Este 2010 se cumplen 50 años de la absurda muerte de Albert Camus (AC) en accidente de coche. Lo considero uno de mis maestros en el campo humano y ético. Confieso que más de dos veces, leyéndole, me sentí más cerca del evangelio que leyendo textos episcopales o romanos. En esta rápida evocación quisiera destacar tres puntos que me parecen enormemente vigentes. Se refieren al periodismo (que él practicó en la dirección de Combat), a la ética y a la visión del mundo.
1.- Ya en 1944, creía AC que los dos grandes males de la prensa eran el interés por el dinero y la indiferencia ante lo verdaderamente grande (mediocridad antes que verdadera humanidad). Y rechazaba la excusa habitual, pseudodemocrática, de que eso es lo que quiere el pueblo: “No. El público no quiere eso: más bien se le ha enseñado a quererlo durante 20 años, que no es lo mismo”. Me pregunto que diría hoy aquel gran hombre, de la basura televisiva que nos envuelve y nos alimenta.
2. Puede que un tema fundamental del pensamiento camusiano sea el de fin y medios. La historia parece mostrar que todas las grandes causas humanas se pervierten por no servirlas con medios dignos de ellas. Grandes declaraciones incitando a salvar la patria, la democracia y la libertad… acaban en guerras crueles que destrozan la patria, en sistemas totalitarios y torturas inhumanas. Se promete crear riqueza para acabar con los pobres y el subdesarrollo, y se termina creando unos pocos más ricos, y muchos más pobres a costa de ellos. La misma Iglesia ha desfigurado su imagen, durante más de un milenio, por creer que podría servir mejor al evangelio de Jesús por medio del poder…
Tras el bello paréntesis ético en la postguerra, parece que hoy volvemos a descender por esa misma pendiente de medios inhumanos para fines proclamadamente humanos. El terrorismo (gran lacra del s. XXI) encarna esa contradicción y muestra que el género humano no tiene aún resuelto el problema de medios y fines. Cosa comprensible, dado que llevamos ya siglos en un sendero equivocado, y es difícil orientarse cuando uno lleva muchos kilómetros perdido. Entonces (y a veces con razón) la ética en los medios parece ineficaz o desesperadamente lenta, y preferimos prescindir de ella. Por eso, si en una situación inmoral se impone usar medios no del todo concordes con el fin que se pretende, habrán de ser los menos posibles y durante el menor tiempo posible.
Todo el choque de AC con la izquierda francesa a propósito de la URSS arrancó de aquí. La negativa a que la injusticia sea el arma de “Los justos” le hizo perder amigos y le dejó en una dura soledad. Pero es bueno recordar hoy su sencillo mensaje: cuando el ser humano quiere defender o realizar el bien valiéndose del mal, acaba “maleándose” a sí mismo. Y éste es el mayor triunfo del mal.
3.- Finalmente, quisiera evocar el contraste entre dos frases de AC. Al acabar La Peste escribe que ha escrito ese libro “para testimoniar que en el hombre hay más cosas dignas de amor que de desprecio”. Pero en la misma página se pregunta por qué esos rasgos tan admirables sólo aparecen en nosotros cuando estalla alguna peste. La primera frase tan citada constituye su modo de ser creyente: en fin de cuentas la aseveración de que en nosotros hay más cosas dignas de admiración que de desprecio es una afirmación creyente que pueden compartir el agnóstico Camus y el cristiano: éste podrá aportar un fundamento teológico a esa fe, pero ambos coincidirán en que, a la hora de apostar y seguir apostando por el hombre a pesar de tantos pesares, hace falta una fe como la de Abrahán o la de Moisés y del mismo Jesús.
Algo de esto acercó a AC al cristianismo en sus últimos años, sobre todo por el descubrimiento de Simone Weil en cuya edición se embarcó. En ella quizás entrevió que, en esta historia nuestra, tan bien simbolizada en “El Mito de Sísifo”, el cristianismo ofrece una manera inesperada de ser feliz muy superior a la que AC proponía como única salida: “imaginar a Sísifo dichoso”. Cuando Ch. Möller publicó un estudio sobre AC en el primer volumen de “Literatura del s. XX y cristianismo”, éste le escribió una carta amable diciéndole que su pensamiento todavía no estaba configurado del todo. Con dolor hay que consignar que la cruel (y heterodoxa) decisión de Roma contra los sacerdotes obreros, acabó apartando a Camus de ese acercamiento.
La historia quedó inconclusa como la mejor sinfonía de Schubert. Pero al menos quisiera acabar con una apelación suya a los creyentes: “si los cristianos se decidieran, millones y millones de voces se sumarían en este mundo al grito de un puñado de solitarios que, sin fe ni ley, gritan hoy por todas partes y sin cesar, en favor de los niños y los hombres (sufrientes)”.