Enviado a la página web de Redes Cristianas
Me había propuesto hace poco no volver a abordar el asunto. Es penoso y yo estoy en la idea de no prestar atención a nada de lo tanto desagradable, deprimente o desazonado que ocurre en el mundo y en este país. Pero a la fuerza ahorcan. Y me es muy difícil esa conocida estrategia de mirar a otra parte en cuanto no conviene a mi salud. Bastante hago no visitando el campo ni las montañas ni los ríos ni la naturaleza en fin, para no sufrir un colapso por razones o motivos ?naturales??. Y eso me había propuesto, seguramente con la recóndita esperanza de que esto se arreglase; de que con el comienzo del otoño se me/nos disiparían bastante nuestros temores.
Pero lejos de ser así, cada día que me levanto para dar mi caminata acostumbrada a hora relativamente temprana, siento la subida a esa misma hora de un grado. No necesito confirmarlo con los termómetros más o menos oficiales, ni esas aplicaciones para todos los públicos que están en móviles y tabletas, ni esas webs que son el oráculo mundial que abarcan todos los datos imaginables que tienen para mí un valor igual a cero comparados con mi medidor corpóreo.
Así resulta que en esta mañana no tan tibia del 8 de octubre, a las 9 de la mañana, me viene a la cabeza la siguiente tontería: la totalidad de los problemas puntuales de carácter político, económico, social y sanitario de cada nación por separado, y la misma clase de problemas del mundo en su conjunto, palidecen al lado de lo que se avecina como consecuencia del cambio climático. El mortífero avatar avanza con la lentitud de lo inexorable, de la fatalidad. Y mientras las poblaciones terráqueas prosiguen sus vidas ajenas a lo que les espera y los gobiernos hacen sus planes sin contar con la variable de la mutación climática o tratándola como un factor tangencial, la temperatura global de la atmósfera y las temperaturas locales suben sin cesar lo suficiente como para hacernos temblar. Y naturalmente con mayor motivo a las poblaciones que viven literalmente al nivel del mar o por debajo del mar.
El año hidrológico y con él el otoño han empezado en España el 1 de Octubre, y el estado de los embalses es ya catastrófico. Las apuestas están en el 10 á 1 de que el drama y luego la tragedia en Europa ha empezado en España, en Grecia y en el sur de Italia. Es decir, en la cuna de la cultura grecolatina, frenada por el oclusivo y atroz catolicismo hispano. Veo en mi pueblo que, además de los muchísimos jardines privados, pero también los jardines públicos, las praderas y el riego automático de flores y arbustos siguen funcionando a la misma hora cada día como si no pasase nada. Sé, por otra parte, que pueblos de la Sierra madrileña y abulense están ya a punto de no disponer de una sola gota de agua. Pero no importa. La vida sigue. ¿Cómo se van a atrever los gobiernos locales a decidir las restricciones de agua? Hay que evitar la incomodidad, es preciso retrasar la alarma social, pues sería fatal.
De todos modos no nos preocupemos por tan poca cosa. Hay cosas peores en el plano colectivo, aunque en este momento no se me ocurre cuáles puedan ser salvo si pensamos en esas justas políticas desatadas con saña por adueñarse del poder. Aun así yo no puedo nunca olvidar esa máxima justo grecolatina: los dioses ayudan a los que aceptan y arrastran a quienes se resisten… Que ayudemos, que tomemos medidas con anticipación o que nos dejemos llevar por la suerte, en este caso la fatalidad, depende de nuestra pasividad o no, de nuestra sagacidad y en último término de la estupidez de los responsables públicos, que en España es por definición de una magnitud espantosa. Lo único que podemos hacer es retrasar los efectos del desastre. Apresurémonos a la tarea…
8 Octubre 2019