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Adital
Hace varias semanas estamos dando seguimiento a los acontecimientos que se relacionan con la Comisión de Derechos Humanos y Minorías de la Cámara de Diputados. Los representantes de ciertas minorías y personas militantes en espacios e instituciones de defensa de derechos humanos, no aceptan la elección como Presidente de esta Comisión del Pastor Marcos Feliciano, conocido por sus manifestaciones públicas homófonas, racistas, discriminadoras y sesgadas.
El diputado intenta defenderse diciendo que las acusaciones no proceden y ciertas declaraciones no las hace como Presidente de la Comisión, sino como pastor. Como si fuese posible negar lo que fue publicada en redes sociales y en ciertas ocasiones filmado y como si también fuera posible separar las actividades de una persona en la función pública de su vida privada. Toda persona que acepta una función pública mientras esté en esa función, no podrá separar ésta de aquella.
Sin embargo, el problema más grave en este episodio es que el hecho expresa una especie de cristianismo arrogante y prepotente que, en algunos aspectos, nos hace volver a la Edad Media y al período de la Santa Inquisición. Esta vez los protagonistas de la arrogancia y prepotencia no son católicos, sino más bien grupos o personas de seguimiento evangélico. Aunque no faltan en el actual catolicismo ultraconservador de derecha, personas y grupos impregnados de la misma arrogancia y la misma prepotencia.
Se trata de una arrogancia y prepotencia porque, como nos ha recordado hace décadas Paul Ricoeur, tales personas o grupos cristianos pretenden ocupar el lugar reservado sólo para Dios.
Estas personas y estos grupos no sólo pretenden decirle a Dios cómo se debe comportar en relación con aquellos que son diferentes a ellos y los suyos, también se presentan como jueces para condenar a quienes piensan diferente o quieren ser diferentes. Se sientan solemnemente en sus «cátedras» y cubiertos con togas de acusadores, con aires de soberanía de dioses tiranos, señalando el dedo contra quienes se atreven a pensar diferente o vivir de manera diferente. «Amarran pesados fardos y los colocan en los hombros de los demás, pero ellos no están dispuestos a moverlos ni siquiera con un dedo” (Mt 23,4). Así, por ejemplo, pretenden dictar a todas las personas en una sociedad pluralista, como es el caso de Brasil, las normas que se refieren únicamente a su propio credo. Quieren que todos, sin excepción, estén sujetos a los dogmas que ellos inventaron y que falsamente atribuyen a Dios (Mc 7,9). No admiten que personas puedan vivir de manera diferente, según sus convicciones y creencias. No quieren permitir que tales personas expresen lo que sienten y vivan públicamente según sus convicciones, bajo el argumento que esto es ofensivo e inmoral. Transforman el propio credo y su moral personal en una moralidad universal que, según ellos, debe imponerse a todas las personas.
En la raíz del racismo, la homofobia, la discriminación y el prejuicio practicados por estas personas o sectores cristianos, hay un acto profundamente diabólico: acusan a otros delante de Dios (Ap. 12,10). Al usar la intransigencia y a señalar arrogantemente con el dedo a cualquiera que no siga su cartilla o manual, tales personas o grupos dejan de ser discípulos y discípulas de Jesús para ser seguidores del Diablo, el acusador de los hermanos ante el trono de Dios. Escena, además, muy bien retratada en el Auto da Compadecida, de Ariano Suassuna. Como en tiempos de Jesús, pastores, padres, obispos y líderes cristianos se unen para apedrear aquellos y aquellas que consideran inmorales e infractores imperdonables de la moralidad (Jn 8, 1-11)
El resultado de este tipo de comportamiento es el hecho de que esos líderes tienden a olvidar que sus defectos y sus pecados son más graves que los pecados de aquellos y aquellos a quienes acusan. Tienden a olvidar que, casi siempre, son responsables de muchas otras dolencias y tantos otros pecados imperdonables y que ofenden mucho más a Dios que las debilidades de los acusados por ellos (Jo 8,7).
He visto a pastores, obispos y sacerdotes haciendo grandes dramas, porque, de repente, vieron a dos hombres besándose o una mujer famosa mostrando que ama a otra mujer. Pero no los veo impactados o estremecidos porque cada día, mueren en el mundo miles de niños que son víctimas del hambre, desnutrición, de guerras y de los mismos conflictos religiosos, muchas veces alimentados y patrocinados por países reconocidos tradicionalmente como cristianos. No he visto, por ejemplo, a la bancada evangélica en el Congreso, o a sacerdotes y obispos católicos, movilizándose que sea castigado un pastor que, después de ocultar en sus medias y ropa interior el dinero robado a los pobladores del Distrito Federal, hizo con los otros ladrones la famosa ‘oración del soborno», agradeciendo a Dios por el robo que acababan de realizar.
