Al obispo de Canarias en una Navidad sin Pepe Alonso -- Eduardo Barreto

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

Líbreme Dios de dar lecciones a un obispo, pero tú sabes que la llamada encarnación es el misterio central del cristianismo
Muy estimado Francisco Cases: el domingo 11 del pasado noviembre en la iglesia de la parroquia de Nuestra Señora del Atlántico nos reunimos una multitud abigarrada y heterogénea. Sin embargo, un sentimiento común nos aunaba: el de una pérdida común, un vacío repentino lleno solo del recuerdo vivo de Pepe fallecido, de cuerpo presente.

Conocí a Pepe, niñez y juventud, en el espacio compartido con tantos compañeros del Seminario Diocesano, primero en la sede histórica de la calle Dr. Chil y, más tarde, en las recién inauguradas instalaciones de Tafira. Años felices y tristes a la vez, porque aquella del franquismo y de la iglesia preconciliar fue más bien una época melancólica. El Concilio fue un revulsivo vivido paso a paso en las aulas de teología, donde, todavía muy jóvenes, nos dimos cuenta enseguida de que el vino nuevo que iba brotando de la prensa conciliar ya no concordaba con los viejos odres de los que estábamos bebiendo en las clases de teología; ese vino ahora se nos antojaba insípido cuando no avinagrado. Y el que prueba del nuevo ya no le apetece el viejo. Y eso nos pasó a muchos.

Pepe fue de aquellos compañeros con los que he mantenido una relación, si no asidua, sí constante de respeto y amistad a lo largo de estos años. El último recuerdo que guardo de él fue el fascículo con el texto del pregón de las Fiestas del Pino, que él pronunció el año pasado y que tuvo la amabilidad de remitirme con una cariñosa dedicatoria. Seguí desde La Laguna su intensísima actividad en el Aula Manuel Alemán, de la que era el alma; en ella ofrecimos conjuntamente hace años el primer seminario Palabra y Tiempo. Biblia y Cultura Occidental, a la que siguieron otras posteriores colaboraciones esporádicas. Admiré siempre su enorme capacidad de conectar con sensibilidades y personas diversas.

Pocas personas tienen esa virtud de unir y confrontar en el diálogo a personas tan distintas y, a veces, tan distantes, porque pocas personas van, como él iba, derecho a la persona antes que a la ideología, con la naturalidad del que está libre, él mismo, de dogmatismos doctrinarios y se expone en primera persona a la interpelación de la realidad del otro y de lo otro, sin angustias ni temores. Optimista recalcitrante, tenaz en la disponibilidad y en el servicio, creyente sin disimulo pero sin arrogancia, distinguiendo entre fe y autosuficiencia dogmática. No se creyó un defensor de Dios en un mundo depravado. Tal vez eso fue lo que hizo más trasparente en él al Dios en quien creía.

En la iglesia aquella mañana había confluido multitud de gente diversa unida por su recuerdo. La densidad humana de aquella asamblea y su valor simbólico era precisamente ése. No nos había reunido una ley o un precepto, nos había convocado un sentimiento común, un afecto compartido. A todos, creyentes o no, la conciencia de una pérdida.

Tú Francisco, obispo, parecías temer esto. Precisamente. Temías, al parecer, que la congregación se olvidase de la dignidad del templo, de lo que era la celebración eucarística. Se leyeron las lecturas previstas en el calendario litúrgico para aquel domingo, que poco tenían que ver con el sentimiento que atenazaba a la asamblea. Debiste pensar que no se pueden cambiar las normas del ritual porque Dios nos habla desde la eternidad y para la eternidad y la muerte y el dolor, los temores y esperanzas del hombre ocurren prosaicamente en este tiempo nuestro.

Te sentiste en la obligación de llamar la atención de la congregación sobre la trascendencia divina y el peligro de nuestro tiempo, que es, al parecer, el olvido de Dios y de su trascendencia. El gesto tuyo fue más expresivo que tus explicaciones doctrinales y asépticas que, en aquel contexto, sonaron más bien doctrinarias y retóricas. Levantando el índice repetidamente hacia el cielo de cemento de la iglesia dijiste (valiéndote, por cierto, de un proverbio chino), que cuando alguien señala algo no convendría fijarse en el dedo, sino en lo que éste señala.

En otras palabras: que era un error y, un peligro, se entendía, detenerse en el recuerdo de Pepe y no mirar al Dios que, según tú, él señalaba. Y no te equivocabas: había que mirar al Dios al que Pepe señalaba. Pero era la dirección de tu dedo la que indicaba, según mi opinión, la ruta opuesta. Ese dedo tuyo apuntaba al blanco impenetrable de la techumbre del templo y, más allá, hacia arriba y hacia afuera, a una divinidad sin rostro que nadie jamás ha encontrado. La dirección debió ser hacia abajo, hacia los que estaban allí reunidos, y hacia dentro, hacia sus sentimientos; tal vez así hubieras podido poner rostro a ese Dios al que nombrabas.

Celebramos estos días la navidad. Líbreme Dios de dar lecciones a un obispo, pero tú sabes que la llamada encarnación es el misterio central del cristianismo. No el problema metafísico al que cierta teología lo ha reducido; la cuestión radical para el cristiano, y si se quiere, escandalosa, es confesar a un Dios que, para el hombre, solo en lo humano cuya expresión cabal es Jesús de Nazaret, se manifiesta: justicia, compasión y ternura hasta la muerte; de modo que pretender encontrarlo fuera de ese ámbito es ilusorio y, si nos atenemos a la historia, incluso peligroso. No creo que te resulte extraño lo que digo, pero, si es necesario explicarse lo diré con la expresión rotunda de un texto bíblico: «A la divinidad nadie la ha visto nunca, pero si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros y su amor queda realizado en nosotros» (1Jn 4,12).

Aquel día había un «nosotros» delante de ti apiñado junto a Pepe de cuerpo y espíritu presente y tu dedo, sin embargo, se empeñó en señalar para otra parte: hacia arriba, a un Dios ausente.
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(*) Juan Barreto Betancort es Doctor Filología Bíblica y profesor de Filología Griega en la Universidad de la Laguna.

Publicado en La Provincia.es Opinión 0 4/01/2013