SEG?N EL SACERDOTE ABULENSE JES?S L?PEZ SÁEZ, JUAN PABLO I FUE ASESINADO. Juan Carlos Huerta

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Diario de Ávila

JUan Pablo I.bmpEn el momento «oportuno»
Casi 30 años después del fallecimiento del Pontífice, el sacerdote abulense Jesús López Sáez mantiene viva la llama de la teoría según la cual el papa Juan Pablo I fue asesinado
Poco antes de las cuatro y media de la madrugada del 29 de septiembre de 1978, sor Vincenza dejó una taza de café en una mesilla, junto a la puerta de la habitación del Papa Juan Pablo I. Albino Luciani solía despertarse a esas horas para asistir a los maitines. Media hora después, la monja volvió a pasar junto a la puerta. El café seguía allí, pero ya no humeaba. «Que raro», pensó.

En realidad, septiembre, aquel septiembre de 1978, fue un mes en el que sucedieron cosas muy raras. Además de las amenazas de muerte al Papa, los hermanos Gusso, Paolo y Guido, mayordomos de Luciani, fueron despedidos, acusados de introducir sin permiso a fotógrafos y otras personas en los aposentos del Pontífice. De hecho, un buen día, se coló un indocumentado, al que alguien confundió con el doctor Da Ros, médico personal de Juan Pablo I. La verdad es que en torno al Papa había una seguridad pésima. Prueba de ello, es que una de las primeras medidas personales de su sucesor, Karol Wojtyla, fue la de crear el Servicio Secreto de Su Santidad (SSSS), integrado por cinco policías armados con pistolas extrachatas y veinte encargados de mezclarse con la multitud.

Entre la letanía de sucesos extraños del mes de septiembre figura la sorprendente interpelación que un médico le hizo inesperadamente al Santo Padre: «Santidad, usted tiene el corazón destrozado». «Muerto un papa, hacen otro», le respondió amablemente Luciani. Horas antes de su muerte, unos técnicos, cuya identidad aún se desconoce, instalaron y probaron dos timbres de emergencias junto a su cama, que ya habían estado allí, por cierto, en tiempos de Juan XXIII. Este hecho, sin saber por qué, no se supo hasta diez años después.

Sin duda alguna, uno de los episodios más asombrosos fue la repentina muerte de Nikodim, metropolita de Leningrado y número dos de la Iglesia ortodoxa rusa, que murió en los brazos de Juan Pablo I, según dicen, tras tomar una taza de café. «Dios mío, Dios mío, también esto tenía que ocurrirme», se lamentó Juan Pablo I.

Albino Luciani nació el 17 de octubre de 1912 en Canale d? Agordo, en la montuosa Belluno, una de las siete provincias de la región del Veneto, en el seno de una familia humilde. A los once años ingresó en el seminario de Feltre. «Bien, espero que cuando seas cura querrás bien a los obreros», le escribió su padre, inmigrante socialista en la Alemania de entreguerras. El 7 de julio de 1935 es ordenado sacerdote; en 1954, nombrado vicario general de la diócesis; cuatro años después, obispo de Vittorio Véneto. El 15 de diciembre de 1969 Pablo VI designa a Luciani Patriarca de Venecia, y tres años después, cardenal.

«Conmigo el Señor emplea su viejo sistema: toma a los pequeños del barro de la calle y los levanta», dirá Albino Luciani.

Tras la muerte de Pablo VI, el 26 de agosto de 1978, en un cónclave corto, Albino Luciani fue elegido Papa, con el nombre de Juan Pablo I. «Cuando llegué ayer por la mañana fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Nunca hubiera imaginado lo que estaba por suceder», declaró emocionado desde el balcón de la Plaza de San Pedro. Antes de acudir al Vaticano, Luciani había dejado en el taller su pequeño automóvil, para un arreglo urgente. Tenía prisa por regresar a casa. Paloma Gómez Borrero, a la sazón corresponsal de TVE en el Vaticano, buscaba una exclusiva. Se cruzó con Luciani y alguien le advirtió de su presencia. «¿Quién es?», preguntó la popular periodista. «El de Venecia», le aclaró el acompañante. «Va… ése no es papable», protestó displicentemente la redactora.

Paloma Gómez Borrero no cayó en la cuenta en aquellos momentos de que el 16 de septiembre de 1972, en la Plaza de San Marcos, ante 20.000 personas, Pablo VI había colocado su propia estola sobre los hombros de Luciani. Los hechos hicieron que aquel gesto de azarosa apariencia adquirieran carácter simbólico.

