1. Introducción
Se ha conocido ya el «Documento Conclusivo», versión no oficial, de Aparecida (DCA). El documento final se aprobó con 134 votos a favor, 2 en contra y una abstención. Es decir, hubo un consenso casi total en torno al análisis, contenidos y criterios que se constituirán en presupuestos fundamentales de la labor evangelizadora de la Iglesia de América Latina y El Caribe.
Algunos de los participantes en la Quinta Conferencia sostienen que, si bien predominó un clima de respeto y concordia en los debates, también hubo enfoques, propuestas e ideas contrapuestas. Se habla de por lo menos tres corrientes: una que buscaba darle continuidad y actualización a los opciones pastorales de Medellín y Puebla (opción por los pobres, por la justicia, por las CEBES); otra, más apegada a las directrices de la autoridades vaticanas, que buscaba hacer predominar los intereses, enfoques y temáticas provenientes de Roma (las verdades de fe, las enseñanzas de los papas, el combate contra el relativismo moral, la bioética); y una tercera, más espiritualista, que pretendía desvincular la experiencia de fe de los problemas y compromisos sociales y políticos. ¿Cuál terminó predominando? ¿Hubo integración ecléctica? ¿Se mantuvo honradez con la realidad del continente y coherencia con la Buena Noticia de Jesús de Nazaret? Estas preguntas, entre otras, sirven de guía al presente artículo.
Haremos una primera aproximación al documento centrándonos en tres aspectos: los objetivos de la Conferencia Episcopal de Aparecida, la estructura del documento conclusivo y la continuidad, novedad o retroceso con respecto a las cuatro conferencias anteriores, en los temas relacionados al Método (o modo de estar en la realidad), Jesús de Nazaret y el Reino de Dios. Aspectos ineludibles para hablar de discípulos misioneros.
2. Objetivos de la Quinta Conferencia
En el DCA se sostiene que la Quinta Conferencia se propone: custodiar y alimentar la fe del pueblo de Dios, recordar a los fieles del continente que, en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo (n.10), repensar profundamente y relanzar con fidelidad y audacia la misión de la Iglesia en las nuevas circunstancias latinoamericanas y mundiales (n.11), recomenzar la misión desde Cristo, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (n.12).
Estos objetivos, están estrechamente vinculados con lo que se considera son los desafíos de la Iglesia latinoamericana y del Caribe: el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad (n.12); la necesidad de revitalizar el modo de ser católico, para que la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos (n.13); la necesidad de mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen el don del encuentro con Jesucristo (n.14).
En principio, encontramos, tanto en los objetivos como en los desafíos, una preocupación por el modo de ser Iglesia y la forma cómo proyecta su misión. Una primera lectura puede dar la idea de cierto eclesiocentrismo al enfatizar la custodia de la doctrina cristiana, las responsabilidades intraeclesiales y la erosión de la fe católica en crecientes sectores de la población latinoamericana.
Pero una lectura más global de documento, indica algo distinto al relacionar de manera sustancial Iglesia, misión, seguimiento a Jesús y realidad del continente. En esta lectura encontramos una Iglesia más excéntrica, es decir, menos centrada en sí misma y al servicio del reino de Dios, a cuya realización se orienta y al cual la Iglesia debe convertirse continuamente. Un Reino que tiene que ver con la construcción de justicia social (n.396), con la solidaridad hacia los rostros sufrientes (nn.407,409), con el compromiso hacia los pobres (n,410), con la promoción y liberación humana (n.416). De ahí que los obispos en su mensaje a los pueblos de América Latina y El Caribe plantean que «el llamado a ser discípulos- misioneros exige una decisión clara por Jesús y su Evangelio, coherencia entre la fe y la vida, encarnación de los valores del Reino de Dios, inserción en la comunidad y ser signo de contradicción y novedad en un mundo que promueve el consumismo y desfigura los valores que dignifican al ser humano. En un mundo que se cierra al Dios del amor, ¡somos una comunidad de amor, no del mundo, sino en el mundo y para el mundo! (cfr. Mensaje de la Conferencia de Aparecida a los pueblos de América Latina y El Caribe, mayo 2007, n.2).
3. La estructura del Documento Conclusivo de Aparecida
El DCA está dividido en tres partes: (I) La vida de nuestros pueblos hoy (ver), donde se hace una mirada teologal y pastoral en torno a los grandes cambios que están sucediendo en nuestro continente y en el mundo, y que interpelan a la evangelización; (II) La vida de Jesucristo en los discípulos misioneros (juzgar), aquí, tomando como eje el modo de ser de Cristo, se tratan las grandes dimensiones que conciernen a los cristianos en cuanto discípulos misioneros de Cristo; (III) La vida de Jesucristo para nuestros pueblos (actuar), en la que se expone las principales acciones pastorales con un dinamismo misionero, desde el discernimiento de la realidad y la fundamentación teológica.
