La ciudad de Managua está construida sobre múltiples fallas, esas heridas de la corteza terrestre que cada cierto tiempo hacen temblar al país y le recuerdan lo vulnerable que es a los caprichos de la naturaleza. Sin embargo, éstos no son los únicos abismos que se abren en esta tierra donde se han creado, además de lagos y volcanes, grandes diferencias.
De hecho, la distancia que existe entre el modo de vida de las clases privilegiadas y el de la mitad del país que vive en situación de pobreza (con menos de 1,6 dólares al día) es mucho mayor que cualquier falla volcánica. Mientras unos niños se preocupan por tener la última PlayStation, los otros piensan en si van a vender suficientes tortillas para poder cenar esta noche. Mientras unas piensan en cuándo tendrán su primer coche, otras lloran suspirando por cuándo dejará de abusar de ellos su padrastro. Escenas que parecen de mundos diferentes conviven a pocas cuadras de distancia, en una América Latina que desde hace tiempo se ha caracterizado por sus enormes y tristes desigualdades.
El problema, además de la propia miseria y la dificultad para salir de ella, es la falta de vasos comunicantes entre una realidad y la otra, ya que muchos viven en unas burbujas de cristal desde las que no ven ? o no quieren ver ? el día a día de sus hermanos que viven al otro lado del precipicio. Pero esto no pasa sólo en Nicaragua o en Latinoamérica, también en nuestras cosmopolitas ciudades europeas hay gente cuya lucha por la supervivencia diaria está a años luz de nuestros planes y sueños de futuro. ¿Podemos crear puentes entre unos y otros? ¿Somos conscientes de que estos puentes no pueden tener un desnivel del 90% y que por lo tanto nuestro nivel de vida debe disminuir para que éstos sean factibles?
Ciertamente es difícil construir estos puentes si esa otra realidad sólo la vemos por televisión o la leemos en los periódicos, ya que la saturación de información que tenemos hace que estas noticias pasen rápidamente a un segundo plano. Quizás también porque lo que hay que conocer no es una realidad social sino personas concretas, acercarnos al lugar donde viven, mirarles a los ojos y llorar con ellos. Es entonces cuando nos transformamos no desde la cabeza sino desde el corazón, ya que cuando los cambios se producen en lo más profundo de nosotros mismos, éstos perduran en el tiempo y nos acompañan de por vida, en todos los ámbitos.
A partir de ahí uno sacrifica con gusto unas vacaciones para dedicar tiempo a la gente que ha tenido menos oportunidades que él; o está dispuesto a renunciar a parte de su rentabilidad financiera por un sistema bancario más ético; o no ve las migraciones tanto como un problema para los países ricos sino como consecuencia de los muchos problemas que hay en los países pobres; o tantas otras cosas que poco a poco pueden ir haciendo nuestro mundo más humano y más justo.
Vista la importancia que tiene conocer al prójimo para poder amarlo, ¿nos esforzamos desde las familias, desde los colegios y desde las universidades para que nuestros jóvenes no vivan aislados? Uno de los primeros pasos para acabar con la pobreza y la injusticia es que éstas no sean solamente datos y estadísticas sino rostros y nombres concretos.