«El café está frío. Qué raro es esto…». Vincenza Taffarel conoce como nadie a Luciani. Lleva 20 años cuidando de él. Son las cinco menos cuarto de la madrugada. La monja llama a la puerta. No hay respuesta. Vuelve a golpear con los nudillos, esta vez más fuerte. El Papa no responde. Entorna la puerta. Juan Pablo I parece dormido, reclinado, con una leve sonrisa. Sin embargo, está muerto, sentado sobre la cama, con una pierna estirada, un par de almohadones en la espalda, la luz encendida, y la cabeza ladeada sobre el hombro. Su espalda aún está tibia y la ingrávida sonrisa no es tal, sino la cruenta huella de la agonía.

«Esta mañana, 29 de septiembre de 1978, hacia las cinco y media, el secretario particular del Papa, no habiendo encontrado al Santo Padre en la capilla, como de costumbre, le ha buscado en su habitación y le ha encontrado muerto en la cama, con la luz encendida, como si aún leyera. El médico, doctor Renato Buzzonetti, que acudió inmediatamente, ha constatado su muerte, acaecida probablemente hacia las 23 horas del día anterior a causa de un infarto agudo de miocardio».

¿A qué hora murió Juan Pablo I? ¿Quién encontró el cadáver, el secretario o sor Vincenza ? ¿Infarto? ¿Puede alguien morir de un infarto sin inmutarse?

Seis únicas líneas para una incipiente polémica, que no había hecho más que comenzar.

Entre quienes rechazan, desde hace años, la versión oficial figura el sacerdote abulense Jesús López Sáez (Aldeaseca de Arévalo, 1944). Para él, que mantiene en pie la tesis del asesinato casi 30 años después, la de Juan Pablo I fue una «muerte provocada en el momento oportuno».

Inspirado por las investigaciones del escritor inglés David Yallop, en 1985 publicó un pliego en la revista Vida Nueva secundando la hipótesis de que Juan Pablo I fue asesinado. Posteriormente, publicó dos libros: Se pedirá cuenta, en 1990, del que alguien pasó un resumen al Papa Wojtyla, pero que éste quiso leer entero; y El Día de la cuenta, publicado en 2005.

Las visitas a la web de su asociación se cuentan por decenas de miles. La comunidad de Ayala, fundada por don Jesús en 1973, y presente también en Ávila, vive alejada del catolicismo convencional, y su aperturismo sin complejos ha atraído a seguidores de todo el mundo.

Tras divulgarse sus controvertidas publicaciones fue apartado de sus responsabilidades en la Conferencia Episcopal. El obispo Adolfo González Montes le amenazó con retirarle las licencias ministeriales en 2002, intimidación de la que don Jesús dio cuenta a Juan Pablo II. Poco después, fuera por lo que fuera, González Montes fue trasladado a Almería. Uno de sus más implacables censores fue el recientemente fallecido Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid. Jesús López compartió estudios en Arenas de San Pedro con el actual presidente de los obispos, el también abulense Ricardo Blázquez. Con el cardenal Cañizares cruzó hace tiempo impresiones sobre la teoría del asesinato de Albino Luciani y con Jesús García Burillo, actual obispo de Ávila, dice que mantiene una relación cordial y respetuosa desde los tiempos en que el hoy prelado fuera vicario de Moratalaz. Don Jesús colabora con la Fiscalía de Roma en el procesos judicial abierto por la muerte de Juan Pablo I, reconoce que toma precauciones, que elude algunas citas sospechosas y que ha recibido alguna que otra visita misteriosa.

Le buscamos en Aldeaseca, en Sinlabajos, y finalmente le hallamos en su humilde refugio, la sede de la Comunidad de Ayala en la capital del Reino, a la sombra de Torrespaña.

«Yo no me habría metido en este berenjenal sin la perspectiva y la vocación de un creyente; sin la determinación de hacer justicia con el Papa que quiso expulsar a los mercaderes del templo», explica pausada, meditadamente, mientras arrellana sus argumentos entre libros y grabadoras. Le acompañan dos miembros de la Comunidad: Inés Quiñones y Adrián Cabrera.

Esa obsesión por asentar el mensaje evangélico en la médula de la Iglesia y por bruñir la mancillada figura de Juan Pablo I, «mártir de la renovación y de la purificación de la Iglesia», da sentido a la resuelta singladura de Jesús López.

