Nos pasamos gran parte de la existencia viendo el tapiz por delante. Nos asombra su magnífico tema y nos deslumbra su policromía. Pero llega un momento, generalmente en el último tramo de nuestra vida, que vemos el tapiz por detrás.
Advertimos nítidamente su urdimbre, nos fijamos en cómo se entrelazan con filigranas los hilos: hemos «descubierto» el quid de la cuestión, las claves de la sociedad, de la influencia y del poder con mayúsculas; hemos abierto el arcano donde cada una de las caras del poliedro de las muchas que tiene la realidad muestran su cierta faz.
Y en parte es, porque si lo obvio es lo más difícil de explicar, también es lo más difícil de ver con los ojos de la mente: lo tenemos delante de los ojos de la cara, pero no lo vemos; vemos el bosque, pero no cada árbol por separado. En este fenómeno óptico se basan los trucos de la magia y las sesiones de ilusionismo.
Pues bien, obvio es que el principal enemigo del cristianismo genuino, el de Cristo, es el catolicismo. Lo mismo que el principal enemigo del capitalismo son los capitalistas que, con sus múltiples abusos lo degradan y lo prostituyen causando involuntariamente su absoluto descrédito y el descrédito del Mercado.
Con las ambiciosas ínfulas de universalidad (católico significa en griego universal), el catolicismo ha ido tejiendo a lo largo de dieciséis siglos toneladas de recelos. Pocos seres inteligentes, con una robusta personalidad y la ocasión de recalar en otras radas, o que no obtengan provecho material de su catolicidad seguirán fieles in pectore a la Iglesia Vaticana y a sus enrevesados argumentos.
Me sospecho que la crisis que atraviesa en este momento de su historia la Iglesia papal, no tiene retorno. Hablando de las dos naciones que otrora fueron campeonísimas de la catolicidad: un 20 por ciento en España va a misa los domingos, 8 millones; un 4 por ciento en Francia, 2,5 millones. En América Latina las deserciones son clamorosas. Son millones los que año a año se pasan al «enemigo» de las Iglesias cristianas. El actual papa hubo de ir allá para, con su presencia, detener las deserciones que no cesan. «El genio del Cristianismo» es una obra que cautivó en el siglo XIX a Europa, pero cuando Chateaubriand la escribió ensalzándolo genialmente, no pensaba en el cristianismo católico sino en el cristianismo evangélico.
El caso es que no es que cristianismo y el catolicismo estén enfrentados, es que el catolicismo ataca a la línea de flotación del cristianismo aunque la Iglesia católica se haya apropiado institucionalmente del cristianismo para desvirtuarlo, pese a no ser ese su propósito. Del cristianismo genuino, se entiende. Veamos: traficó con muchas cosas, con la bula, por ejemplo, pero también sigue traficando con la doctrina de Cristo, con el mensaje evangélico; no cumple con la resonante admonición de Jesucristo: «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»; pone su sofisticada teología y su doctrina social muy por encima de las bienaventuranzas, del perdón, del amor al prójimo; del amor con hechos y no con palabras. Hay una radical diferencia entre la manera de interpretar y de aplicar los jerarcas y sus subordinados católicos el cristianismo, y la manera de interpretarlo y ejercerlo el cristiano de base o de a pie que bebe exclusivamente en las hermosas palabras de Cristo, y no necesita más.
No hay religión, credo o superstición más opuestos al cristianismo genuino que el catolicismo. No hay pensamiento y praxis más alejados del mensaje evangélico que las prédicas, doctrinas, directrices y enseñanzas de difunde el gobierno Vaticano y sus obispos. Citan a Jesucristo cuando conviene a la doctrina de la Iglesia, pero lo silencian en cuanto va contra ella, y no tienen empacho, cuando se les sorprende en renuncios, en recurrir a la falacia, al sofisma o al paralogismo.
