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De entrada, no acepto que nadie dude de mi amor a la Iglesia después de más de 46 años, ¡voy a por los 47!, de ordenación de presbítero, de cura, para que se me entienda. Estamos tan acostumbrados a ciertas realidades, o, incluso, a la repetición de ciertas expresiones, que hasta personas de comprobado criterio y sentido común dejan de percibir el alcance y el verdadero significado de las mismas. Yo no voy a ocultar que me he opuesto, desde la época de Franco, a los acuerdos mal llamados Iglesia-Estado, al dichoso Concordato, y a los sucedáneos que han venido después. Y si me oponía en tiempos de Nacional-Catolicismo, siendo como era el Derecho Canónico ley española como cualquier otra ley sancionada por las cortes, ¿cómo no me voy a oponer ahora, en una época de Democracia, de separación de Iglesia y Estado, de un Estado laico, y de igualdades de grupos religiosos ante la ley?
Hoy hemos tenido los curas de la Vicaría IV de Madrid un encuentro con el magnífico pensador-antropólogo-teólogo Juan de Dios Martín Velasco, que ha estado brillante, claro y pedagogo, como siempre. Entre otras cosas nos ha recordado algunas de las carencias, o retrasos, en temas que el Vaticano II quiso promover, o incluso propuso, pero fueron cayendo en saco roto. Una de ellas, estelar y central en la teología pastoral del Concilio, la Colegialidad Episcopal. De la afirmación de la Lumen Gentium de que el «conjunto de las Iglesias particulares forman la Iglesia universal» se pasó, en los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, a considerar a las diócesis casi como delegaciones locales de una especie de empresa internacional, con sede y domicilio social en Roma. (Esta afirmación fue condenada como herética por el concilio de Constanza, (1414-1418). Yo firmo, completamente, la apreciación de Juan de Dios, y no le hago por eso la pelota, porque mucho antes de ser su alumno en el Instituto de Teología Pastoral de la Pontificia de Salamanca en Madrid, (1969-70), y de no conocerlo, por tanto, ya pensaba lo mismo, al estudiar los documentos conciliares, y la profunda y luminosa eclesiología de Yves Congar.
Todavía recordaré, antes de exponer conclusivamente mi opinión, dos cosas, ambas del Vaticano II: 1ª), aunque no aparezca nítidamente en los documentos, sabemos que muchos padres consideraron como pérdida de una ocasión única y propicia el no determinar en el mismo Concilio que las relaciones de la Iglesia con cada Estado concreto, y sus Gobiernos, se diera a través de las Conferencias Episcopales, legítima representante en cada país, en el aspecto jurídico y social, de lo que es la Iglesia; y 2ª), que va en la misma dirección, que era llegada la hora, como afirmó en una famosa entrevista a un periódico francés el cardenal Suenens (Leo Jozef Suenens (Ixelles, 16 de julio de 1904 – Bruselas, 6 de mayo de 1996), amigo personal y muy querido, del papa Pablo VI, a quien entristeció mucho con esa entrevista, de que acabaran las nunciaturas, justamente para que las relaciones entre los católicos, como comunidad eclesial en cada país, y el Gobierno del mismo se llevaran desde la Conferencia Episcopal correspondiente.
Con estas ideas eclesiológicas que hemos mamado en nuestra época de estudio teológicos, que, además, para mayor fuerza e influencia, fue contemporánea de las sesiones del Concilio, no es de extrañar que yo distinga muy mucho entre Vaticano e Iglesia Católica. El primero es un Estado diminuto independiente, que no es absolutamente necesario para la vivencia de la fe, y el seguimiento de Jesús, como lo demostró la Iglesia de los primeros cuatro siglos, y que no es otra cosa que una reminiscencia de la época lastimosa y escandalosa del papado, convertido su detentor en una especie de emperador mundial de lo sagrado. ¡Lo más parecido al primer papa, Pedro, al que tanto veneran y reverencian sus sucesores! El único argumento que puede tener un viso de realismo funcional para la continuidad de ese Estado Pontificio es que, al ser un Estado independiente y soberano, sus tratados con otros Gobiernos tienen la categoría y el marchamo de internacionales. Algo absolutamente innecesario para las expectativas de la comunidad de creyentes, humildes seguidores de Jesús. Tal vez significara algo cuando nuestros ideólogos eclesiásticos denominaban a la Iglesia CAtólica como «sociedad perfecta». Pero perfectamente inútil y dispensable cuando el Vaticano II la definió como «Pueblo de Dios». ¡Y cómo nos gusta sentirnos sus miembros!