El domingo primero de aviento comienza con un las más profunda de todas las profecías de paz de la historia de occidente: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (Is 2, 2-5; cf. Miq 4, 1 ss.) Desde esa palabra quiero ofrecer un pequeño programa y camino de paz, en este año 2007 que acaba, en este tiempo que muchos consideran lleno de violencia. Ha empezado el adviento con un atentado de la ETA, de nuevo las pistolas.
Quiero condenarlo aquí con toda fuerza, pedir nuevamente la paz, en la justicia y el amor, la paz en la concordia… Otra vez quiero elevar mi palabra por la paz. ¡La política no puede cambiar con la violencia, la paz no llega con las armas! Quiero la justicia de la paz: el desarme de los violentos y, al final, el desarme de todos. de todos Estamos en adviento. Se puede soñar de nuevo en la paz, a pesar de todo. Para ello tomo la palabras centrales del post anterior, pero mucho más breves, reducidas a lo esencial
El Dios del Adviento
En otro tiempo, muchos israelitas habían pedido a Dios que les ayudará en la Guerra Santa y así luchaban, confiando en que el mismo Dios les daría la victoria. Pero ahora el profeta les pide que crean, sin hacer guerra, sin entablar batalla, siguiendo el modelo de Ex 14-15, cuando los fugitivos de Egipto habían confiado su defensa a Dios y Dios les había liberado. Pues bien, en otro tiempo, el signo de la liberación había sido el paso por el mar, a pie enjuto (mientras se ahogaban los enemigos). Ahora, en cambio, el signo de paz es un niño, en quien se encarna la promesa de Dios.
Desde aquí se entiende la profecía del Emmanuel, en cuyo contexto se sitúa Is 7, 13-14: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado… y se llamará Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Is 9, 6). En este ambiente surgen y se entienden las palabras más consoladoras y exigentes de la utopía pacificadora de los israelitas que han renunciado a las armas para defenderse. Al lado de Dios, no hay lugar para las armas, pues Dios lo ha creado todo a través de la Palabra (Gen 1), no por medio de algún tipo de guerra. La Palabra de amor crea (es Dios), la guerra destruye (no es divina). El Dios israelita no tuvo que luchar cuando creaba el mundo; tampoco los israelitas habrán de hacerlo, como muestras las palabras centrales del manifiesto ya citado:
Al final de los tiempos estará firme el Monte de la casa del Señor…
hacia él confluirán las naciones, caminarán pueblos numerosos.
Dirán: venid, subamos al monte del Señor;
él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas…
Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos.
De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra
(Is 2, 2-5; cf. Miq 4, 1 ss.)
Una Iglesia en adviento
La Iglesia está comprometida a ofrecer y enseñar el camino de paz de Jesús, desde los pobres y excluidos, no con pactos de Estado, ni con grandes palabras, sino con el testimonio de su vida. Educar en la paz mesiánica no es para ella algo secundario, una asignatura más, sino su propia esencia. Es importante la doctrina, pero mucho más importante es el testimonio de la Iglesia, que puede y debe presentarse como educadora de paz, no en teoría, sino en la misma calle de la vida, desde los más pobres, como hizo Jesús, iniciando con ellos un camino que lleva a Jerusalén (paz mesiánica). De esta educación para la paz, propia de la Iglesia y de otros grupos religiosos y sociales, depende el futuro de la humanidad. O aprendemos a vivir en (para) la paz o acabamos matándonos todos.
Para educar así en la paz, la Iglesia debe introducir su palabra (introducirse) en el proceso educativo y en la vida social, en la familia y en el mundo y en los medios de comunicación, ofreciendo la alternativa de Jesús encarnada en sus instituciones eclesiales. No se trata de enseñar unos contenidos separados de la vida, ni de una crear una nueva asignatura escolar para los niños, titulada quizá, Educación para la Paz, cosa que puede ser buena (¡mientras los padres seguimos en nuestras guerras!), sino de lograr que los cristianos sean, en particular y como Iglesia, hacedores de paz.
La Enseñanza de Sión: Una educación para la paz
No se puede hacer la paz sin cambio económico y sin superar las instituciones de violencia del Estado y de otros grupos sociales, pero esa superación no se puede hacer por guerra, sino a través de un diálogo entre todos los grupos sociales y con un compromiso especial de los creyentes (los que creen en Dios o en la Realidad suprema, como Paz). No se puede hacer la paz sin un cambio cultural y político… y, sobre todo, sin una transformación radical de las personas.
No hay educación para la paz sin un fuerte desarrollo afectivo y un intenso compromiso a favor de los niños etc (en esta línea habría que seguir desarrollando todo lo anterior). La educación para la paz no es una asignatura escolar (aunque pueda serlo), sino un proyecto y programa de vida, de niños y mayores, a favor del ser humano, un proyecto que puede y debe expresarse ya como una huelga activa, universal no-violenta, pero muy intensa, en contra de las instituciones y sistemas que se oponen al despliegue de esa paz.
El único realismo es aquí la utopia de la paz. No podemos ser “realistas violentos”, buscando un pacto entre los poderes fácticos (capital, ejército, medios de comunicación…), como se ha venido haciendo, con resultados siempre negativos. Hay que pasar de la política de los pactos a la “ruptura mesiánica de Jesús, a la paz del Monte Sión, fundada en el perdón y la concordia, en el regalo de la vida.