A medida que se acerca la fecha de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano -que se celebrará del 13 al 31 de Mayo próximo en Aparecida (Brasil)-, es tema obligado de reflexión y comentarios en el ámbito eclesial. La literatura en torno a este acontecimiento es abundante y hay para todos los gustos. Pero no es cuestión de gustos, sino de ser fieles al evangelio y a la misión que la Iglesia tiene en el mundo de ser presencia histórica de Jesús. Por eso, me he atrevido a lanzar esta pregunta: La V Conferencia ¿marcará el fin de la involución que se ha iniciado pocos años después del Vaticano II o la reafirmará?
Pregunta un tanto aventurada, pero que no es irrelevante porque del acercamiento o alejamiento de la Iglesia al mundo depende también la fidelidad a su misión. También puede ayudar a percatarnos dónde nos situamos en la Iglesia y definir nuestra postura en medio de la tempestad y desasosiego que estamos viviendo. De todos va a depender que Aparecida marque un alto en el camino ya largo de estancamiento eclesial que vivimos o que con nuestras actitudes poco definidas colaboremos a que continúe. El problema va más allá de las palabras, por las consecuencias que tiene para la realización del Reino y para que la Iglesia recobre el papel que le corresponde en el mundo actual.
1.- INVOLUCION POSTCONCILIAR
En el año 1980, la revista “Misión Abierta” publicada en España, lanzó un número monográfico con el título “¿Involución en la Iglesia?”. Este interrogante fue como una sacudida que llamó mucho la atención. Las críticas, comentarios y descalificaciones a esta sospecha no se hicieron esperar. Pero unos años más tarde, la realidad se imponía por sí misma y podía comprobarse que el diagnóstico general de la Iglesia como involutivo, no sólo era una pregunta sino una realidad.
1.2. Manifestaciones desde Roma
El punto de referencia era el Concilio Vaticano II. Aquella asamblea había logrado que la Iglesia diera oficialmente ciertos pasos para superar su alejamiento del mundo. La modernidad, que surge a raíz de Ilustración a finales del s. XVII, había proclamado ciertos criterios que la sociedad fue asumiendo como por ósmosis y la venían alejando cada vez más de la Iglesia, que se mantenía al margen del nuevo rostro social que se estaba configurando y encerrada en sí misma. Entre otras cosas, la modernidad proclamaba a la razón como base de todo conocimiento, contraponiéndola a la autoridad; el progreso como aspiración suprema de la sociedad; la ruptura con lo antiguo considerado sin eficacia; la democracia como sistema político ideal; el respeto a la persona y sus derechos fundamentales como elemento indispensable de la convivencia humana. Sus propuestas se resumen en el lema de la Revolución francesa (1789): “libertad, igualdad, fraternidad”.
Esta forma de pensar se fue imponiendo con naturalidad y rapidez en la sociedad. A nivel de Iglesia no fue bien aceptada por considerarse atacada en sus estructuras verticalistas y autoritarias, fraguadas a largo de la Edad Media. Como ejemplo, extremo si se quiere pero que refleja la mentalidad de que se fue alimentando la Iglesia, recordemos unas palabras de Gregorio VII (1073-1085): “Nadie en la tierra puede juzgar al papa. La Iglesia romana no se ha equivocado nunca, y jamás se equivocará hasta el final de los siglos. Sólo el papa tiene autoridad para deponer a los obispos… al emperador y a los reyes, y dispensar a sus súbditos de la debida fidelidad. Todos los príncipes deberán besarle los pies… Un papa legítimamente elegido es indiscutiblemente un santo, por los méritos de Pedro”[1]. El Syllabus[2], catálogo de errores elaborado por Pío IX (8 dic. 1864), condenaba prácticamente todos los avances científicos y de la teología, con los que el pensamiento moderno se oponía a la visión medieval del mundo, tal como la defendía el más reaccionario tradicionalismo católico.
Termina con estas palabras: “El Romano Pontífice no puede ni debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna”. Y a lo largo del s. XIX y XX se fue condenando todo lo que fuera libertad de conciencia, de expresión y pluralismo religioso. Por supuesto, las cosas hubieran sido muy distintas si tanto la reflexión eclesial como sus estructuras hubieran girado en torno al Sermón del Monte (Mt 5-7) que es la carta magna del nuevo Pueblo de Dios. Las circunstancias históricas en que fueron publicados estos documentos eran distintas, es cierto, pero la fidelidad al evangelio es algo irrenunciable para la Iglesia en todos los tiempos. Por eso, se entienden, pero no se justifican.
