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Antifísicos y pseudolaicos

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Dos Manzanas

Emmanuelle B., de 45 años, ciudadana francesa, maestra de escuela, lesbiana, ha recibido hace unos días el amparo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, organismo del Consejo de Europa con sede en la ciudad alsaciana de Estrasburgo, en su solicitud de adopción. La administración francesa le había estado denegando dicha petición desde 1998, con el argumento de una supuesta “ausencia de referentes de identificación” para el futuro hijo o hija; en otras palabras, lo que se alegaba era que en el hogar de Emmanuelle –que convive desde hace casi dos décadas con otra mujer, de profesión psicóloga, cuyo nombre no se ha difundido– no había un hombre ni, por lo tanto, nadie que desempeñara el rol de ‘padre’.

El Tribunal Europeo (rectificando una decisión anterior, del año 2002, del mismo organismo en un caso similar) ha sentenciado que, dado que la ley francesa permite adoptar a las personas solteras, y en consecuencia no exige a quien solicite la adopción tener pareja de diferente sexo, usar el argumento de la “ausencia de referentes de identificación” para excluir específicamente a las personas de orientación homosexual de la posibilidad de adoptar supone dar a éstas últimas “un trato diferencial” injusto. De modo que el Tribunal Europeo ha hallado a Francia culpable de discriminación en el caso de Emmanuelle B., lo que no sólo es un magnífico resultado para la demandante, sino que constituye una importante victoria para los derechos de las lesbianas y los gais en todo el ámbito europeo.

Recuerdo haber leído siendo muy joven, en la introducción a una guía de viaje por España publicada originalmente en Francia (y en francés) a mediados o finales de la década de 1970, que la Ibérica, más que una península (‘presqu’île’, literalmente “casi isla”) podía decirse que era una “más que isla” (‘plus-qu’île’) por su gran atraso respecto al continente europeo. Hoy, en cambio, es Francia la que, al menos en materia de derechos LGTB, se ha quedado claramente por detrás de sus vecinos de la Unión Europea, a excepción del pequeño Luxemburgo y de esa Italia lastrada por el enorme peso que en ella siguen teniendo la Iglesia católica y el Vaticano.

Mientras tanto, otros dos países vecinos de Francia y sometidos hasta hace poco a una fuerte influencia de esa misma iglesia, Bélgica y España, están hoy en la vanguardia europea y mundial en cuanto al reconocimiento legal que para sus derechos han logrado allí (es decir, aquí) los gais y las lesbianas. Lo que puede cambiar el mundo en 30 años…

¿Es posible entender estos cambios? ¿No es Francia el país que a finales del siglo XVIII aprobó la ‘Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano’ y fue el primero en despenalizar el sexo entre hombres? ¿El mismo que en mayo de 1968 marcó para Europa la hora de la liberación sexual? ¿No es la República Francesa aún hoy considerada como la campeona de la laicidad? ¿Cómo es posible, entonces, que Francia no se sitúe hoy también en la vanguardia de los avances LGTB; más aún, que se haya quedado en lo que, en el ámbito europeo occidental, es el grupo de cola?

Es obvio que para dar cumplida respuesta a esta última pregunta habría que realizar un análisis en profundidad tanto de la sociedad francesa como de la de los países vecinos, incluyendo la evolución de todas ellas a lo largo de décadas o incluso de siglos; y más obvio todavía resulta que ello excedería con mucho las posibilidades de esta columna, o incluso de una serie de columnas. Además, dada la extrema complejidad de las sociedades humanas, podemos anticipar que las conclusiones de dicho estudio apuntarían a un entramado de factores cuyas interacciones sería difícil desentrañar, de manera que no podría alcanzarse en ningún caso una respuesta clara y simple.

Yo no pretendo, ni mucho menos, tener dicha respuesta. Pero sí me gustaría señalar lo que sospecho que puede ser uno de los factores de esa hipotética maraña de causas: me refiero al fenómeno que podríamos denominar ‘laicización superficial del discurso cristiano’; o quizá sería más adecuado hablar de ‘pseudolaicización’.

El filósofo francés Michel Onfray explica (en su ‘Traité d’athéologie’, publicado también en castellano por Anagrama como ‘Tratado de ateología’) que “la laicización de la moral judeocristiana corresponde muy a menudo a la reescritura inmanente de un discurso trascendente.” Es decir, en la época contemporánea se reescribe en términos supuestamente laicos, o no obviamente religiosos, los mismos contenidos heredados de siglos de dominio de la Iglesia sobre la sociedad: “conservación del fondo, cambio de la forma”. “Con un lenguaje racional [o pretendidamente tal] (…), la quintaesencia de la ética judeocristiana persiste”… y logra verse reflejada incluso en “los manuales de moral de las escuelas republicanas”, a los cuales poco puede objetar “el cura de la población”.