A su juicio, Juan Pablo I no era un papa débil e indeciso, sino humilde y afable, «que estaba en el camino de la profecía» y que quiso aplicar con coherencia los principios del Concilio Vaticano II». Jesús López considera que, «de alguna manera, Pablo VI pensó: ?esto no puedo hacerlo yo, pero lo vas a hacer tú?»

Albino Luciani, además de tener detractores por la llaneza de sus discursos, por sus ideas transformadoras en relación a la Curia y a la manera de asumir los cambios sociales desde la Fe y el Evangelio, y por «amenazar el poder temporal de la Iglesia», se vio inmerso en la infernal efervescencia de una crisis que afectaba a los lúgrubres intereses de una entente que formaban la Mafia, la masonería ilegal y determinados eclesiásticos implicados en negocios inefables.

Lo que sigue a continuación es la hilaza argumental divulgada por Jesús López Sáez:

En 1969, Pablo VI, «que seguramente desconocía las peligrosas dimensiones del personaje» encarga al abogado y banquero siciliano Michele Sindona la política de inversiones vaticanas en el extranjero, control que tendrá hasta que se produce la quiebra de sus bancos y es sustituido por Roberto Calvi.

El banquero milanés Roberto Calvi hereda en 1974 el emporio de Sindona. Tras un fulgurante ascenso, se hace con el control del Banco Ambrosiano. La prensa le relaciona con las operaciones anticomunistas en América Latina y Polonia, con la financiación al socialista Bettino Craxi y con el manejo de dinero de la Mafia. Calvi es detenido el 20 de mayo de 1981 como principal responsable de la quiebra fraudulenta del Ambrosiano, estimada en unos 1.200 millones de dólares. Nada más ser detenido, Roberto Calvi manifiesta a su mujer: «Este juicio se llama IOR».

El IOR, Instituto para las Obras de Religión, es creado en 1942 por Pio XII. Tiempo después, y tal y como se hace eco Jesús López en sus escritos, el Vaticano empieza «a intervenir en el campo de las finanzas italianas e internacionales de una forma que hubiera sido impensable años atrás». Para Jesús López, el IOR presidido por el arzobispo norteamericano Paul Marcinkus, conocido como el banquero de Dios, fue un instrumento en manos de los oscuros negocios de Sindona y Calvi.

Pero aún falta una pieza en todo este puzle: la logia P2 (Propaganda Dos), un estado dentro del estado italiano. Fue creada a finales del siglo XIX, pero será entre 1970 y 1980 cuando alcance sus mayores cotas de influencia y penetración en las estructuras de poder italianas. Cuando se publicaron las listas de la P2, en mayo de 1981, cayó todo un gobierno. En ellas aparecieron Sindona y Calvi. Los dirigentes de esta logia, Licio Gelli y Umberto Ortollani, «fueron acusados de participar en la quiebra fraudulenta del Ambrosiano».

Sindona murió envenenado por cianuro en una cárcel de máxima seguridad, el 22 de marzo de 1986. Calvi terminó sus días el 18 de junio de 1982, colgado de un puente de Londres con varios kilos de piedras en los bolsillos. El arzobispo Marcinkus eludió la orden de detención dictada en febrero de 1987 por la magistratura milanesa acogiéndose a los privilegios del concordato firmado en 1929 entre Italia y la Santa Sede. A sus 88 años, Licio Gelli permanece en arresto domiciliario por el caso Calvi.

«Sorprende la serie de atentados, relacionados, de una u otra forma, con el Banco Ambrosiano o con la logia P2: el juez Emilio Alessadrini, el fiscal Giorgio Ambrosoli, el comisario Varisco y el arrepentido de la P2, Mino Pecorelli; todos ellos fueron asesinados a tiros», recuerda el sacerdote abulense. El vicepresidente del Ambrosiano, Roberto Rosone, que pretendía sanearlo, resultó herido de gravedad tras recibir varios disparos. Graziella Corrocher, secretaria de Calvi, y Giuseppe Delacha, ejecutivo del Ambrosiano, se precipitaron desde las ventanas de la sede central del banco…

DOS LÍNEAS PARALELAS. Cuando Albino Luciani accede al Papado, cuatro años antes de la escandalosa bancarrota del citado banco, y del inicio del reguero de tiros, suicidios y sangre que vino después, las autoridades italianas ya están investigando las conexiones del Ambrosiano con el IOR. Cuando los cardenales Felici y Benelli, hombres de confianza del Papa, informan al Santo Padre de las operaciones financieras que vinculan al IOR con Sindona, y de la posibilidad de que se esté fraguando algo más grave, esta vez con Calvi como protagonista, Juan Pablo I los mira fijamente, y con una voz que no habían oído antes, les dice «esto no puede continuar».