Cada parte está dividida en capítulos. La primera parte contiene Los discípulos misioneros (Cap.1) y Mirada de los discípulos misioneros sobre la realidad (Cap.2). La segunda parte tiene cuatro capítulos: La alegría de ser discípulos misioneros para anunciar el Evangelio de Jesucristo (Cap. 3), La vocación de los discípulos misioneros a la santidad (Cap.4), La comunión de los discípulos misioneros en la Iglesia (Cap.5), El itinerario formativo de los discípulos misioneros (Cap.6). La tercera parte también incluye cuatro capítulos: La misión de los discípulos al servicio de la vida plena (Cap.7), Reino de Dios y promoción de la dignidad humana (Cap.8), Familia, personas y vida (Cap.9), Nuestros pueblos y la cultura (Cap.10).
El hilo conductor del DCA es darle un nuevo impulso y vigor a la misión de la Iglesia en y desde América Latina y El Caribe. Y eso pasa por los siguientes compromisos: ser una Iglesia viva, fiel y creíble, formar comunidades vivas que se alimentan en la fe e impulsan la acción misionera, valorar las diversas organizaciones eclesiales, impulsar la participación activa de la mujer en la sociedad y en la iglesia, mantener con renovado esfuerzo la opción preferencial por los pobres, acompañar a los jóvenes en su formación y búsqueda de identidad, trabajar con todas las personas de buena voluntad en la construcción del Reino, fortalecer con audacia la pastoral de la familia y de la vida, valorar y respetar a los pueblos indígenas y afro-descendientes, avanzar en el diálogo ecuménico, hacer del continente un modelo de reconciliación, de justicia y de paz, cuidar la creación, casa de todos, colaborar en la integración de los pueblos de América Latina y El Caribe (cfr. Mensaje mayo 2007)
4 ¿Continuidad, novedad o retroceso?
(a) El método
En continuidad con Medellín y Puebla, se asume el método de análisis de ver, juzgar y actuar. Las razones explícitas de esta opción son las siguientes: es un método que ha colaborado a vivir más intensamente la vocación y misión de la Iglesia, ha enriquecido el trabajo teológico y pastoral, ha motivado a asumir las responsabilidades eclesiales ante las situaciones concretas del continente, permite articular, de modo sistemático, la perspectiva creyente de ver la realidad, posibilita la asunción de criterios que provienen de la fe y de la razón para su discernimiento crítico (n.19)
En este punto recordamos algo que hemos señalado en otro de nuestros artículos: el ver, juzgar y actuar es más que un método. Es la capacidad de dejarse afectar por la realidad (no ser indolentes), la actitud de honradez ante la realidad (críticos y autocríticos), es talante compasivo ante el sufrimiento de las víctimas, es recuperación de la utopía del Reino de Dios (que nos encamina hacia una vida animada por la justicia y el amor), es espiritualidad del seguimiento a Jesús de Nazareth (un nuevo nosotros), es gratuidad por los signos de verdad, bondad y solidaridad percibidos dentro de la Iglesia y en el mundo. En una palabra, es una forma de estar en el mundo que nos lleva a cargar con la realidad en lo que tiene de luces y sombras, angustias y esperanzas, limitaciones y posibilidades.
Este ver, juzgar y actuar, ya sea como método o como modo de estar en la realidad, es lo que ha llevado a lo obispos (también a los laicos, religiosos y expertos) a encontrarse con rostros sufrientes del continente. Son, por tanto, rostros concretos:
«Entre ellos están las comunidades indígenas y afro-descendientes, que en muchas ocasiones no son tratadas con dignidad e igualdad de condiciones; muchas mujeres que son excluidas, en razón de su sexo, raza o situación económica; jóvenes que reciben una educación de baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en sus estudios ni entrar en el mercado del trabajo para desarrollarse y constituir una familia; muchos pobres, desempleados, emigrantes, desplazados, campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía informal; niños y niñas sometidos a la prostitución infantil… Millones de personas y familias que viven en la miseria e incluso pasan hambre. Nos preocupan también quienes dependen de las drogas, las personas con discapacidad, los portadores de VIH y los enfermos del SIDA que sufren de soledad y se ven excluidos de la convivencia familiar y social… Una globalización sin solidaridad afecta negativamente a los sectores más pobres. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social… Los excluidos no son solamente ?explotados? sino ?sobrantes? y ?desechables? » (n.65).