Un ejemplo curioso y bastante temprano de reescritura pseudolaica del discurso religioso tradicional sobre la homosexualidad nos lo ofrece Fançois Carlier, que fue jefe de la brigada de costumbres de la Prefectura de Policía de París entre 1850 y 1870, y en 1887 publicó un texto en el que recogía sus observaciones sobre el submundo homosexual parisiense: una realidad que Carlier presenta, escribe Dominique Fernandez (en ‘Le Rapt de Ganymède’; en castellano ‘El rapto de Ganímedes’, Tecnos), a través de “una espesa capa de estupidez y de prejuicios” de la que no debemos extrañarnos, puesto que para Fernandez “el juicio del Segundo Imperio y de la joven Tercera República (…) sobre la homosexualidad no podía ser otro que ese menosprecio idiota”.

El caso es que, para referirse a las relaciones homosexuales, Carlier no usa este término, ‘homosexuales’, que en aquel tiempo era aún bastante nuevo –se había acuñado en 1869– y se hallaba poco extendido, sino el de “antiphysiques”: “antifísicas”. Basta acudir a un diccionario etimológico para descubrir que bajo este poco usado neologismo de raíces griegas se esconde en realidad la viejísima y muy común idea, inoculada durante siglos en la sociedad occidental por el discurso cristiano, según la cual la homosexualidad es algo ‘contra natura’. ‘Anti’: contra; ‘físico’, de ‘physikós’: natural.

Es decir, que en lugar de revisar, a la luz del pensamiento crítico racional, los polvorientos prejuicios medievales, el funcionario de policía se limita a darles una apariencia más ‘presentable’ en el contexto de la república burguesa de finales del siglo XIX, por medio de procedimientos tan simples como expresarlos ‘en griego’ en vez de ‘en latín’. Conservación del fondo, cambio –decididamente epidérmico– de la forma.

Aunque con mayor sutileza que en el caso del tosco Carlier, esta misma actitud suya se reproducirá durante décadas en el discurso médico o psicológico dominante, que no parará de acumular condenas morales implícitas (o explícitas) de la homosexualidad y pospondrá hasta las últimas décadas del siglo XX la imprescindible crítica racional, hasta las últimas consecuencias, de los prejuicios –heredados de la sociedad tradicional– en que dichas condenas hallaban fundamento.

Como señala Dominique Fernandez, “Los médicos, sucesores de los curas y los policías, dictaban sobre la condición homosexual sentencias que, por el hecho de emanar de una autoridad en apariencia ‘científica’, encontraban mayor audiencia”. Hay que admitir, pues, que la “laicización superficial” o “pseudolaicización” no es, al menos por lo que respecta a la homosexualidad, un fenómeno exclusivo de la sociedad francesa.

Lo que ocurre es que en Francia el ocaso del dominio de la religión y la Iglesia sobre la sociedad empezó bastante antes que en otros países: en la misma época de la Revolución Francesa, que no sólo aspiró a lograr la total descristianización del país, sino que la puso en marcha, de manera tremendamente expeditiva. Luego vendría la restauración parcial del Antiguo Régimen, pero ciertas cosas ya no tenían vuelta atrás.

Ahora bien: esta mayor antigüedad del proceso de secularización en Francia con respecto a sus vecinos también supuso que las clases dominantes tuvieran allí más tiempo para llevar a cabo la reescritura pseudolaica de la moral tradicional, con lo cual amortiguaban el impacto del proceso secularizador: así, Michel Onfray observa que “el cura y el maestro de la Tercera República combaten el uno contra el otro, pero en el fondo ambos militan por un mundo semejante en lo esencial.” Un mundo en el cual, ni que decir tiene, no hay lugar para ‘sodomitas’ o ‘antifísicos’…

Por una interesante paradoja, resulta en cambio que en un país como España, donde el poder de los curas apenas ha encontrado oposición institucional alguna en toda su historia, cuando por fin en las últimas décadas ha llegado la oleada secularizadora, ésta ha sido tan potente que ha arrastrado consigo gran parte de los prejuicios, incluyendo muchos de los homofóbicos, que la Iglesia y la ‘gente de orden’ habían logrado mantener incólumes hasta entonces… y ha dejado tras de sí un amplio espacio para la libertad. Un espacio mayor en todo caso, por lo que podemos ver en el terreno de los derechos LGTB, del que existe aún en otros países de nuestro entorno.

(No cantemos victoria todavía, sin embargo: una nueva oleada, esta vez de signo neoclerical, amenaza con barrer nuestro país… La ‘España martillo de herejes’ vive aún, me temo, y prepara su retorno.)

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