Hay tanta histeria y obsesión por homosexualidad y actos sexuales considerados inaceptables, pero no veo el mismo compromiso y el mismo empeño en la lucha contra la corrupción, contra el mal uso de fondos públicos, especialmente los dedicados a la salud, que terminan matando a tantas personas inocentes y pobres. No veo a ningún diputado evangélico, y a ningún sacerdote y obispo católico de esos obsesionado por los pecados sexuales, teniendo la misma actitud de profetas como Amós denunciando las «vacas de Basán”, que vivían en palacios lujosos, oprimían a los débiles, maltrataban a los necesitados y, con sus maridos, hacían banquetes a costas de los más pobres (-4,1 3).
No veo a ninguno de ellos denunciando las maquinaciones de los políticos, terratenientes, de los dueños del agro-negocio, etc., que buscan «comprar a los débiles por dinero, al necesitado por un par de sandalias y vender el desecho de trigo «(Am 8.6).
No es difícil recordar y hacer notar el riesgo de hipocresía en estas actitudes prepotentes y arrogantes, especialmente cuando se concentran todos los pecados del mundo en la cuestión de la sexualidad. Carlos González Vallés en su libro Querida Iglesia (Paulus, 1998) ya nos recordaba hace años que toda esta obsesión por pecados sexuales oculta un deseo de dominación y manipulación por parte de los jefes cristianos
Como la sexualidad es algo inherente a todos los seres humanos, es más fácil dominarlos y controlarlos a través de la condenación obsesiva de los pecados del sexo. Tal condena funciona como una especie de «amortiguadores”, frenando cualquier deseo de autonomía y de libertad. La razón de la exageración que la Iglesia siempre ha ejercido en este campo y la gravedad de los pecados sexuales es fácil de entender. La Iglesia quiere controlar a sus súbditos, y el instrumento más efectivo de control es el miedo «(Vallés, p. 109). La superación del miedo y la libertad frente a la sexualidad, saca a los fieles del control de pastores, sacerdotes y obispos. Por lo tanto dicha libertad afecta también a las arcas de las iglesias. Personas libres que se niegan a pagar los diezmos con los cuales las iglesias se mantienen y mantienen sus programas religiosos en los medios de comunicación, utilizado para acusar a «nuestros hermanos, día y noche delante de nuestro Dios «(Ap. 12,10). Se puede concluir que la verdadera razón de tal obsesión por los pecados del sexo es de orden económica y no de orden cristiano: pastores, sacerdotes y obispos temen perder el control de sus fieles y, con ello, perder las grandes sumas de dinero que patrocinan su arrogancia y su prepotencia.
Por supuesto que ellos negarán con vehemencia esta afirmación. Y esto es normal, porque no siempre se actúa de forma consciente. Sin embargo, hoy en día, con la ayuda de la Psicología, sabemos lo que puede hacer el inconsciente, especialmente el inconsciente colectivo.
Por último, no cuesta recordar que el amor es la esencia del cristianismo. Quién ama es de Dios, y permanece en Dios (1 Jn 4.7-8) y cuando hay verdadero amor no hay lugar para el miedo y el temor (1 Jn 4.18). Los evangelios nos muestran que no son los líderes religiosos las personas que más aman. Son las personas consideradas por el sistema religioso como las más pecadoras, aquellas que más aman en el sentido más pleno y evangélico de la palabra (LC 7,36-50).
Entonces ¿por qué no aceptar la posibilidad de que entre dos personas del mismo sexo pueda existir un amor genuino? ¿Un amor profundamente humano que puede ser comparado con el amor entre un hombre y una mujer (2Sm 1,23-27)? ¿Un amor como el de Jesús que no oculta su predilección, su cariño y ternura por un discípulo, permitiéndose cierta intimidad que era exclusiva de la relación del hombre con su esposa (Jn 13,23-25)? ¿O será que esas personas ya admiten la posibilidad de que el «discípulo amado” «(Jn 21.7) pueda, de hecho, haber sido una «discípula amada»? Pero, en este caso, la historia sería diferente y daría lugar a una verdadera revolución en el cristianismo.
Filósofo. Doctor en teología. El ex asesor del Sector de Vocaciones y Ministerios/ CNBB. Ex-Presidente Inst. Pastoral Vocacional. Es director y profesor del Centro de Reflexión sobre Ética y Antropología de la Religión (CREAR) de la Universidad Catól
[Autor de Vivir en Comunidad para la Misión. Un llamado a la Vida Religiosa Consagrada, por Paulus Editora. Más información: http://www.paulus.com.br/viver-em-comunidade-para-a-missao-um-chamado-a-vida-religiosa-consagrada_p_3083.html].
[Traducción: Ricardo Zúniga – ricardozunigagarcia@gmail.com].