Ante esos rostros los obispos se declaran servidores de la mesa compartida: «las agudas diferencias entre ricos y pobres nos invitan a trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta, incluyente, en la que no falte nadie. Por eso reafirmamos nuestra opción preferencial y evangélica por los pobres» (cfr. Mensaje…).
(b) Jesús de Nazareth
En el DCA hay una intuición fundamental que no debe pasar desapercibida, porque constituye la piedra angular del cristianismo. Nos referimos a la perspectiva de que la misión de la Iglesia debe recuperarse, relanzarse e inspirarse desde Cristo. Es decir, la misión de la Iglesia no puede ni debe entenderse con independencia del misterio de Jesús: su encarnación, misión, pasión y resurrección.
En tal sentido, el DCA reconoce que «Jesús es el hijo de Dios, la Palabra hecha carne, verdadero Dios y verdadero hombre, prueba del amor de Dios a los hombres. Su vida es una entrega radical de sí mismo a favor de todas las personas, consumada definitivamente en su muerte y resurrección» (n.117). Los discípulos y discípulas de Jesús han de reconocer que «?l (Jesús) es el primer y más grande evangelizador enviado por Dios (cf. Lc 4,44) y, al mismo tiempo, el Evangelio de Dios (cf. Rm 1,3). Creemos y anunciamos ?la buena noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios? (Mc 1,1). Como hijos obedientes a la voz del Padre queremos escuchar a Jesús (cf. Lc 9,35) porque ?l es el único Maestro (cf. Mt 23,8)… Con alegría de la fe somos misioneros para proclamar el Evangelio de Jesucristo y, en él, la buena nueva de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación» (n.118).
En consecuencia, para aprender cómo ser discípulo de Jesús hoy, debemos hacer memoria de aquello que Jesús hizo y enseñó. Debemos hacer referencia a las actitudes de Jesús, a su modo de ser. Ese modo de ser que provocó en el pueblo una creciente admiración y atracción, mientras que en la autoridades religiosas y políticas provocó rechazo y condena. Modo de ser que reflejaba los valores alternativos del Reino de Dios. Valores que en el DCA se pretenden historizar, aunque con cierto énfasis en los problemas mundiales que en los del continente. Eso, precisamente, puede apreciarse en los siguientes textos:
«Ante la desesperanza de un mundo sin Dios, que sólo ve en la muerte el término definitivo de la existencia, Jesús nos ofrece la resurrección y vida eterna en la que Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15,28). Ante la idolatría de los bienes terrenales, Jesús presenta la vida en Dios como un valor supremo…» (n.124).
«Ante el subjetivismo hedonista, Jesús propone entregar la vida para ganarla, porque ?quien aprecie su vida terrena, la perderá? (Jn 12,25)… Ante el individualismo, Jesús convoca a vivir y caminar juntos… Ante la despersonalización, Jesús ayuda a construir identidades integradas» (n.125).
Más acorde con la realidad del continente son los párrafos siguientes:
«Ante la exclusión, Jesús defiende los derechos de los débiles y la vida digna de todo ser humano. De su Maestro, el discípulo ha aprendido a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona humana (…) Ante las estructuras de muerte, Jesús hace presente la vida plena. ?Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud? (Jn 10,10). Por ello sana a los enfermos, expulsa los demonios y compromete a los discípulos en la promoción de la dignidad humana y de relaciones sociales fundadas en la justicia» (n.127).
«Ante la naturaleza amenazada, Jesús, que conocía el cuidado del Padre por las criaturas que ?l alimenta y embellece (cf. Lc 12,28), nos convoca a cuidar la tierra para que brinde abrigo y sustento a todos los hombres [cf. Gn 1,29;2,15] (n.128).
Por tanto, los discípulos y discípulas de Jesús están llamados no meramente a cumplir con unas normas, sino a ser testimonio de lo que han experimentado y palpado de Jesús. Es decir, están llamados a ser seguidores no de una teoría, sino de una vida. Seguir a Jesús y rehacer su vida desde la propia realidad de los discípulos, son dos desafíos que plantea el DCA:
«En el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de la vida. Hoy contemplamos a Jesucristo tal como nos trasmiten los Evangelios para conocer lo que ?l hizo y para discernir lo que nosotros debemos hacer en las actuales circunstancias históricas» (n.154).