La doctrina de la Iglesia… ¿Hay un ápice de lógica socrática en dar más relieve a su doctrina social y más talla sobre el campo a los mandamientos de la Iglesia que a los del Decálogo. ¿De dónde se sacan esta licencia? ¿De dónde viene que el catolicismo representado por el papado se pronuncie dirigiéndose a «toda la sociedad» y no exclusivamente a sus seguidores, como hacen el resto de las Iglesias cristianas? ¿Con qué derecho se erige en el oráculo sobre asuntos que la sociedad debe resolver por otros cauces sin que la religión, y en este caso el catolicismo, se entrometa? ¿En qué hecho convincente se funda que el papa sea el representante de Dios en la Tierra? ¿Hemos de aceptarlo, han de aceptarlo todos los que desean seguir a Jesucristo porque un buen día dijese -si es que lo dijo- ?Pedro: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»? ¿Fue dicha esta frase? En el caso de que fuese dicha por Cristo ¿era ésta la Iglesia que deseó fundar Jesucristo, con esa recua de impostores, de imposturas y de canalladas salidas de Roma cometidas en nombre del Fundador?
¿De aquí viene todo el derecho que se arroga el Vaticano y el asignado a los innúmeros papas que han ido sucediéndose en la Historia: pillos, crueles, falsarios, anormales y gran cantidad de excéntricos? Eso, cuando no ha sido excepción un hombre recto al que se han encargado otros de quitarle de en medio en nombre del después electo que habría de favorecerles. ¿Por qué el matrimonio de los ministros del Señor fue de elección en una época y ahora es causa de excomunión? ¿Qué decir de los que en el seno de la Iglesia católica ignoran, o les da igual, ese anatema de Cristo «hay de quien escandalizare a estos pequeños: más le valdría atarle al cuello una rueda de molino de asno y lo hundieran en el fondo del mar». ¿Cuáles son los Evangelios apócrifos? ¿los que la Iglesia señala como tales o los que la Iglesia considera ?auténticos???
Lo repito para enfatizarlo: la Iglesia atenta con sus hechos y con sus palabras a menudo, contra las verdades de Cristo, y está mucho más pendiente de su doctrina social, de sus encíclicas y de sus instrucciones que del mensaje evangélico puro. Insiste más en evitar el aborto -el proyecto de vida, del que no habla el Nuevo Testamento- que en inculcar y dispensar amor al prójimo vivo. Da prioridad al nasciturus sobre la madre; al por-venir que al presente, al libre albedrío individual que a la inteligencia colectiva, a sus ideas corporativas que a los sencillos mensajes de Jesucristo que no precisan de exégesis.
Estas y otras muchas cosas insertas en la historia de la Iglesia católica desautorizan al catolicismo, al Vaticano, al papa y a los prelados de sus legiones. El catolicismo sólo reconoce valor moral al sexo como garantía de la reproducción de la especie; rechaza la eutanasia porque ?dice- hay que respetar el proceso natural, pero jamás dice la Iglesia una palabra, o la dice soto voce, contra la cirugía estética y contra el encarnizamiento terapéutico que atentan contra la dignidad y los designios de la Providencia. El catolicismo justifica todo esto a través de una supuesta ley natural de la que se considera intérprete exclusivo. Condena así la homosexualidad, los métodos anticonceptivos, la masturbación, el aborto. La represión de la sexualidad es un gran negocio porque al constituir una fuente inagotable de culpabilidad, se hace imprescindible el clérigo que la redima.
Y a todo lo anterior se suma la adhesión de la Iglesia del catolicismo a todos los dictadores de derechas o fascistas que se han ido sucediendo desde principios del siglo XX hasta hoy.
Al catolicismo no se le puede pronosticar mucha más larga vida. Es la impostura mayor que ha habido sobre la Tierra a lo largo de casi dos mil años. Como el Mercado de los capitalistas. A ambos poco tiempo les queda. Sólo el cristianismo interpretado y practicado por muchísimos millones de personas en el mundo tiene el futuro que en los textos sagrados reservan a los hombres justos.