Algunos teólogos que intentaron asumir las nuevas categorías de pensamiento como base de su reflexión para reconciliar a la Iglesia con el mundo, tuvieron que sufrir el rechazo, el exilio y el silencio. En 1959, el Papa Pío XII publicó la encíclica Humani generis, que condenaba la “nueva teología” e imponía a los teólogos la defensa del magisterio sin posibilidad de discusión ni disenso. Entre ellos estaban Teilhard de Chardin, Karl Rahner, E.Schillebeeckx, I.Congar, E. de Lubac, y otros. Apenas diez años después, se convertían en asesores y peritos del Concilio Vaticano II y sus ideas eran asumidas en buena parte por dicho Concilio.
El Vaticano II (1961-65) fue una verdadera revolución al interior de la Iglesia y el hecho eclesial más importante de los últimos siglos. Puso los cimientos de una nueva visión de Iglesia más evangélica y atenta al mundo. La concibió como Pueblo de Dios y la jerarquía al servicio de este pueblo; todos los miembros de la Iglesia gozan de una misma igualdad y de los derechos a la participación y responsabilidad; superó el modelo de centralización por el espíritu colegial; reconoció el pluralismo religioso y la libertad de la persona como tesoro que siempre hay que guardar y defender. Con el mundo se establecía una nueva relación de colaboración y diálogo, y reconoció la autonomía de las realidades temporales. Como había manifestado Juan XXIII, un nuevo aire fresco quería entrar por las ventanas de la Iglesia, cerrada durante muchos siglos en sí misma y al margen del mundo y de la historia[3]. La fidelidad a la tradición es un estímulo que la ha de impulsar a la revisión crítica y reformas audaces. La tradición no es mirar atrás, sino proyectarse hacia el futuro (cf.DH 1).
La “ventana abierta” y el sueño de Juan XXIII duraron poco tiempo. La esperanza y entusiasmo suscitados por el Concilio comenzaron un progresivo declive y continúan hasta nuestros días. Sus manifestaciones se inician en el período de Pablo VI. En 1968 publicaba la encíclica Humanae Vitae en que se muestra muy cerrado sobre un problema difícil como es la regulación de la natalidad. La comisión de teólogos y expertos a quienes había pedido opinión le aconsejaron no publicarla, pero no fueron escuchados. Con ocasión de las apariciones de Fátima, sus palabras: “Deben haber grietas adentro de la Iglesia porque el humo del infierno se ha filtrado en ella”, causaron profunda conmoción y desconcierto.
Durante el período de Juan Pablo II, puede decirse que no hay aspecto del Concilio que no haya sido puesto en cuestión. El Sínodo de 1985 reafirmó oficialmente la involución, pretendiendo corregir su rumbo. A esto se fueron añadiendo descalificaciones de teólogos retirándoles sus cátedras y otros fueron reducidos al silencio. Al interior de la Iglesia y la forma de conducirla, ocurrió lo contrario de lo que dijo Juan XXIII en la inauguración del Concilio: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad” (11 oct. 1962,15). Las sanciones, interrogatorios, censura de ciertas obras, iban por un camino distinto. Esta práctica se mantiene hasta nuestros días.
El resultado de este proceso fue desvirtuar la colegialidad episcopal, recortar la autonomía de las Iglesias locales, centralismo cada vez más fuerte, control romano en el nombramiento de los obispos, represión de muchos teólogos, acoso de la teología de la liberación y de las comunidades eclesiales de base, control en el nombramiento de profesores de teología y necesidad de permiso para la enseñanza católica, fomento de un catolicismo de masas y la celebración de toda clase de jubileos y años dedicados a algún aspecto particular de la doctrina cristiana que no han dado el resultado esperado. Una de las reacciones fue la llamada Declaración de Colonia, firmada por 170 teólogos y publicada el 26 de enero 1989, con el título Contra el tutelaje, por una catolicidad abierta. Sólo el título es suficientemente significativo.
En 1998, Juan Pablo II publicaba un nuevo documento, Ad tuendam fidem, que prohíbe a los teólogos católicos disentir de la doctrina oficial sobre algunas verdades presentadas como definitivas, apoyándose en razones de autoridad y bajo amenaza de sanciones.
