La cuestión del celibato vuelve a saltar a las rotativas de los periódicos que se hacen eco, una vez más, de una noticia sobre la imposible continencia de algunos sacerdotes.
Esta vez ha ocurrido en Italia, en un programa de televisión donde se desvelaba abiertamente la doble vida de algunos sacerdotes, en este caso homosexuales. Pero días atrás, era cuestión de un sacerdote que compatibilizaba su ministerio con una mujer con la que había tenido un hijo.
Sin querer tratar aquí las excelencias que tiene el compromiso celibatario para la Iglesia, mi pregunta se centra, sin embargo, en las dificultades reales que esto conlleva para que pueda ser vivido con las renuncias y exigencias que se demanda sin que se convierta en un sufrimiento, y si además eso es posible.
Comencemos afirmando que el celibato en abstracto no existe. Existen célibes insertos en una sociedad multicultural, con una experiencia particular de Dios y de la Iglesia, con unas limitaciones tanto afectivas como psicológicas, con tendencias heterosexuales u homosexuales, con debilidades e intereses particulares.
Son personas por hacer, con un nivel mayor o menor de madurez personal, con más o menos voluntad interior para dominar sus pulsiones, que viven su sexualidad con mayor o menor compulsividad, con ciertas limitaciones en sus relaciones personales y con mejor o peor disposición para asumir la soledad.
El celibato no es igual en un sacerdote aislado en un pequeño pueblo perdido en ambiente rural, que el de una religiosa contemplativa en un monasterio donde hay muchas monjas, o el de un sacerdote dedicado a las enseñanza universitaria en una gran ciudad, o el de un cartujo enfrentado a largos días de silencio sin contacto ni con el exterior ni con sus hermanos de comunidad, o el de un joven cura recién salido del seminario trabajando codo con codo con chicas y chicos en la pastoral juvenil.
Cada caso es diferente, y a todos no se les puede pedir ni exigir lo mismo, porque no sería justo. Se comprende bien que en un caso o en otro los ?riesgos?? no sean iguales.
Aclaremos primero el significado que la Iglesia le da al celibato para no confundirnos con la comprensión, casi siempre parcial, que le da el resto de la sociedad. La Iglesia dice que el celibato implica la soltería y la continencia genital. Por lo tanto, no sólo implica el hecho de no fundar una familia y de abstenerse de mantener relaciones sexuales con un hombre o una mujer, sino en observar la continencia.
La continencia implica la renuncia a hacer uso de la sexualidad, no sólo con otra persona, sino personalmente con uno mismo, por eso la masturbación tampoco está permitida en los célibes (en realidad no le está permitida a nadie, ni célibe ni casado, pero eso es otro tema que ahora no es objeto de mi reflexión).
La gran pregunta es si los célibes, son capaces de asumir la continencia total, sin que esto afecte a su compromiso de vida ni a su estabilidad emocional y personal.
Los psicólogos ponen en duda que la continencia total sea posible mantenerla a lo largo de toda la vida. Otra cosa es que parcialmente y en algunos períodos de la vida sí se pueda vivir. El control de las pulsiones genitales puede ser vivido por algunas personas, pero no por todas.
Así vistas las cosas, y apoyándome en lo que dice la ciencia, la realidad es que en la Iglesia se dan dos tipos de célibes: los que pueden vivir la continencia total a lo largo de su vida y los que no pueden hacerlo. Por fortuna, el control de la genitalidad es algo que supera a la propia razón y a la voluntad del hombre.
Si embargo, cuando la sexualidad no se da de manera compulsiva en las personas, el dominio de ésta es más bien una predisposición natural antes que un acto de virtud evangélica. No sería bueno confundir la naturaleza particular con la heroicidad.
¿Qué pasa entonces con los célibes que no consiguen vivir la continencia total? En primer lugar se debe pensar que no vivir la continencia no está en contradicción con un compromiso celibatario.
Dicho de otra manera, se puede ser célibe y faltar a la continencia puntualmente, porque el celibato implica otras realidades teológicas que van más allá de la propia genitalidad, como son la entrega, la generosidad, la dedicación, o la exclusividad al proyecto del Reino de Dios.
El problema, si es que esto es un problema, no lo tienen los célibes, sino la Iglesia que pide a los consagrados (sacerdotes o religiosos) algo que no les es posible vivir, salvo en casos determinados, y con ciertas sospechas de equilibrio psicológico personal.
Si la continencia del celibato es tan ardua y casi imposible de mantener, no deberíamos extrañarnos de que esto se convierta en noticia casi todos los días.
Entonces, la Iglesia debería replantearse el significado del celibato y no exigirlo como conditio sine qua non para el sacerdocio, cuando sabe de hecho que no se podrá vivir por parte de la mayoría de los curas. Con esto no estoy diciendo que el celibato no tenga valor en sí mismo, sino que no debería ser la exigencia fundamental para la ordenación sacerdotal.
Sí al celibato, pero para el quiera y pueda mantener la continencia de por vida.
No me gustan las mentiras ni la doble moral. Si la Iglesia sabe de hecho que sus célibes no podrán ser continentes, salvo en casos contados, ¿por qué lo sigue exigiendo para la ordenación sacerdotal, y por qué se sigue escandalizando de los casos de sacerdotes que salen a luz pública por no poder mantener sus compromisos?
O el celibato se asume en la Iglesia con toda esa carga de incontinencia natural, o se hace opcional para no desvirtuar el sentido de ese compromiso evangélico y no confundir ni engañar al resto del Pueblo de Dios.
Por último me gustaría decir que el sentido del sacerdocio o de la Vida Religiosa no estriba en el grado de continencia, o de compromiso por el celibato, sino en otros elementos que tienen entidad en sí mismos, más allá de la genitalidad.
Verlo, exclusivamente desde esta perspectiva, es un reduccionismo simplista y erróneo. El sacerdocio y la Vida Religiosa están, gracias a Dios, por encima del sexo.