Algunas notas sobre espiritualidad, identidad y cultura -- Luís N. Rivera Pagán

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Adital

Desdoblamiento en máscara de todos. Los juegos peligrosos (1962)
Ningún acercamiento teológico serio al tema crucial de las identidades y las espiritualidades latinoamericanas puede reclamar integridad si no incorpora la importancia central que en las creaciones culturales de nuestros pueblos y sus principales artistas tienen las diversas religiosidades que han habitado la imaginación colectiva, incluyendo en palco prominente, qué duda cabe, la fe cristiana.

¿Cómo discutir, por ejemplo, Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes, Hijo de hombre (1960), de Augusto Roa Bastos o Todas las sangres (1964), de José María Arguedas sin analizar la presencia acuciante, en las angustias de los seres humanos ahí descritos, de la religiosidad cristiana y su intrincada red de espiritualidad, símbolos, creencias y ritos, su caudal de temores y esperanzas, los que, a la postre adoban además las identidades comunitarias?

Sería como pretender estudiar la trayectoria literaria de James Joyce evadiendo su confrontación con el intenso catolicismo irlandés, tan brillantemente expuesta en A Portrait of the Artist as a Young Man (1916). O reducir el análisis de Resurrección (1899), la gran obra del anciano Tolstoi, a disquisiciones de crítica literaria eludiendo su dramático conflicto religioso con la Iglesia Ortodoxa rusa y su ansiosa búsqueda de un cristianismo más cercano al Jesús de los Evangelios. O discutir Beloved (1987), de la magistral Toni Morrison, desligada de la rica tradición religiosa afroamericana, tan preñada de las miserias de la esclavitud y las ilusiones de libertad.

Sería tan absurdo como enfrentarse a la obra literaria de los hebreos Chaim Potok o Isaac Bashevis Singer a la vez que se soslaya el estudio a profundidad de los fascinantes laberintos recorridos por la espiritualidad judía en la diáspora, en sus esfuerzos por encarnar su fidelidad al celoso Dios de Israel en un mundo secular extraño y hostil, evocando con nostalgia, a través de tantas adversidades históricas, su identidad de pueblo escogido y siervo sufriente.

Debemos aprender a percibir, en las mejores creaciones culturales, aquellas que expresan con excelencia estética y hondura existencial las angustias y aspiraciones de un pueblo, las que traen a flor de piel, por un lado, las atroces y pavorosas arrugas de las expresiones históricas de la religiosidad cristiana, y, por el otro, las reservas excepcionales de fe, esperanza y amor que surgen de las espiritualidades de nuestros pueblos. ¿Cómo no temblar ante los terribles rostros del cristianismo latinoamericano, para recordar el título del libro de José Míguez Bonino, que se insinúan en obras como

El siglo de las luces (1961), de Alejo Carpentier, La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa, Oficio de tinieblas (1962), de Rosario Castellanos, Rayuela (1963), de Julio Cortázar y Paradiso (1966), de José Lezama Lima, entre otras? ¿Cómo evitar sobrecogerse ante la imagen de Dios que en ellas propugna el cristianismo oficial? ¿Cómo no captar, por el contrario, en su interioridad, los profundos clamores de esperanza en el Dios de liberación, las ansias que pugnan por plasmarse en la dolida historia iberoamericana forjando una religiosidad solidaria y compasiva? Por algo, la consagración a la teología profética la recibe Gustavo Gutiérrez de la pluma desgarrada y suicida de su compatriota José María Arguedas, cuando el gran novelista, al final de su novela inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969), le convoca a proclamar el Dios libertador, a fin de que las calandrias de solidaridad entonen la clausura del dios del miedo y la opresión.