Estos datos y otros muchos muestran, como había dicho Rahner, que “este Concilio Ecuménico no ha sido todavía aceptado de hecho en la Iglesia ni en la letra ni en el espíritu. En grandes líneas vivimos en una ‘invernada”, como suelo decir yo”.[4]
1.2. Manifestaciones en América Latina
La Iglesia de América Latina no fue ajena al control de Roma e involución que ésta iba creando. Después de la Conferencia General del Episcopado en Medellín, convocada para aplicar el Concilio al Continente americano, siguieron las de Puebla y Sto. Domingo. Reconociendo sus grandes aportaciones, puede observarse cómo, a medida que pasaban los años, fueron perdiendo la vitalidad suscitada por el Vaticano II y acentuándose el proceso involutivo de la Iglesia.
Medellín (1968) despertó grandes esperanzas y supuso la renovación de la Iglesia latino-americana. Su fidelidad creativa al evangelio y al espíritu del Vaticano II, hizo surgir una nueva conciencia y modo de vivir la Iglesia y en la Iglesia. Los pobres fueron colocados en el centro de su vida y misión. De objetos a quienes hay que atender pastoralmente, pasaron a ser sujetos de la historia, personas a quienes primero hay que escuchar y atender sus clamores. Al abrir los ojos a la realidad, lo primero que aparecía eran las grandes masas empobrecidas y creyentes que tenían gran esperanza en la Iglesia y a las que había que dar una respuesta.
A la Conferencia de Medellín siguieron unos años de verdadera primavera y esperanza. Fue un verdadero acontecimiento salvífico. Se respiraba optimismo e ilusión por todas partes. El entusiasmo evangelizador y misionero, la fortaleza mostrada ante gobiernos militares y dictadores y sellada por la sangre de muchos mártires, el nacimiento de la Teología de la Liberación, el florecimiento de CEB, cambió el aspecto de la Iglesia latinoamericana haciéndola atrayente y cercana al pueblo.
El impulso evangelizador que generó, dio lugar también a reacciones contrarias en importantes ámbitos sociales y eclesiales y que se implementara en muchos países lo que se llamó “seguridad nacional” -fomentada y apoyada por el gobierno de USA-, que consideraba el movimiento originado por Medellín peligroso y contrario a sus intereses en el continente[5].
La III Conferencia celebrada en Puebla (Méjico, 1979), confirmó y asumió las grandes orientaciones de Medellín. Pero enseguida comenzaron las dificultades y síntomas de involución por influencia del proyecto eclesial neoconservador que se estaba fomentando en el interior de la Iglesia. No rompió frontalmente con Medellín, pero el centralismo, el clericalismo y el autoritarismo de la curia vaticana, fueron haciendo mella en la Iglesia del Continente y acentuando la involución.
El documento final, conserva todavía el espíritu y aire renovador heredado de años anteriores, pero rebajándolo. Por ejemplo, la opción por los pobres se convierte en “opción referencial” (nn. 382 y otros); la Iglesia no se funda en Jesús, sino que fue fundada por Jesús (n.176). Es un texto muy rico y de una gran densidad teológica, pero no saca las consecuencias. En todo momento aparece la preocupación por la ortodoxia, siguiendo las pautas que el Papa había trazado a la Conferencia en el Discurso Inaugural que giró en torno a: la verdad sobre Jesucristo, la verdad sobre la Iglesia y la verdad sobre el hombre. Indicó también que la primera obligación de los obispos era “vigilar por la pureza de la doctrina, base en la edificación de la comunidad cristiana” (I.1). El problema no es que estas palabras no sean ciertas, sino que reducen el papel de la Iglesia en la sociedad, presentándola más como defensora de una doctrina que de la persona, con más inclinación a la teoría que a la práctica, partidaria de la ortodoxia más que de la práctica cristiana.
En la convocación del Concilio, Juan XXIII decía que ante “la grave crisis de la humanidad… la Iglesia debe capacitarse cada vez más para solucionar los problemas del hombre contemporáneo” (n.2.5). El tema del hombre fue el centro del discurso de clausura de Pablo VI, afirmando entre otras cosas que “la antigua historia del samaritano ha sido la pauta del Concilio” (n.8). Ahora ya no interesa tanto la persona y sus problemas como la ortodoxia que hay que mantener.
Pocos años después de Puebla, fue apareciendo con mayor fuerza la confrontación con la Teología de la Liberación y las CEB, acentuando sus debilidades -como todo proyecto humano tiene-, y olvidando su gran acierto de conectar fe y vida, que tanto ha animado y fortalecido a las clases populares.
