DESUBICADOS. Marta Arias

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No es ningún secreto que el mundo empresarial goza de una posición excepcional de poder (económico, político y social) en las sociedades modernas. Pero tengo la sensación de que últimamente la cosa se está desmadrando un poco, se están perdiendo las formas y diversos empresarios y autoridades andan un poco confundidos acerca de dónde acaba su ámbito normal de actuación y empieza el terreno resbaladizo…

Primera escena: hace unas semanas la organización que agrupa al sector farmacéutico en España lanzó una atrevida oferta: 300 millones de euros para investigar enfermedades raras; a cambio, el gobierno debe comprometerse a adelantar la plena vigencia en España del Acuerdo sobre la Propiedad Intelectual firmado por la Organización Mundial de Comercio hace diez años. A la luz del día, sin trampa ni cartón. Lo que callaron los industriales es que esa medida supondría al estado un gasto mucho mayor que esos 300 millones de euros, en forma de medicamentos más caros para el erario público (y, por lo tanto, para todos los españoles). En medio, los pacientes de enfermedades raras (y sus familiares) utilizados como moneda de cambio en una guerra que va mucho más allá (y de la que ya hemos hablado en esta columna): el derecho de un estado a regular en defensa de la salud pública de su población.

Segunda escena: Nicolás Sarkozy, recientemente elegido Presidente de la República Francesa, se retira a su descanso post-electoral a bordo del lujoso yate de un conocido empresario francés. Tras el consiguiente revuelo, da la cara para tranquilizar al público galo: sus vacaciones no le han costado un euro al presupuesto del estado. ¡Precisamente eso es lo que me parece preocupante! ¿O es que este bienintencionado magnate ofrece su barco a todo el que se lo pide? Prefiero que el estado pague bien a sus representantes y estos no tengan que patrocinar su descanso a cargo de quién sabe qué intereses…

Tercera y última (porque la columna se acaba, no porque las ocurrencias empresariales parezcan haber llegado a su fin): el patrón de la Fórmula 1 ofrece a Valencia una nueva y espectacular carrera en su circuito urbano, a cambio de un pequeño detalle: que el PP gane las elecciones en la Comunidad Autónoma… No hay que negarle en este caso su franqueza (no me atrevo a hablar de transparencia porque asumo que hay una pieza en esta ecuación que no se nos ha contado), casi podemos hablar de un nuevo invento: la irrupción explícita del mundo empresarial como actor en una campaña electoral.

Suma y sigue… por eso, cuando a menudo me interrogan por el problema de la corrupción en los países en desarrollo, no puedo evitar sonreírme… ¿quiénes somos nosotros para dar lecciones a nadie? Miren si no el caso del Banco Mundial. Su Presidente lanza una cruzada a favor del buen gobierno (planteando recortar el grifo a aquellos países que no ofrezcan máximas garantías), al mismo tiempo que firma un suculento aumento de sueldo para su pareja sentimental… y cuando es descubierto se aferra a la silla provocando una tremenda crisis de credibilidad en una de las instituciones más relevantes en el panorama del desarrollo internacional.

Definitivamente la corrupción es un problema grave en el mundo en desarrollo, y supone un impuesto desproporcionado e injusto que aprieta de la manera más regresiva a los más pobres. Pero no es un problema exclusivo en el Sur. No podemos escandalizarnos por las tropelías de Marbella y asistir impertérritos al sometimiento del sector público a los intereses privados en los frentes más diversos. Porque si cede el estado, cedemos todos.