrumento fatal de todas las violencias?
Lo que les falta, lo que les faltó siempre a nuestros procesos de paz, no
es voluntad, es grandeza. Y amor por un territorio al que estamos
devastando sin compasión. Qué pequeña es nuestra política.