¿Es la cultura latinoamericana, en sus profundidades espirituales, auténticamente cristiana? Esa pregunta ha sido tema de larga, intensa y, con frecuencia, amarga controversia. Desde el siglo dieciséis, las respuestas son diversas y divergentes. Gerónimo de Mendieta, misionero español, franciscano, escribiendo a fines de ese siglo, elogia la gran victoria que para la causa del evangelio había significado la conquista de América. Percibe un designio providencial divino en la peculiar coincidencia de que el mismo año en que Satanás había llevado a cabo dos ataques vigorosos contra el reino de Dios – la inauguración del Templo Mayor azteca, consagrado, según Mendieta, con el sacrificio de decenas de miles de víctimas humanas y el nacimiento de Martín Lutero, atroz agente, según el pío franciscano, del Diablo – naciese Hernán Cortés, quien ganaría más almas para la cristiandad que las perdidas en el Templo Mayor y el luteranismo. Cortés fue, según Mendieta, un nuevo Moisés, elegido por Dios para conducir al pueblo indígena mexicano de la sujeción a Satanás a la tierra prometida del evangelio cristiano. La cristianización del Nuevo Mundo es señal de la victoria definitiva de Dios y la fe cristiana, cuya plena manifestación, en el ocaso de los tiempos, es inminente. Es una visión de triunfo para la cristiandad, preludio de la victoria final en la cercana consumación de la historia.

En las postrimerías de ese mismo siglo, otro misionero español franciscano, Bernardino de Sahagún, en medio de una extraordinaria obra dedicada al estudio de la cultura ancestral indígena mexicana, emite un juicio más sombrío, menos triunfalista, sobre la evangelización de las comunidades nativas. En una breve digresión que rompe la secuencia de su narración, Sahagún se horroriza ante la ruptura de la disciplina ética y la dignidad que había antaño caracterizado al pueblo azteca. «Perdióse todo el regimiento que tenían», es su lamento amargo. Al erradicarse precipitadamente, por idolátrico, el culto religioso tradicional de los pueblos nativos, se ha lacerado profundamente su cultura, identidad y espiritualidad. El historiador franciscano se enfrenta a un dilema complejo: en pueblos para los que el culto es núcleo medular de su cultura, ¿cómo extirpar su religiosidad sin herir gravemente sus virtudes culturales y ética? Sahagún no parece tener la respuesta definitiva, pero tampoco está dispuesto a ocultar su profunda desilusión ante lo acontecido. Su actitud contrasta con la de Mendieta: la evangelización de México no ha redundado en la auténtica cristianización de las comunidades nativas.

Las apreciaciones divergentes de Mendieta y Sahagún se replican innumerables veces en la historia cultural de nuestro continente. En medio de Hijo de hombre, su gran novela tan heterodoxamente cristológica, Augusto Roa Bastos se lanza la siguiente aseveración:

Evidentemente, la memoria tiene su retórica de lugares comunes, de imágenes litúrgicas en el trasfondo -en el bajofondo- que nos legó la aculturación evangelizadora. Los reflejos condicionados del Nuevo Testamento funcionan a todo vapor en las capas callosas del sentimiento religioso que es la verdadera levadura de nuestra cultura mestiza. Todo el lenguaje castellano y guaraní, o su mezcla, ha sido «evangelizado», ha quedado prisionero del Santo Sepulcro, entre los miasmas de la Redención. No podemos escapar.

Roa Bastos, por un lado, afirma la cristianización, en el bajofondo, a profundidad, de la cultura latinoamericana mestiza, popular, a causa de la «aculturación evangelizadora». Por el otro lado, sin embargo, se da cuenta de la distancia que media entre los ideales de la fe y sus distorsiones históricas, lo que Alfred Loisy, en otro tiempo y lugar, catalogó como la diferencia clave entre la prédica del reino de Dios, propia de Jesús, y su resultado empírico, la hegemonía de la iglesia. Por ello, su énfasis es ambiguo y oscila entre el reconocimiento a la evangelización del lenguaje popular, el castellano y el indígena (en su caso, el guaraní) y su caracterización de ella como miasma aprisionadora. Hijo de hombre señala, trascendiendo la ambigüedad y la ironía, un sendero de sacrificio cristo lógico, de imitatio Christi, más allá de las fronteras institucionales eclesiásticas. Es, por tanto, como lo sugiere el título, una recuperación del tema clásico, pero siempre inquietante y rebelde, del Jesucristo que se enfrenta al templo y a sus sacerdotes. Lo que conlleva, inevitablemente, su crucifixión.

