Un año más se acerca la Semana Santa. Con la flexibilidad del calendario lunar, que hace que unos años caiga en marzo y otros en abril, se aproximan estas fechas de celebración para los cristianos.
No estamos ya en los tiempos en que estos días suponían, al menos en España, una inmersión colectiva en la festividad cristiana, pero tampoco son demasiado lejanos, y mucha gente aún los recuerda.
Se suspendían los espectáculos públicos, no había cine ni teatro; durante unos días la programación de una televisión entonces naciente sería religiosa o no sería. Se preparaban paños morados para cubrir las imágenes de las Iglesias durante los oficios propios de estos días. Los predicadores afinaban y rebuscaban en sus fuentes para preparar densos sermones sobre las Siete Palabras, la Eucaristía, la Pasión o la Resurrección… Y cuando llegaba el Triduo, entonces se imponía un ritmo más lento, un silencio más denso, sólo roto por el repicar de tambores y cornetas en las procesiones; un rictus de seriedad parecía lo apropiado para acompañar a Cristo camino de la cruz, y esperar hasta poder celebrar su Resurrección.
Hoy la oferta se diversifica. La Semana Santa es un tiempo estratégicamente colocado en mitad del segundo semestre escolar. Las compañías de viajes ofrecen estancias en Cancún, o un anticipo del verano en las playas mediterráneas. Hay vacaciones escolares; breves, pero al menos un último respiro para tomar fuerzas antes de lanzarse a rematar el curso….
La televisión ya no es monotemática, y se alternará «La túnica Sagrada» con «Pulp Fiction», «Rey de Reyes» con «Los reyes del Mambo», o «La Pasión» de Mel Gibson con alguna «Pasión de Gavilanes»; y si se retransmite alguna procesión estará precedida por un programa del corazón o seguida por un partido de fútbol. Nadie espere que los bares cierren en Jueves Santo, ni un duelo colectivo el Viernes Santo en nombre de las creencias cristianas. Ya no es este un tiempo para una vivencia monolítica de la Semana Santa.
Por supuesto se mantienen, con otros ritmos y otras formas, los rituales religiosos. Eso sí, ya no marcan el ritmo único de la sociedad en esos días. Como casi todo en esta época, lo que hay hoy es un escaparate plural de actividades para elegir, e incluso desde el punto de vista del acercamiento a lo religioso, un batiburrillo de cultura y fe, de folklore e imaginería, de creencias profundas y acercamientos profanos a una celebración cargada de significados.anta2
¿Qué celebramos en la Semana Santa? ¿Qué contemplamos? ¿Qué dejamos que, lentamente, a través de gestos comunes y de una contemplación invididual, en oficios o procesiones, en la celebración compartida o en la oración y la reflexión individual nos toque profundamente?
El servicio. El Jueves Santo la liturgia recoge preciosamente el lavatorio de los pies como expresión de una lógica alternativa, la de quien, siendo el primero, se ciñe una toalla a la cintura, lava los pies a los suyos y les invita a hacer lo mismo. ¿Qué hace este gesto tan denso? La inversión de categorías, donde el grande se hace pequeño y enaltece a los humildes. La gratuidad de un gesto aparentemente innecesario. La llamada a vivir desde esa misma lógica. En un mundo en que parece que el gran éxito en la vida es ser servido, esta llamada a lavar los pies polvorientos del amigo resulta, cuanto menos, una provocación.
La fraternidad. También el Jueves Santo explicitamos la celebración del amor fraterno. Recorremos partes de la oración de Jesús en el evangelio de Juan, nos sentimos amigos y no siervos. Compartimos una misma mesa, y en ese gesto nos encontramos llamados a vivir en plenitud. Nos reconocemos hijos de un mismo Padre, y, en consecuencia, hermanos. La comensalidad, propia de lo celebrativo en todas las culturas, se explicita aquí como hermandad, como la experiencia de estar vinculados por un amor común que recibimos incondicionalmente.
La entrega eucarística. Dar la vida no es morir, sino vivir de una manera determinada, dándose día a día –hasta la muerte si hace falta. Esto es lo expresado definitivamente en la Eucaristía. El darse sin reservas. El com-partirse para los otros. El derramarse de una manera fecunda. Ese es el sacerdocio de Jesús, en el que la entrega es de uno mismo. Y es también ese sacerdocio el que conmemoramos el Jueves Santo.
Las encrucijadas vitales. La hora santa, con su evocación de la agonía de Jesús en el Huerto, es un precioso reflejo de nuestras propias incertidumbres. A veces por cosas muy cotidianas. En otros momentos por la necesidad de tomar decisiones trascendentales… el hecho es que en ocasiones también nosotros pasamos por esas vacilaciones. A Jesús lo acompañamos en una situación límite. Le vemos en la tesitura de huir o seguir, de resistirse o ser coherente con aquello que lleva proclamando con su vida durante largo tiempo, de rebelarse o aceptar lo que viene. Y en su respuesta valiente vemos también un reto y una llamada para nuestros propios dilemas, para las situaciones en que hemos de optar, para tantas veces en que a la luz del evangelio nos sentimos urgidos a algo difícil.
El sufrimiento y la soledad. Todo el Viernes Santo es un día árido. Viendo a Jesús juzgado por los poderes religiosos y políticos de su época, abandonado por muchos de sus amigos, nos asomamos al dolor. Acompañando a Jesús camino de la cruz (Via Crucis), nos toca intuir la indiferencia de unos, la compasión de otros… A veces nos sentiremos como ese Cirineo que carga con la cruz, y otras como Verónica que seca el rostro de Jesús. Podemos reconocernos en un gobernador romano más pendiente de lo conveniente que de lo justo.