Recuperar el carácter misionero de la Iglesia y hacerlo desde una referencia esencial a Jesús de Nazaret, fue una de la principales preocupaciones de Medellín y de la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, de Pablo VI. El primero sostiene que la proclamación del mensaje cristiano hay que hacerlo con gestos y palabras y que un presupuesto ineludible para ello es conocer las personas y el contexto en que viven. Por su parte, Pablo VI, recuerda que no hay evangelización cristiana sin una referencia central a la misión de Jesús (cf. EN, pp.11-19). El DCA da continuidad a este espíritu.
(c) El Reino de Dios
Hoy día, es lugar común reconocer que el dato histórico más cierto que tenemos de la vida de Jesús, es que el tema central de su predicación, la realidad que daba sentido a toda su actividad, fue el reinado de Dios. Los evangelios, especialmente los sinópticos, constatan esta centralidad. Con la llegada del reino llegan realidades nuevas y buenas: los últimos serán primeros (Mc 10,31), los pequeños serán grandes (Mt 18,4), los humildes serán maestros (Mt 5,4), los enfermos serán curados (Mt 11,5) y los oprimidos serán liberados (Lc 4,18). La situación de los seres humanos ante Dios se verá transformada: los pecados son perdonados (Mt 6,14), los hijos de Dios se encontrarán en la casa paterna (Lc 15,19) y se desbordará la risa alegre del tiempo de la liberación (Lc 6,21ss).
En Medellín (1968), se recordó «que todo cristiano – sea religioso o laico – ha de buscar el Reino de Dios identificándose, por amor, con Cristo en el misterio de su Encarnación, Muerte y Resurrección» (12,2).
En Puebla (1979), se dijo que el mensaje de Jesús tiene su centro en la proclamación del Reino que en ?l mismo se hace presente y viene. Este Reino, sin ser una realidad desligable de Iglesia, transciendo sus limites visibles. Porque se da en cierto modo donde quiera que Dios esté reinando mediante su gracia y amor (cf. n. 226). De ahí que la Iglesia haya recibido la misión de anunciar e instaurar el Reino en todos los pueblos. Ella es su signo (cf. n. 227).
En continuidad con Medellín y Puebla, el DCA plantea que Jesús, «al llamar a los suyos para que lo sigan, les da un encargo muy preciso: anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones (cf. Mt 28,19; Lc 24,46-48). Por esto, todo discípulo es misionero, pues Jesús lo hace partícipe de su misión al mismo tiempo que lo vincula a él como amigo y hermano» (n. 159).
En la tradición bíblica el Reino de Dios no es un concepto abstracto y, aunque no se agota en sus concreciones, tiene señales evidentes de su cercanía. Las tiene en los dichos y hechos de Jesús y las debe tener en la misión de la Iglesia hoy. Para el DCA estas señales son: «la vivencia personal y comunitaria de las bienaventuranzas, la evangelización de los pobres, el conocimiento y cumplimiento de la voluntad del Padre, el martirio por la fe, el acceso de todos los bienes de la creación, el perdón mutuo, sincero y fraterno, aceptando y respetando la riqueza de la pluralidad, y la lucha para no sucumbir a la tentación y no ser esclavos del mal» (n.397).
Pero, hay algo más preciso. En el DCA hay cierta novedad, con respecto a Medellín y Puebla, en cuanto a las dimensiones e implicaciones del Reino de Dios en la historia. El reino tiene que ver directamente con la justicia social, con la necesidad de «crear estructuras que consoliden un orden social, económico y político en el que no haya inequidad y donde haya posibilidades para todos» (n.398); tiene que ver con «poner todo lo creado al servicio del ser humano», contrarrestando el impacto dominante de los ídolos del poder, la riqueza y el placer que pretenden estar por encima del valor de la persona (n.401); el Reino de Dios está estrechamente vinculado a la opción preferencial por los pobres y excluidos y es «uno de los rasgos que marca la fisonomía de la Iglesia Latinoamericana» (nn.405; 407); el reino tiene que ver con «la promoción humana y con la auténtica liberación sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad» (n.413); la opción por los pobres, implícita en la construcción del Reino de Dios, debe llevar a la amistad con los pobres y al reconocimiento de que ellos, no son sólo destinatarios, sino también sujetos de evangelización (n.412); tiene que ver con acompañar, defender y dar acogida a «los nuevos rostros de pobres», generados por una globalización sin entrañas (n.416); implica construir un tipo de globalización alternativa, la de la solidaridad y justicia internacional (nn.421-423).
Según el DCA, al participar de esta misión, el discípulo camina hacia la santidad. La santidad vinculada a la misión lleva a los discípulos a hacerse cargo de la realidad. «Por eso la santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual» (n.163).
* Director de Radio Ysuca