“La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación” (Año 1958, Ley de Principios del Movimiento Nacional, artículo 2). Esta mentalidad de monopolio fue una aplicación legal del Concordato vaticano-franquista de 1953. Y continúa vigente en el consciente o inconsciente de algunos jerarcas católicos de hoy.
Basta ya de servilismo histórico
Reyes y gobernantes españoles han buscado casi siempre la bendición del Vaticano, más que la del pueblo. A los 100 años del anterior Concordato de 1851, el invicto generalísimo de los ejércitos de tierra, mar y aire, Franco, caudillo de España por la gracia de Dios, implora por escrito otro Concordato a Pío XII en 1951: “Extendido ahora por la paternal bondad de S.S. el año santo a todo el mundo, España entera y su autoridad se esfuerzan en que las celebraciones jubilares tengan aquí la máxima solemnidad […] Seguro de su comprensión y benevolencia, postrado ante Su Santidad, besa humildemente vuestra sandalia el más sumiso de vuestros hijos” (Stanley G. Payne, El Franquismo).
Tres décadas de involución
Pero aquí no nos detenemos en el franquismo ni en siglos pasados. Tampoco en la reciente concentración de Madrid el 30-diciembre-2007, ni en la “inocente” nota orientativa ante el 9-M. Ni siquiera en las repetidas manifestaciones callejeras con obispos de los últimos 4 años (“pancarteros”, les diría Aznar). Hablamos de las tres últimas décadas. “Desde Descartes, todo ha ido mal”, declaró Juan Pablo II a unos periodistas polacos (¿mejor la Inquisición que el ”pienso y existo?”). En 1978, Juan Pablo II fue la desembocadura natural de una clara involución vaticana, alargada ahora con Benedicto XVI: el colegio cardenalicio no da para más…
España no es una excepción. Durante el 23-F de 1981, el intento golpista pilló a los obispos reunidos en Comisión Permanente, pero brillaron por su ausencia. El rey estuvo a la altura de las circunstancias, pero no la iglesia oficial. En mayo-81, en presencia del obispo de Tarazona (Victorio Oliver) y casi un centenar de curas diocesanos, yo mismo le pregunté al cardenal Tarancón: “¿Se les ha ocurrido a los obispos, por casualidad, compensar públicamente la mala imagen que dieron durante el golpe de Estado?”. Y Tarancón, mirándome por encima de sus gafas, respondió: “Claro que se nos ha ocurrido, y no por casualidad”… Ese mismo año, dejó la presidencia de la Conferencia Episcopal. Años más tarde, Tarancón declaraba: “A los obispos españoles les va a entrar tortícolis de tanto mirar a Roma”.
Ni como ciudadanos ni como católicos
No hay ningún “linchamiento mediático”, es que llueve sobre mojado. Nadie niega el derecho de los obispos a manifestarse, “incluso sobre materias referidas al orden político” (Gaudium et Spes, 76). Pero se hacen victimistas si nos manifestamos también los demás. No es un pique entre el gobierno socialista y la iglesia, como resumen algunos con falta de rigor. Muchos ciudadanos no militamos en partidos políticos y también deseamos poner a los obispos en su sitio. En primer lugar, porque están sobredimensionados y no nos representan, ni de iure ni de facto, ni como ciudadanos ni como católicos.
Están ahí por inercia histórica, elegidos por un estado extranjero no democrático, que se hace llamar “Santa Sede”. Y en segundo lugar, porque llevan tres décadas condenando a los mejores teólogos, entre otras desviaciones. No reconocen la igualdad de la mujer en la iglesia (Derechos Humanos, 1). Y repiten, contra datos históricos, que “Jesús fundó la iglesia” (la de ellos) y que son “sucesores de los apóstoles” (casados contra solteros). Sea cual sea el resultado electoral del 9-marzo, España debería prepararse ya para revisar los Acuerdos de 1979 y otros, creando un nuevo marco de relaciones con las iglesias.
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