Albino Luciani era inflexible ante escándalos económicos. Ya se había enfrentado a ellos con entereza y valentía cuando era obispo en el Véneto. En 1962, hubo de afrontar en su diócesis un descubierto de 283 millones de liras por culpa de las desenfrenadas ambiciones de dos de sus sacerdotes, implicados a la postre en el caso Antoniutti, un banco secreto de «dudosa actividad». Al enterarse, Luciani presentó su dimisión a Juan XXIII en dos ocasiones. Lejos de aceptársela, el papa le dio carta blanca para que hiciera limpieza.

La diócesis restituyó hasta la última lira a los damnificados.

Diez años después, ya como patriarca de Venecia, Albino Luciani tropezó por primera vez, y de forma directa, con el problema del IOR. «Su presidente, el obispo Paul Marcinkus, sin consultar a nadie, vendió la Banca Católica del Véneto a Roberto Calvi, principal administrador del Banco Ambrosiano de Milán», recuerda López Sáez en Se pedirá cuenta. Luciani se convirtió entonces en portavoz de la indignación de los obispos de la región, que le urgieron a que se dirigiera directamente a Roma. Después de denunciar dicha operación, Luciani confesó a su secretario: «Estoy liberado. Lo he dicho todo».

«Albino Luciani cortó por lo sano aquellos asuntos del Véneto», declara Jesús López durante la entrevista con Diario de Ávila.

«Para los intereses del IOR y del Ambrosiano, la elección de Luciani como Papa no podía ser una buena noticia. Al contrario, era de esperar que el nuevo papa se mantuviera firme en sus principios. Este aspecto de su personalidad y de su biografía ha sido oficialmente eludido o silenciado», sostiene en sus escritos López Sáez, que sospecha que en septiembre de 1978, Juan Pablo I, ya como Papa, tutelaba una investigación sobre las actividades del IOR que «estaba a punto de encontrarse con la que el Banco de Italia realizaba sobre los movimientos del Banco Ambrosiano».

Además, y aunque las listas oficiales de la P2 no se hicieron públicas hasta 1981, un miembro arrepentido de la logia, Mino Pecorelli, periodista improvisado y temerario, divulgó la suya propia, en la que había presuntos masones vaticanos. Es posible que Juan Pablo I tuviera esa lista en su poder.

Hay papeles tan peligrosos como granadas de mano.

Los que vio Sor Vincenza al entornar la puerta de la habitación del Papa, asidos por los yertos dedos de Luciani, siguen siendo un misterio, uno entre tantos mientras no se abran los archivos vaticanos. En un principio se dijo que Luciani estaba leyendo La imitación de Cristo, homilías o discursos. Según Germano Pattaro, consejero del Papa, «eran unas notas sobre la conversación de dos horas que el Papa había tenido con el secretario de Estado Jean Villot» la tarde anterior a su fallecimiento. En ella, el Santo Padre le habría instruido sobre importantes decisiones que debía rubricar en las días siguientes.

Precisamente, una de las mayores aportaciones del sacerdote abulense a la investigación sobre la muerte de Juan Pablo I radica en la identificación de la enigmática persona de Roma, un miembro de la jerarquía católica, al que Juan Pablo I confesó sus intenciones más perentorias: acabar con los negocios del IOR, en especial con su maridaje ambrosiano, reformar íntegramente el Instituto, destituir a Marcinkus, revisar la estructura de la Curia, publicar varias cartas pastorales sobre la colegialidad de los obispos, la mujer en la Iglesia, la pobreza en el mundo y la unidad de la Iglesia, así como tomar «abierta posición, incluso delante de todos, frente a la masonería y la Mafia». El testimonio de esta fuente anónima fue divulgado por el periodista italiano Camilo Bassoto, amigo de Jesús López, once años después de la muerte de Juan Pablo I. Tras analizarlo minuciosamente, López Sáez deduce que la autoría corresponde al cardenal argentino Eduardo Pironio.

«Si Juan Pablo I sólo le hubiera revelado sus más secretas pretensiones a Villot, y no las hubiera compartido conscientemente con Pironio, ahora no estaríamos hablando de ello», argumenta el sacerdote abulense durante la entrevista con Diario de Ávila.