Tal vez estemos escondidos, entre la muchedumbre, temerosos de ser señalados como amigos de este criminal sin delito. O quizás nos asomemos, de puntillas, al dolor y al abandono en que parece estar sumido Jesús. Y en el camino, también reconocemos nuestras propias cargas, algo que nuestro mundo no nos prepara demasiado para vivir. Hoy en día, cuando parece que en todo momento hay que «estar bien», la contemplación de la agonía del Justo resulta un desafío y una escuela.
La cruz. La adoración de la cruz el Viernes Santo, tras haber escuchado la lectura de la Pasión, es uno de los momentos más significativos de la liturgia. No adoramos un trozo de madera, ni prestamos macabra reverencia a un instrumento de muerte. Para nosotros la cruz es mucho más que eso. Es el espacio donde se abrazan las víctimas y su liberador. Es el lugar donde los que padecen, por la injusticia, por el odio, por el mal que atraviesa nuestro mundo, se encuentran con el inocente que viene a salvarlos. La cruz nos habla de un dolor que atraviesa nuestro mundo. Nos invita a alzar la mirada con honestidad y percibir las fisuras y las heridas que golpean y mutilan. Nos habla de fracasos y de rechazo, de pecado y de un Dios que parece callar.
La espera. El sábado santo es el tiempo del silencio y la espera. Cuando parece que nada puede pasar. Cuando lo que queda es la nostalgia por lo que parece perdido, y la incertidumbre ante lo que pueda llegar. Tiene mucho de rutina y hábito. Tiene mucho de confianza sin pruebas. Es creer sin saber, anhelar sin exigir, buscar sin plazo. Es el tiempo de los discípulos asustados, de María Magdalena inquieta… el tiempo de calma insegura de quienes le han condenado. Muchas veces nosotros mismos podemos vivirnos en este tiempo… cuando las heridas son lejanas, pero la cura no termina de llegar; cuando la esperanza parece estrellarse con la realidad; cuando el dolor ya no quema, pero sigue ahí, cuando la ilusión parece domesticada o rendida.
La Vida. Y entonces llega la palabra definitiva de Dios. «No busquéis entre los muertos al que vive». Hasta aquí hemos ido asomándonos a una historia que parece tremendamente exigente, trenzada con dolor, con cruz, con encrucijadas en las que no es fácil elegir lo que parece correcto. Podría decirse que todo invita hasta aquí a una seriedad definitiva, a una solemnidad absoluta y a una circunspección inevitable.
Sin embargo es la celebración de la resurrección lo que ilumina con fuerza invencible todo lo anterior.
La palabra última de Dios es una palabra de vida. La muerte no ha vencido al Justo. La cruz está vacía, y las víctimas de la historia están desclavadas. Hablamos entonces de salvación y de liberación. La sombra y la tiniebla dan paso a la luz, la noche al día, el llanto al júbilo. A veces es más fácil sentirse en sintonía con lo que hemos celebrado los días anteriores, y parece en cambio lejana esta alegría imbatible. Parece que es más posible empatizar con la experiencia de la soledad o el dolor, y cuesta más el salto de fe hacia la afirmación definitiva de la resurrección. Y, sin embargo, es la clave de todo el edificio, la única que le da sentido a todo lo anterior, al servicio sin condiciones, a la entrega radical, a la soledad o a la cruz.
Conclusión
Al acercarse estas fechas, una vez más, nos disponemos a celebrar. No es lo de siempre, porque cada vez somos distintos, o llegamos con una carga diferente. Porque un año estamos heridos, y al siguiente nos sentimos pletóricos, unas veces nos toca celebrar cansados, otras exultantes y otras envueltos en el ritmo cotidiano, sin tiempo para grandes emociones. A veces tenemos preguntas y otras una fe calmada. Un año la vida nos sonríe y otros parece que el mundo conspira contra uno. Y Dios, en su historia, nos toca de manera diferente
Y por eso, esa misma verdad del evangelio, esa lógica del Reino que se nos presenta en historia milenaria, el Dios que en Jesús sigue dando su vida por enfrentarse al pecado que mata, y que al final se alza vencedor, es noticia nueva. Y toca nuestras vidas, y nos enseña a leer el mundo y sus historias. Seguiremos recibiendo un pan de vida que se da por nosotros, y en el lavatorio se nos lavarán los pies a todos mientras se nos invita a hacer lo mismo. Tal vez al contemplar los pasos procesionales que otros hombres esculpieron hace siglos, descubriremos en ellos detalles de una historia nueva.
Adoraremos una cruz donde las víctimas son desclavadas, y en el fuego de una hoguera arderán las miserias, una vez más vencidas. Nos lavaremos de nuevo en un agua viva. Escucharemos la historia de la salvación, que enlaza con nuestras historias, y sentiremos que la última palabra de esa historia es una palabra de Vida. Y todo ese proceso nos hablará de nuestras luchas y nuestros miedos, de las noches oscuras y las encrucijadas que jalonan nuestro camino, nuestras traiciones y nuestras valentías. Volveremos a ser Pedro asustado o María herida, Juan fiel o Judas obcecado, Pilatos lavándose las manos o Caifás rasgándose las vestiduras; seremos Cireneo cargando con nuestra porción de cruz o Verónica consolando al Justo humillado.
Y, tal vez, como el centurión ante la cruz, abriremos los ojos al reconocer que este inocente entregado, este justo ajusticiado es, en verdad, el Hijo de Dios. Seremos, en fin, Magdalena sorprendida y alegre o caminantes inciertos hacia un Emaús de encuentro y reconocimiento. Y en ese proceso de nuevo nos sentiremos abrazados por un Dios que nos llama y nos levanta con él, un Dios que vacía los sepulcros y reconcilia a la humanidad consigo. Y todo estará bien.
Nota. Es un trozo de un artículo más amplio de Paco Aranda.