Pero, en nuestra espiritualidad e identidad latinoamericanas, la crucifixión es el preludio de la resurrección, como esperanza escatológica. Rigoberta Menchú, indígena quiché, es la protagonista de una aventura excepcional de fe, valor y afirmación de un pueblo, su cultura y su religiosidad. Su testimonio literario, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1985), surge de los dolores y esperanzas de su pueblo. Es una endecha al tormento y la muerte; es también un canto a la vida de quienes el guatemalteco Miguel Ángel Asturias llamó hombres de maíz y, acorde con estos tiempos de mayor equidad, nosotros llamamos hombres y mujeres de maíz. Es, además, una hermosa exposición, trazada con inmenso orgullo de ser lo que se es, de las ricas tradiciones espirituales de las comunidades quichés. También es un himno literario de esperanza en la resurrección de los pueblos autóctonos, su identidad cultural y su espiritualidad religiosa. Este texto quizá pueda leerse como el reverso de esperanza del trágico fatalismo sobre el destino de los pueblos mayas que encontramos en Oficio de tinieblas, la hermosa novela de Rosario Castellanos.

Alguien ha dicho que en muchos de nuestros países las élites criollas y blancas idolatrizan como paradigmas simbólicos de la nacionalidad a figuras indígenas, siempre y cuando éstas hayan muerto siglos atrás, al mismo tiempo que menosprecian a sus actuales descendientes. Después de Rigoberta Menchú, nadie debe poner en duda la inmensa dignidad de la cultura de los pueblos originarios ni la integridad de sus formas peculiares de vivir, sentir y pensar su espiritualidad. Tampoco, debemos añadir, después de Rigoberta Menchú, debía quedar duda alguna sobre la facultad extraordinaria de las mujeres para representar con eficacia los pesares y las ensoñaciones de sus pueblos. Su libro conjuga la belleza literaria, el sentimiento genuino de la cultura indígena, con la reflexión teológica acerca de los senderos de Dios y la fe en la historia latinoamericana.

En este contexto, es quizá pertinente llamar la atención a la rica creatividad literaria de las escritoras latinoamericanas durante las postrimerías del siglo pasado.

Permítaseme aludir a dos ejemplos destacados poco conocidos fuera de sus contextos nacionales. Los libros de Tatiana Lobo, Asalto al paraíso (1992), Entre Dios y el diablo (1993) y Calypso (1996), constituyen un impresionante buceo en las profundidades de la pluralidad étnica, cultural y espiritualidad de la identidad femenina costarricense. La puertorriqueña Ángela López Borrero es una escritora fascinante que conjuga, en dos hermosos libros de relatos cortos, Amantes de Dios (1996) y En el nombre del Hijo (1998), como quizá nadie más en nuestros lares, la prosa poética, la lectura sugestiva y novedosa de los textos bíblicos canónicos y el erotismo no divorciado de una espiritualidad honda y genuina.

No puede leerse ninguna de estas dos escritoras, entre muchas otras, sin admirarnos ante la enorme capacidad de nuestros pueblos de trazarse, en el destino de sus historias de penurias y añoranzas, senderos de auténtica espiritualidad e identidad. De su imaginación e inteligencia surge un esfuerzo audaz y tenaz de liberar nuestra imaginación religiosa de vestigios coloniales y forjar horizontes genuinos y amplios para nuestra espiritualidad e identidad. Empresa que de rodillas, rasgando las vestiduras y con cenizas en el rostro, nos permite clamar:

Alguien, yo arrodillada: rasgué mis vestiduras Y colmé de cenizas mi cabeza. Lloro por esa patria que no he tenido nunca, La patria que edifica la angustia en el desierto…
[Rosario Castellanos. Muro de lamentaciones. De la vigilia estéril (1950)]

* Ecuvives ,asociación civil encuentro ecuménico ‘juan vives’