Según otras fuentes, entre las medidas que Juan Pablo I iba a tomar figuraba también la destitución del propio secretario de Estado, Jean Villot, que sería reemplazado por Benelli.

Después de que sor Vincenza hallara muerto al Papa, acudieron a la estancia el citado Jean Villot, los secretarios particulares y dos médicos oficiales del Vaticano. Villot, que se hizo con las riendas de la situación, impuso a la monja el silencio durante años. Sólo tiempo después, Vincenza Taffarel, agobiada por el peso de la conciencia, manifestó que fue ella y no el secretario Magee quien encontró el cadáver de Luciani.

Lorenzi, el otro de los dos secretarios del Papa, manifestó que el cadáver fue eviscerado. Otros testimonios permiten deducir que el embalsamamiento tuvo lugar antes de que transcurrieran las 24 previstas en la ley italiana (aunque no en el Vaticano).

Los expertos médicos a los que ha entrevistado López Sáez concluyen que ni había antecedentes coronarios característicos, ni la forma en que se haya el cadáver permite colegir que la causa de la muerte de Juan Pablo I fuera el infarto. Sólo una autopsia podría certificarlo. Una autopsia que nunca se hizo… ¿O sí?

Jesús López interrogó en 1998 al periodista de la RAI Giovanni Gennari, quien le aseguró que a Albino Luciani, al que conocía personalmente, se le hizo una autopsia extraoficial, y que por ella se supo que había muerto por la ingestión de una dosis fortísima de un vasodilatador, recetada a través del teléfono por su médico personal.

Pero López Sáez demostró que la farmacia vaticana jamás se abrió para Juan Pablo I. A sabiendas de que Luciani era muy cuidadoso con su medicación y de que sor Vincenza llevaba el control de lo que tomaba el Papa, el padre Jesús indujo un testimonio importantísimo, el del doctor Antonio Da Ros, el médico privado de Luciani, la persona que mejor conocía la salud del Santo Padre y que no había pronunciado palabra alguna desde su muerte. «Puse a Da Ros en el disparadero merced a una entrevista que me hizo desde Roma Andrea Tornielli, y en la que desvelé detalles del asunto del vasodilatador supuestamente recetado por Da Ros», nos cuenta el sacerdote abulense.

Antonio da Ros, al que Luciani iba a incluir en la nómina del Vaticano, rompe por fin su silencio y revela en 1993 que Luciani estaba bien, que aquella tarde no le prescribió absolutamente nada y que fue él mismo quien habló con sor Vincenza horas antes de la muerte del Papa, una llamada rutinaria en la que la monja le dijo que todo era normal.

Para colmo, la misteriosa visión de una religiosa llamada Erika manifiesta que el papa Juan Pablo I fue asesinado mediante una inyección letal. Como indica en uno de sus libros Jesús López Sáez, el tema no tendría mayor importancia, podría despacharse como una cosa rara, una alucinación. Pero la visión en cuestión aparece en el último libro del teólogo suizo Hans Urs Von Balthasar (Erika, 1988), que la califica teológicamente como «revelación privada». Además, poco después, Juan Pablo II le nombra cardenal.

«¿Pudo darse un cambio o manipulación criminal de las medicinas?», se pregunta López Sáez.

En un reciente documental de una televisión argentina sobre Juan Pablo I, en el que participa Jesús López, el investigador David Yallop y el Doctor Cabrera, del Instituto Toxicológico de Madrid, ponen sobre la mesa la posibilidad de que, entre las posibles drogas mezcladas en el Efortil, la medicina que tomaba Luciani para la tensión baja, figurara el digitalis, un veneno inodoro, incoloro e insípido, que provoca la muerte entre las dos y las seis horas después de ingerirse y que genera un cuadro cardiovascular y depresor del sistema nervioso similar al infarto.

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En sus escritos insiste en que la cuestión fundamental no es tanto quién lo hizo, sino qué se hizo de Juan Pablo I.

«Muerte provocada en el momento oportuno».

Durante el entierro de Juan Pablo I un impresionante aguacero cayó sobre Roma. En aquel momento, ni el viento ni el agua apagaron la llama del cirio pascual, como tampoco las intrigas borrascosas en torno al fugaz papado de Albino Luciani han conseguido hoy extinguir la flama que mantiene viva un cura de Aldeaseca, provincia de Ávila, empeñado en servir a Dios antes que a los hombres.

Publicado en «Diario de Ávila» el 5 de Agosto de 2.007

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