Los documentos de la Congregación par la Doctrina de la fe Libertatis nuntius (1984) y Libertatis conscientia (1986) son representativos de esta corriente involucionista. Su objetivo fue evidente: clausurar la teología de la liberación que se ha desarrollado en América Latina y promover una mayor docilidad a la jerarquía. A pesar de que los principales teólogos de la liberación no se reconocían retratados en el análisis que hacían los documentos -al que caracterizan incluso de “caricaturesco”-, no podían evadirse de la censura de la teología que promovían, más cuando recibió la aprobación y apoyo del Papa Juan Pablo II.
El primer documento se proponía llamar la atención sobre algunas desviaciones o riesgos de desviación de la teología de la liberación, ruinosos e “incompatibles” para la fe y para la vida cristiana. El segundo, señalar los principales elementos de la doctrina cristiana sobre libertad y liberación. Los dos eran complementarios. El primero trató de descalificar la teología de la liberación, tal como fue pensada y desarrollada. El segundo, rehacerla sobre otros presupuestos que no fueron los que motivaron su nacimiento y crecimiento en América Latina. Algunos observadores adelantaron la hipótesis de que en el segundo documento había una transformación radical en la actitud del Vaticano respecto de la teología de la liberación. Pero fue más bien reforzar el primero manteniendo una concepción individualista y personalista del pecado, el nivel abstracto del valor de la libertad y de los procesos de liberación. Desconoce también la legitimidad de la reflexión sobre la realidad a la luz del evangelio que hace la teología latinoamericana, lo cual equivale a decir que la censura.
No se piense que estos documentos de la Sda. Congregación para la Doctrina de la Fe contienen sólo elementos negativos. Tienen también aspectos positivos y aprovechables. El enfoque y los presupuestos de que parte son los que presentan una teología de corte europeo, distinta de la que se hacía en América Latina. Por otra parte, la crítica que hacen de la teología de la liberación dio lugar a su descalificación pública. Unos la aprovecharon para condenarla; otros, para apartarse de los compromisos que esta teología implica y reafirmar su conservadurismo e individualismo. Incluso no faltaron quienes identificaron la caída del muro de Berlín (1989), con el fin de la teología de la liberación.
Este debate demuestra que la involución también se fue haciendo presente en América Latina. En este momento son muchos los que en teoría y en la práctica olvidan la reflexión propia de este continente que se desarrolló a partir de Medellín y buscan soluciones para no entrar en conflicto con el Vaticano, dejando de lado su realidad lacerante. La corriente involutiva se fue acentuando más los años siguientes con el cuestionamiento a Gustavo Gutiérrez, el silenciamiento de Leonardo Boff y últimamente con la sanción a Jon Sobrino.
En la IV Conferencia de Santo Domingo (1992), aparecieron con más claridad los signos de involución que se reflejaron en el documento final. Fue una Conferencia organizada y controlada desde Roma. No reconoció a Medellín ni mencionó la sangre de los mártires que con tanta profusión había regado este continente en los años recientes. La situación de pobreza y quienes la sufren, apenas tuvo cabida, sin negar que no haga alusión a ellos. El centralismo se acentúa más.
En el documento final aparecen significativas limitaciones y lagunas. Se pierde el método inaugurado por el Concilio y asumido por las conferencias anteriores de ver-juzgar y actuar; la visión de la realidad es parcial, triunfalista y eclesiocéntrica; la santidad se torna individualista e intimista; la comunidad eclesial se enfoca desde una óptica jerárquica no desde el Pueblo de Dios, categoría central en el Vaticano II. Como dice J. Sobrino, “pareciera que hemos perdido el rumbo y no echamos mano de nuestra tradición para retomarlo”[6].
En este contexto, durante la XXVIII Asamblea General Ordinaria del Celam en Caracas (mayo de 2001), surge la idea de pedir al Papa convocar la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano. La ocasión la propició el 50 aniversario del Celam que se celebraría a finales del año 2005. El Papa respondió positivamente a la petición y finalmente en abril de 2006, la convocó para realizarse del 13 al 31 de mayo de 2007 en Aparecida, Brasil.
Después de aprobado por el Papa el tema: “Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos tengan en Él vida. Yo soy el camino la verdad y la vida (Jn14,6)”, el Celam elaboró el Documento de Participación para suscitar aportaciones de todas las Conferencias Episcopales. ¿Dónde se sitúa este documento?, ¿reafirma la corriente involucionista o la corrige?, ¿se percibe en él la primavera conciliar o la prolongación de un invierno frío y paralizante? ¿Cuáles han sido las reacciones a este documento? Tratemos de responder de alguna forma a estas y otras preguntas para conocer mejor dónde nos encontramos respecto al proceso de involución por el que atravesamos.